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Cristian Luzza es músico y director de la Orquesta Sinfónica de 9 de Julio. Pero no siempre fue así. Antes, vendió instrumentos musicales en Europa, volvió al país, conoció a Rocío Flores y nació Nina. En 2016 los tres se mudaron al campo y empezaron una nueva vida.
Cristian Luzza identifica tres grandes momentos en su vida. A los 23, en plena crisis del 2001, este músico violinista nacido en la capital y criado en Lanús, fue a Europa por una beca y se quedó por nueve años. A los 32, regresó a Argentina y conoció a Rocío Flores. Tuvieron una hija. En 2016, él, Rocío y Nina, que en ese entonces tenía meses, se instalaron en Dennehy, a 256 kilómetros de Lanús oeste.
Cada cosa que hizo Cristian estuvo signada por la música, por sus instrumentos. Un violín le permitió comprar un pasaje, un clarinete le concedió una casa, un piano le dio la idea de levantar este bastión musical, donde sesionan músicos de todos lados, se escuchan interpretaciones de Troilo, Bach, Thelonious Monk. Además, fundó y dirige la Orquesta Sinfónica de 9 de Julio. Por supuesto, él no solo sabe lo que quiere, lleva consigo un tesoro: hacer uso de la elasticidad que debe tener un verdadero flâneur.
De Lanús al País Vasco
“Quería ir más lejos, una aventura más grande. Con 23 años, tenía un plan”, dice Cristian, que el 19 febrero de 2002 se tomó un avión a España. Para hacerlo vendió los violines que tenía, la guitarra, y guardó el dinero adentro del piano hasta que llegó el día de salir a Ezeiza.
Se puso una camisa floreada y bermudas, pero cuando hizo escala en Berlín se dio cuenta de que era invierno (invierno alemán): primer cimbronazo al que amoldarse. Después dio vueltas hasta terminar en el País Vasco porque tenía mal una rodilla y ahí había un conocido que lo dejó hacer reposo en su departamento por una semana. Compró un Eurail Pass, conoció monumentos, barrios periféricos, se fue a buscar la parte off –donde probablemente estuviera la magia, el swing– de las ciudades más turísticas de Europa. Durante nueve meses, vivió debajo de una autopista de San Sebastián, en una casa hecha con palets, donde se hizo amigo de Paco, un hombre que le enseñaba a jugar a las damas y al ajedrez mientras los autos pasaban por arriba. “Para mí era una re-aventura. Era una indigencia momentánea que fue una experiencia enorme”.
Conoció a una chica vasca que le consiguió trabajo en el bar de la hermana. Con el dinero que ganaba, compró un pasaje a la Argentina para la Navidad de 2002. Pero un pasaje ida y vuelta. Regresó a San Sebastián, rindió un examen y entró en el conservatorio de música, empezó a trabajar en un local vendiendo instrumentos. Esa relación de amor eterno: los instrumentos y él. Por las tardes, tocaba el violín en la calle: hizo un dúo con un asturiano, se fue a Rumania con músicos gitanos. Cristian juntaba experiencia y ahorraba el dinero que le permitiría comprar su primer departamento. “Lo bueno es que me lo compré tocando un violín”.
Una casa por un clarinete. Y el amor…
“No te vayas”, le dijo el dueño del local de música de San Sebastián, “tengo que cerrar si te vas, no tengo otro que toque tantos instrumentos”. Pero Cristian estaba de novio con una argentina que había emprendido el retorno. En 2008, él también decidió volver.
El desafío del flâneur: cambiar de rumbo, barajar de nuevo. Se separó, se quedó con poco trabajo; aceptó cuando un amigo que tocaba en Caminito, La Boca, le propuso que fuera con su violín. Si había tocado en las veredas frías y calurosas de Madrid, de París, de Euskadi, País Vasco, podía sumar a su lista Caminito. Al tiempo, conoció a Roció en una fiesta universitaria. Esa chica que le pidió que le sacara una foto a ella y sus amigas, y que después se sacó una foto con él. ¿Quién tiene una fotografía con su amor, del mismo momento en que lo conoce?
Otra vuelta, tocando en Caminito, se le rompió el arco del violín (así es como se “tocan”, como se tuercen los caminos). Eso lo llevo a conocer a Miguel Leyes, luthier y actual amigo, quien tenía una casita en Dennehy. Un día, Miguel lo llamó por teléfono, “Se vende una casa en el pueblo, ¿la querés ver? Pide 35.000 pesos.”. A lo que Cristian respondió. “Voy a publicar el clarinete. Si lo vendo, la compro”. Al mes y medio vendió el clarinete en 35.000 pesos.
Un piano por la ruta 5
La casa de té no fue ni un sueño ni una cuenta pendiente, sino el lugar para guardar un piano. En 2016, Cristian Luzza, Rocío Flores y Nina se mudaron. “La tercera aventura es la venida al campo”, dice él que, además de fundar la Orquesta Sinfónica de 9 de Julio, empezó a trabajar en una escuela en la que había un hermoso piano de cola. Cuando decidieron venderlo, él lo quiso comprar. Pero, ¿adónde iba a meter semejante mueble?
Llamó a don Pereyra, el fletero; y a Luisito, Martín, Juan Bautista, Gustavo, Ariel, sus amigos. Subieron el piano en la caja de una F100, a Luisito arriba del piano; el resto fue en diferentes autos. Salieron en procesión, por la RN 5, desde 9 de Julio hasta llegar al pueblo. Bajaron el piano entre todos y lo metieron en el quincho. Un año después el quincho se convirtió en casa de té.
Y al séptimo día…
El domingo 4 de abril de 2021 abrió Dennehy casa de té. Decenas de teteras de porcelana y tacitas, una biblioteca con libros y partituras, un altar que cuelga del techo en honor a su abuela, una gran salamandra y el piano, único causante de esta maravilla: una casita musical rodeada de intemperie. Llegan hasta ahí de todas partes, a tomar el té con delicias dulces, y escuchar tango, lírica, ópera, folklore. Eso sí: sólo domingos. También hay noches de milonga y noches de jazz. La vida para Cristian cambió: de la ciudad al campo, de estar solo a compartirla con Rocío, con Nina. Pero en realidad, ¿cuánto cambió la vida? Probablemente para él, comenzar una aventura nueva, no sea más que la continuación del mismo y único viaje.
Dennehy Casa de té. A 25 km de 9 de julio. Sólo abre los domingos. Servicio de té $1200 por persona. Un viernes de jazz y un sábado de milonga, al mes. Se anuncia por IG.
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