Jaime Aguirre es el artífice de Utopía Bio, una marca que cultiva sin agrotóxicos y propone comer ingredientes de cercanía, frescos y orgánicos.
- 6 minutos de lectura'
Jaime Aguirre no nació campesino, pero siempre supo que tarde o temprano terminaría en el campo. Hacía demasiado tiempo que trabajaba en el área de marketing de empresas multinacionales y, cuando su carrera ya había alcanzado el pico del éxito, se animó a un parate total. “Hasta aquí llegué. Me voy, dejo este trabajo y esta vida, quiero ser agricultor”, dijo un buen día, antes de cerrar la puerta de su oficina en Bogotá donde se desempeñaba como gerente de Ford Motor Company. Ese volantazo que él veía como un acto de lucidez, para los ojos de muchos era un signo de locura. De ceguera. O una mezcla de ambas cosas. ¿Abandonar la seguridad de la ciudad? ¿Irse para trabajar la tierra? ¿De empresario brillante a hippie tardío?
En realidad, Aguirre no era un improvisado. Hacía rato que venía estudiando esta chance y ahorrando dinero para llevarla a cabo. Su blanco estaba en los Cerros Orientales, exactamente en El Verjón, a 45 minutos de la capital de Colombia y a unos 3.200 metros de altura. Un lugar de naturaleza viva, habitado por agricultores, donde las papas nativas crecían a sus anchas.
Ya pasaron 21 años desde que este hombre de negocios plantó bandera en la montaña para concretar su sueño verde. La imagen de señor de traje y corbata, abrumado por angustias corporativas es una foto que no se parece ni un gramo al retrato actual. Hoy, Aguirre calza botas pantaneras, sombrero de paja, jean clarito y buzo azul. Y no cambia el perfume de los eucaliptos y los pinos, el esplendor de las matas de quinua, amaranto, yacón y maca por nada del mundo.
Utopía Bio se llama su ambicioso proyecto agroecológico, aunque de utopía tiene poco. La huerta estalla de hierbas, tomates, hojas verdes. La parcela de cebada rinde sus frutos. Las hierbas aromáticas y medicinales perfuman y sanan. Pero el corazón de su trabajo son los tubérculos andinos. “Todo lo hago papa. Incluso yo me convertí en el hombre papa”, se ríe. Su finca de 12 hectáreas es un territorio donde siembra semillas genuinas en un proceso en el que los venenos brillan por su ausencia. Ni herbicidas ni pesticidas disciplinan a las malezas o a los bichos.
“Usamos gallinaza –estiércol de la gallina– como abono. Tratamos la tierra con microorganismos y minerales naturales, como la roca fosfórica”, cuenta mientras nos guía por los surcos de riego donde las papas azules, moradas, rojas, negras y amarillas crecen desiguales, irreverentes, únicas. No hay maquillaje, uniformidad ni perfección en estos tubérculos. La belleza de la diversidad.
Semillas de futuro
Flaco como un junco, ágil como un deportista, Jaime toma un azadón y desprende los terrones de tierra. Después tira del tallo de una planta de papa, la sacude con firmeza para liberar de tierra los tubérculos, elige uno y lo abre con un cuchillo, revelando su color rojo furioso. “¿Ves este tono intenso? Se lo dan los flavonoides, compuestos que otras papas no tienen. Estas concentran menos agua y son más nutritivas”, cuenta, y explica cómo plantarlas en la ciudad. “Colocas las papitas en una matera (maceta) y vas echando capas de tierra sobre la planta a medida que crece. Cuando florece y la flor se seca, ya la puedes cosechar. Nosotros aquí tenemos 15 variedades diferentes”, dice.
