La historia de amor y trabajo de Jeff y Verónica Mausbach y su último proyecto juntos: un lodge en el Valle de la Carrera donde también apostaron por la vitivinicultura.
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Muchos les dicen que su historia se parece a la de la película Antes del amanecer. Y es verdad. Jeff Mausbach y su mujer Verónica se cruzaron en Europa, en un viaje iniciático de ambos, cuando todavía no había celulares y se viajaba con pesadas guías de papel. La de él, un estudiante de Administración originario de Nebraska, Let’s go Europe, la de ella, una licencia de Turismo porteña, la Globettrotter. Una recomendación los hizo elegir el mismo hostel frente a El Vaticano. Y una mañana, con Verónica irrumpiendo en el lobby con el pelo lleno de shampoo y gritando en español porque se había cortado el agua, empezó una larga historia de amor que está camino a cumplir 35 años.
Una breve presentación de los protagonistas: Jeff es una de las figuras del vino argentino y uno de los dueños de la bodega Mil suelos, que se distingue por unos vinos que pueden concentran paisajes, desde Chachingo hasta la quebrada de Humahuaca. Verónica tiene su agencia de turismo en Mendoza y acaba de inaugurar el lodge Bellaviña en el promisorio Valle de la Carrera, rodeado de cinco hectáreas de terreno donde juntos plantaron los viñedos más altos de Mendoza, a 2.200 metros. Tienen dos hijos varones, uno de ellos también dedicado al vino.
Pero cuando se conocieron en Europa, en 1991, el vino no estaba todavía en el horizonte. “Me impactó cuando la vi, quería saber quién era esa chica, tenía el pelo muy largo. Esperé pero ella no volvió a salir, así que me fui a recorrer Roma -recuerda él- a la noche, con la otra gente que estaba en el hostel, salimos a comer pizza. A la vuelta nos alejamos del grupo y terminamos en la plaza de San Pedro. Ahí fue nuestro primer beso. Nos echó la policía”.
Pasaron los días siguientes recorriendo Roma. Después se fueron juntos a Grecia. Él tenía una fecha límite y cercana de regreso, debía retomar los estudios y asistir al casamiento de un amigo. A ella todavía le quedaban meses de Europa por delante. “Estuvimos seis semanas juntos, buena parte del tiempo pensando en cómo volver a encontrarnos. No había mail, no había redes sociales, no había internet”.
Las cartas, que todavía guardan, fueron el combustible que avivó un amor desafiado por una distancia de 10 mil kilómetros. Y algunos llamados telefónicos, a cien dólares cada llamada, un dineral para dos estudiantes de 25 y 21 años. Después de un año, él decidió poner en pausa su posgrado y viajar a verla a la Argentina. “Voy a ir a Buenos Aires. Me gustaría verte”, le dijo cuando finalmente la pudo ubicar -ella estaba de vacaciones- una semana antes de volar para acá.
Jeff se enamoró más de ella y también de la Argentina. Decidieron que ella iría a Chicago hasta que él terminara su posgrado. Allá se casaron una mañana en el Civil Court, pero siempre pensando en la vuelta. “No nos proyectábamos en una ciudad tan fría, tan ventosa, y no nos podíamos imaginar haciendo una familia allá”. El 30 de diciembre de 1996, después de cuatro años, regresaron.
El otro punto de inflexión grande fue 2001, ya con dos hijos, decidieron pegar un nuevo volantazo y mudarse a Mendoza. “Fue la mejor decisión de nuestras vidas”. Jeff ya trabajaba en Catena Zapata en el área de Comercio Exterior y Exportaciones. “Cargamos todo en un Duna y nos fuimos. Me acuerdo de estar en una esquina en Chacras de Coria, esperando a alguien y ver a chicos que iban y venían solos por la calle. Comparado con Buenos Aires era una especie de oasis, todavía era algo más provincial, había solo 15 bodegas que abrían al turismo”, dice Verónica.
A 35 años de ese primer encuentro en el Vaticano, siguen siendo familia y compartiendo desafíos laborales. En la zona del valle de La Carrera, que une a Potrerillos con Tupungato, se embarcaron juntos en un proyecto enoturístico: un pequeño lodge de lujo, con capacidad para diez personas, que se llama Bellaviña y acaba de abrir. Se compone de una villa con dos habitaciones y tres lodges para dos personas rodeados de viñedos y de suaves lomadas coronadas por el Cordón del Plata. Un paisaje que los cautivó cuando lo descubrieron de casualidad hace veinte años.
En una zona donde solo crecen papas también plantaron las viñas más altas de Mendoza, a 2.200 metros de altura. Las primeras plantas las perdieron por el frío, pero la segunda plantación viene mejor y pudo pasar el invierno, que en 2024 no fue tan crudo. “Sobrevivieron y brotaron”, dicen. Pero incluso si no hubiera sido así, reconocen que hubieran vuelto a intentarlo. “Somos cabeza dura y las cosas hay que probarlas al menos tres veces”, reconocen.
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