La familia Cuñado Strelkov: guías de aves en la reserva privada Ecoportal de Piedra, al este de San Salvador.
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Cuando Vadim Strelkov y Mae Surtees se mudaron de las sierras cordobesas al ramal jujeño, como se le decía en aquella época a las yungas, quizás se imaginaron que estaban marcando el territorio en el que se moverían las próximas generaciones.
Para Vadim mudarse no era nuevo. Pertenecía a la nobleza rusa –su abuela materna era princesa– y con la caída del zar Nicolás II sus padres tuvieron que emigrar a Shanghái. En China conoció a la que fue su mujer, Mae Surtees, de padres ingleses, misioneros afincados en China. Ya casado volvió a emigrar al sur de Chile, a Valdivia, pero como llovía demasiado, cruzó a la Argentina.
–Mi abuelo Vadim era entomólogo. Durante veinte años fue administrador de la estancia de Las Barrancas de Eduardo Martínez de Hoz, el tío del ministro, en Ascochinga. Cuando se vende la estancia, uno de sus hijos, mi tío Eduardo, trabajaba como geólogo para YPF y había relevado la zona de Santa Bárbara, unos 180 kilómetros al este de la capital jujeña, en busca de petróleo. Le encantó ese paisaje tan verde, alto y desconocido y le sugirió a su padre que fueran allá –cuenta Carlos Cuñado Strelkov, nieto de Vadim.
Vadim, que buscaba un nuevo lugar donde establecerse con su familia, tomó la recomendación de su hijo y se mudó con su mujer, su hija Silvia, y su hijo menor, Antonio.
Silvia tenía veintipico; estudiaba veterinaria en la facultad de Río Cuarto y los acompañó a ver el lugar. Todavía recuerda la primera impresión:
–La naturaleza es tan imponente que te domina; era otra la situación, muy distinta a la de Córdoba. Me impactó la potencia de la naturaleza, está muy presente.
Corría 1983 cuando pusieron los pies en Jujuy. Compraron una finca, la misma que tienen hoy, y pensaron qué hacer para sobrevivir. Muchas alternativas no había: las únicas dos actividades económicas de la zona eran la extracción de madera o la cría de ganado. Pero ellos no estaban interesados en ninguna de las dos. Cómo se puede hacer algo que nos permita vivir acá y a la vez conservar el lugar, eso se preguntaban mientras buscaban ideas. Así surgieron el bed & breakfast y las cabalgatas turísticas. Al principio las instalaciones eran mínimas y luego construyeron las cabañas.
Ecoportal de Piedra está en el departamento de Santa Bárbara, entre las localidades de El Fuerte y Palma Sola y frente a las serranías de El Centinela. El Fuerte es un pueblito de 700 habitantes que todavía conserva algo de los muros del antiguo fuerte militar que sirvió para evitar el paso de los pueblos originarios que venían de la región chaqueña y destruían una y otra vez San Salvador de Jujuy, una capital que tuvo tres fundaciones. Queda poco del muro original porque se fue usando para construir la iglesia y varias viviendas.
Entre laureles, quebrachos y lanzas
Con más de 800 hectáreas y a 1.050 metros de altura –a la primera finca se sumó otra una década más tarde–, Ecoportal de Piedra pertenece al estrato de selva transicional basal, eso se traduce en otros árboles: laurel del cerro, cebil, quebracho colorado, carnavales (de flor amarilla), horcomolle y lanza.
A la semana de llegar, Silvia Strelkov ya hablaba en jujeño y supo que no se iría nunca más de ese paisaje. Cuenta que no terminó la facultad porque cuando llegó a las yungas entendió que el título no le iba a servir porque “en esa época no se usaba el veterinario tanto como ahora”. Entonces, se dedicó al turismo y también fue profesora de inglés durante 26 años en la escuela secundaria de Palma Sola.
