A una hora de la capital, la meseta de Guiza guarda un tesoro milenario de pirámides, tres tumbas de faraones y la Gran Esfinge. Un viaje fascinante al mundo extinto de Cleopatra.
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A los 8 años, Muhamad conoce los secretos del Sahara y sus dromedarios cansados de subir y bajar a turistas en las pirámides de Guiza, las más remotas del Mundo Antiguo.
El niño de ojazos negros conduce a pie la caravana, a cambio de unos pocos euros. Saca fotos clásicas y otras con trucos donde Keops, Kefrén y Micerinos quedan suspendidas entre los dedos.
El paseo de 60 euros suele ser la primera inmersión en la tierra de los faraones y de las multitudes del norte africano. Es el plato fuerte de muchos que vendrán y el inicio de la mayoría de los circuitos que recorren el inabarcable Egipto, desde la era predinástica y del Antiguo Egipto hasta la grecorromana, la copta, la islámica y la contemporánea.
Las pirámides y tumbas de los tres faraones y la Gran Esfinge, mitad humana, mitad león, se ubican en la meseta de Guiza, a los pies de un decadente y gris suburbio de El Cairo, a una hora de tráfico colosal desde el centro de la desenfrenada capital con más de 22 millones de habitantes.
Aunque a simple vista no lo parezca, Keops es la mayor de la tríada: mide 146 metros de altura. La de Kefrén, en el medio –la única que aún mantiene parte del recubrimiento original de piedra caliza–, se percibe sobreelevada.
El más acá, el más allá
El viaje por Egipto es un permanente y emocionante vaivén por el tiempo y por civilizaciones de hasta 4.500 años de antigüedad. Se siente extraño pisar el mismo suelo por el que caminó Cleopatra VII y recorrer templos en honor a los dioses –Amón, Osiris, Isis y tantos otros– y las tumbas de faraones y reinas.
El país es una joya que requiere una visita de al menos siete días, con crucero incluido.
Hay varios imprescindibles: momias, sarcófagos, jeroglíficos, gigantescas esculturas y tallados en piedra que evidencian el desarrollo de la ciencia, la matemática, la astronomía, el calendario y la medicina, y que permiten reconocer las concepciones sobre el Estado, la sociedad, la vida y la muerte.
Abu Simbel, el templo de Nubia levantado durante el reinado de Ramsés II, es uno de los infaltables; merece la pena soportar el tramo ruinoso de la ruta de acceso a la antigua represa de Aswan.
A los principales monumentos se llega a través del Nilo, donde todo cobra sentido: el sol (el dios Amón-Ra) nace en el Este –allí se emplazan los templos o lugares de culto– y desaparece por el Oeste, en la orilla que ocupan los muertos, las necrópolis. En esa margen del río se levanta el imponente Valle de los Reyes, donde se encontraron enterrados los faraones del Imperio Nuevo, entre ellos, Tutankamón. Hijo de Akenatón, fue el último monarca de su familia real, de la dinastía XVIII, el período de mayor auge faraónico (1575-1295 a. C., aproximadamente). Tutankamón ocupó el trono entre 1334 y 1325 a. C.; murió a los 18 años y poco hizo por Egipto, salvo restablecer el politeísmo, nada menos, y pasó a la historia porque su tumba fue encontrada intacta –en noviembre se cumplen 100 años– después de más de tres milenios de saqueos.
En el valle, hay una réplica de los sarcófagos del joven faraón, pero todas las joyas (más de 110 kilos de oro) se exhiben en el Museo de El Cairo.
Las cámaras mortuorias que pueden recorrerse son un tesoro arqueológico impactante. Los murales decorados con escenas y fórmulas mágicas del Libro de los Muertos están en excelente estado de conservación, e incluso mantienen sus colores. Son imágenes oníricas que los artistas del faraón plasmaban en las tumbas, que se preparaban durante años, para que el difunto renaciera en una nueva existencia y alcanzara el más allá.
La bóveda funeraria de Ramsés VI es, quizá, una de las más espectaculares y sobrecogedoras.