No es casual que Aguirre hable en plural, el “nosotros” alude a su compañera Adriana Cabrera. Una antropóloga y permacultora con la que se sumó a la movida ecológica de lo que él mismo llama “los nuevos campesinos”. Su historia de amor puede sonar a novela romántica, pero él jura que es tan cierta como estas montañas. “Cuando me mudé acá, me reuní con los nativos de la zona, los huitotos, que me ofrecieron construirme una casa típica, una maloca. Terminada la maloca, el chamán de la comunidad me dice ‘un maloquero no puede estar solo’. Después se sienta, empieza a tallar un pescado en madera y sentencia: ‘cuando yo termine este pescado tu compañera va a llegar aquí”, relata. Increíblemente, así pasó. El día que el chaman le dio el último trazo a su artesanía apareció Adriana –Ari– con dos amigas. Las tres venían a hacer un trabajo de investigación. A las pocas semanas sus amigas partieron, pero ella nunca más se fue.
Remar en el campo
Hay vuelo de mariposas y canto de pájaros y un sol que brilla en las hojas de las lechugas, del Kale, el coliflor y el romanesco de la huerta. Verduras distribuidas en espiral, como la permacultura quiere. En un pequeño espacio, una enorme fortuna.
Claro que los comienzos en este paraje donde se cultivaba según la lógica industrial no fueron fáciles. “No teníamos herramientas ni conocimientos para llevar a cabo el proyecto y los campesinos de la zona me insistían en que aquí, la única manera de lograr buenas cosechas era con agrotóxicos”, dice. Así las cosas, le llevó tiempo y esfuerzo cambiar las reglas de juego. Para Jaime y Ari, este concepto productivo trasciende el modelo de negocios, forma parte de una filosofía de vida que comparten con sus hijos: Neva, de 18 años; Niyalá, de 11; y Shatiri, de 9.
“Nosotros sabíamos que teníamos una riqueza alimentaria importante, y que para conservarla había que empezar por la tierra. De ahí nuestro interés en la agricultura regenerativa y nuestro trabajo en la red de guardianes de semillas en Colombia”, dicen casi a coro. Con esa consigna, siembran, producen, y hacen una tarea educativa con las escuelas de gastronomía. Intercambian semillas con los campesinos y reavivan el material genético de la finca. “Nos preguntan a veces si extrañamos nuestro pasado urbano. No. Igual que las plantas, echamos raíces en este lugar. A Bogotá vamos solo de visita”, se ríen. Sin embargo, gracias a esa ida y vuelta, sumaron otro orgullo: ahora más de 100 restaurantes de la ciudad usan tubérculos nativos, antes ninguneados u olvidados.
El mundo papa es infinito. Jaime y Adriana diseñaron una línea de chips de tres variedades de papas Ancestrales a las que bautizaron Sangre del Sol, Criolla Negra y Oro de los Andes. También elaboran la cerveza Tierra Negra, una bebida de espuma firme y paladar discreto, pero no desabrido. “Si hasta se puede hacer una fabulosa crema de papas antiarrugas”, sonríe Jaime, divertido.
Incansables, los “neo campesinos” de Utopía Bio llevan estos tesoros del campo a la mesa. Tienen la certeza de que la cocina conecta con la naturaleza. Y que la alianza entre agricultores y chefs puede servir para comunicar el placer de comer ingredientes de cercanía, frescos, orgánicos y producidos de manera sostenible. “Así como la simiente es la génesis de todo, la comida es el puente para que esas simientes perduren: lo que no se come no se conserva”, asegura. No es casual que la pareja haya invitado al cocinero Javier Montoya para que prepare en el restaurante de la finca platos basados en vegetales de cosecha propia. Adivinen quiénes son las reinas del menú.
Datos útiles
Utopía Bio. Km 11 Vía Choachí, Vereda Verjón Bajo, Bogotá Rural, Colombia. T: +57 312 456 5581. Email: utopiabio2030@gmail.com. IG: @utopia_bio.
Más notas de Turismo
Más leídas de Revista Lugares
Joya porteña. La biblioteca que parece salida de Harry Potter, un libro de 1600 y el misterio del fantasma
Insólito alojamiento. Cómo es y cuánto cuesta una noche en el primer hotel cápsula de la Argentina
Un hito de Bariloche. Reabren la histórica casa de un pionero como museo y sede de una marca internacional
En plena selva. La familia de inmigrantes audaces detrás de una estancia histórica que hoy recibe huéspedes