“Cuando llegamos, a las yungas le decían ramal, pero el ferrocarril ni siquiera venía hasta acá sino hasta Yuto”, cuenta Silvia que, años después en una cabalgata –no turística, sino con amigos–, conoció y se enamoró de Carlos Cuñado, jujeño de San Salvador que luego de vivir en Salta y en La Plata con sus padres, había vuelto al lugar que más le gustaba: las yungas. Desde que se casaron se abocaron al turismo en Ecoportal de Piedra.
Cuando viajaban a la FIT de Buenos Aires a mediados de los 90, llevaban fotos de la selva jujeña, de las yungas de altura. ¿Selva en Jujuy?, les preguntaba la gente. A pesar de las imágenes y los relatos, los miraban raro, a punto de no creerles, a punto de decirles cómo es eso de que hay selva en Jujuy, de qué están hablando si Jujuy es el altiplano con la llamita.
Esi fue hace casi 30 años. Ya no se le dice ramal, sino yungas, y después de mucho batallar, desde 2002, existe la Reserva Provincial Las Lancitas, de 10.000 hectáreas protegidas.
El avistaje de aves llegó con el tiempo. Antes pasaron biólogos y científicos: ellos fueron los que les enseñaron de aves, los que les dieron la idea de mostrarlas. En las salidas comenzaron a distinguirlas, estudiaron los cantos, y la distribución. En ese verde pleno habitan rarezas como el hocó oscuro (“los pajareros se vuelven locos si lo ven”) y el milano tijereta, que parte en otoño de Canadá y pasa el verano en América del Sur. Es un ave silenciosa, tiene el plumaje blanco y negro, y pone los huevos en nidos que la hembra y el macho construyen sobre los árboles. Y el chululú, el logo de la reserva Las Lancitas que no es fácil encontrar, o el halcón negro grande, una figurita difícil que tiene por estos parajes el nido más austral del mundo.
También hay aves en peligro de extinción, como el águila poma, y algunos endemismos de las yungas australes: el cerquero amarillo, la pava de monte yungueña, el trepador colorado y varias rapaces.
–Bien al principio de la actividad turística vino un avistador norteamericano, Ted Bull, y nos contrató para guiarlo y ahí nos terminamos de enganchar con la actividad.
Lo dice Carlos Cuñado, el hijo de Silvia Strelkov y Carlos Cuñado, y nieto de Vadim que se viste como los exploradores del National Geographic –igual que su madre– y no sale nunca sin un machete para mantener los senderos ni cámara para registrar aves. Son sus dos herramientas de cabecera.
Hace poco terminaron la construcción de un hide yungueño donde ayer se quedó un rato y vio más de ocho especies reunidas en un charco: zaira de antifaz, arañero corona rojiza, cerquero de collar, tico tico, celestino, chinchero. Eran unas cuantas y, como si fuera poco, cayó una corzuela que se quedó mirando la escena un buen rato, pero no alcanzó a tomar agua porque se asustó con el clic de la cámara.
Carlos, de 30 años, estudió la primera etapa de la carrera de turismo en Salta, “pero la segunda estaba dedicada a las grandes ciudades y hoteles, y me volví porque no era lo mío”. Conoce Inglaterra porque dos agostos antes de la pandemia fue la Bird Fair, la feria de aves más importante del mundo. Dice que en Londres se sintió como en casa, será por su abuela Mae, por su madre, por la crianza con acento inglés. Volvería a Europa, pero de paseo. Se ve toda la vida en las yungas, “es mi lugar, el lugar que amo”.
Los padres tampoco salen demasiado de su refugio en las yungas. La última vez que viajaron a Buenos Aires fue hace tres años, para sacar la visa de Estados Unidos porque Ted Bull, aquel primer avistador que se hospedó en el bed & breakfast y que volvió quince veces más a las yungas, los invitó a un road trip de costa a costa con foco en la región de los lagos para avistar aves, claro, y marcarlas en sus listas con el tilde de ¡visto!
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