Un santuario en Vallecito, San Juan, convoca a los fieles de todo el país y de más allá también. Según la leyenda, Deolinda Correa murió de sed, pero obró su primer milagro amamantado a su hijo una vez fallecida.
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Objeto de devoción popular, se conocen múltiples versiones de la historia de esta santa pagana a la que se le atribuyen milagros. Emerge en la tradición vestida de rojo y bajo los nombres de Deolinda, María Antonia o Mercedes Correa. Dos antropólogas, Susana Chertudi y Sara Newbery, compilaron en un libro los diversos relatos orales y le adjudicaron mayor veracidad al que sostiene que murió en viaje a pie desde San Juan hacia La Rioja, en procura de encontrarse con su marido, quien peleaba bajo las órdenes del caudillo Facundo Quiroga, en tiempos de unitarios y federales.
En una tarde de verano de 1840, esta hija de un hacendado pereció de sed y agotamiento tras caminar unos 60 kilómetros en cercanías de la localidad de Vallecito, pero logró que su hijo sobreviviera gracias a haber obrado su primer “milagro”: el bebé se siguió amamantando de sus pechos cuando murió.
Unos arrieros habrían encontrado su cuerpo, y al niño, y la enterraron en el mismo lugar donde fue hallada. La leyenda no surge de acciones hechas en vida sino de la forma en que transcurrieron en teoría sus últimas horas, que los lugareños comenzaron a honrar visitando la tumba con flores y agua. Desde entonces se le adjudican otros milagros, como aparecerse en forma de guía ante viajeros perdidos, ofrecer protección ante tormentas y curaciones menores.
El mito de la Difunta Correa gira en torno del comportamiento heroico de la mujer. No hay acta de nacimiento del niño ni partida de defunción ni ninguna prueba fehaciente de lo sucedido. Pero el imaginario popular no las precisa: se estima que un millón de personas visitan cada año el santuario erigido en su nombre, en el cementerio de Vallecito. Le llevan miniaturas de las casas que pidieron, y ella les concedió, vestidos de novia cuando logran casarse, o las patentes de los autos cuando finalmente consiguen el vehículo esperado.
También hay innumerables altares caseros a la vera de las rutas y en los más lejanos parajes. Se los reconoce por las botellas de agua que se observan alrededor de su imagen. Son para apagar la sed que terminó con su vida.
LA NACION