En cuanto al mítico Nilo, el río que atraviesa Egipto de sur a norte a lo largo de 1.200 km y pasa por cinco países, es el segundo más largo del mundo después del Amazonas. También es uno de los más contaminados del planeta en los tramos que cruzan las ciudades, que arrojan sus desechos y basura. Pese a todo, las huellas de las extraordinarias civilizaciones que acontecieron en sus márgenes son tan fuertes que, aún hoy, el Nilo es el corazón que late en este territorio del norte africano.
Mustafá, guía local de habla española en los cruceros que van de Luxor a Aswan, explica que Egipto es una especie de sándwich de desiertos que abrazan el valle.
La navegación es una experiencia en sí misma, un viaje al pasado glorioso y al presente precarizado. El paisaje cambia de orilla a orilla, pero las puestas de sol son siempre sublimes.
Rumbo al sur, a 60 km de Sudán y camino a los pueblos nubios, donde habitan impactantes mujeres y hombres de rostros cetrinos y ojos claros, el desierto se funde en el agua también clara. En una rústica barca de madera se puede llegar a la orilla más hermosa para tomar un baño refrescante, entre caravanas de camélidos y vendedores de espléndidas artesanías.
Secretos de El Cairo
Antes o después del recorrido por los principales atractivos de este país árabe y mayoritariamente musulmán, es el turno de El Cairo. La capital egipcia tiene el área metropolitana más grande de África, un tráfico y un gentío infernal a toda hora y lugar y un descalabro urbanístico monumental.
La “ciudad victoriosa”, como se la conocía antaño, es el epítome del caos. Allí conviven multitudes que se lanzan a las calles sucias en vehículos desvencijados, a bocinazos y a puro descontrol por una urbe gigantesca que crece sin planificación ni criterio aparentes.
La primera impresión del visitante es la del vértigo entre agobiante y seductor por sentirse una minúscula parte, temporal y efímera, de esa megalópolis, acostumbrada a los embotellamientos y al sol abrasador del desierto.
Por supuesto que la ciudad es conocida por su pasado glorioso y, también ahora, por su insufrible contaminación acústica, por el olor de sus especias y el alma del islam, y por la gente que camina rápido, siempre en grupos, entre viviendas derrumbadas, mezquitas, iglesias cristianas y bazares de cuentos con el gran Nilo que las divide en mitades.
Para bien o para mal, El Cairo impacta, es sugestiva, de una vitalidad extrema, llena de secretos y digna de ser experimentada. Hay que descubrirla recordando los dichos de un personaje de Las mil y una noches: “Quien no ha visto El Cairo no ha visto el mundo”. Aquí nada está a la vista. Incluso, los mejores negocios o restaurantes se esconden en algún piso de un edificio, sin carteles ni marquesinas. La noche cairota es tan viva como el día y hay razones que explican por qué esta ciudad no descansa.
Desde hace décadas el país vive en crisis habitacional, al punto extremo de que algunas familias se turnan para dormir en una pieza. El Cairo está en permanente construcción y los edificios a medio terminar son habitados por bloques. En determinadas zonas, parece bombardeada.
Los locales explican que para ampliar las autovías y para ordenar el evidente deterioro urbanístico que llega a la puerta de las pirámides, el Gobierno demuele barrios enteros. Pero las casas se tiran por partes y queda la duda de si la ciudad se está construyendo o derribando. Durante el mes sagrado del Ramadán, el movimiento se multiplica. Las mujeres hacen las compras para la gran fiesta de tres días que llegará tras el período de ayuno y también se arremolinan en el ingreso de las mezquitas, o a la vera de las rutas, para recibir la limosna de aquellos musulmanes que cumplen con el precepto religioso.
En la plaza Tahrir, donde se gestaron las protestas de la primavera árabe que muchos hoy consideran una revolución fallida, el ritmo no para.
Enfrente de ese paseo público está el Museo Egipcio, que alberga la mayor colección mundial de arte del Antiguo Egipto, que se está mudando de a poco al nuevo y soberbio Museo Nacional de la Civilización Egipcia, cerca de Giza. Por lo demás, la ciudad de los mil minaretes tiene una energía inagotable y un misterioso esplendor –a veces majestuoso, a veces decadente– que invita a tomar un té de menta y a fumar una pipa de agua con sabor a manzana en el viejo café El Fishawy, del bazar Khan el Khalili, sólo para mirar la vida pasar y descubrir dónde nacen las historias.
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