El fotógrafo de naturaleza Matías Romano fundó Bayka, donde restaura uno de los rincones de mayor biodiversidad del mundo y abre las puertas de su lodge para que los visitantes se conecten con la selva.
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Durante su infancia, cuando le preguntaban “¿qué querés ser cuando seas grande?”, Matías Romano jamás respondió “bombero” ni “jugador de fútbol”. Lo que él quería, contestaba muy serio, era tener su propio parque nacional. Apasionado por la naturaleza, a los ocho años, ya se abocaba a su primer libro: una guía de aves, completamente escrita e ilustrada por él, en donde recopilaba cada especie que descubría durante sus vacaciones en el campo familiar. Así, entre 1989 y 1992, las páginas de ese cuaderno en blanco se fueron poblando de dibujos de chingolos, cardenales, chimangos, palomas torcaza, colibríes y muchos más. Con tal de observarlos de cerca, este precoz autor era capaz de meterse hasta las rodillas en una laguna, completamente vestido, o de esperar con paciencia detrás de alguna planta, quieto como estatua, por un tiempo indefinido que no se regía por los segundos ni minutos de los humanos. Era el tiempo propio de la naturaleza y, sumergido en él, Matías era feliz.
Siempre se sintió un poco bicho raro. Eran, justamente, animales e insectos de todo tipo los que ocupaban buena parte de sus pensamientos, en vez de obsesionarse, como un “chico normal”, con los videojuegos o algún deporte. Pero había alguien que lo entendía a la perfección: su mamá. Cuando tenía once años, ella fue quien lo alentó a que se embarcara en una expedición a la Patagonia con fotógrafos profesionales. Pasó un mes entero en Esquel y el Parque Nacional Los Alerces, y otro en el glaciar Perito Moreno y El Chaltén. Un día, el grupo de exploradores amanecía rodeado de pingüinos; otro, subía un cerro para llegar a una cascada escondida o construía una balsa con troncos para cruzar un lago. Matías era el único niño en la expedición. Una noche, decidió no armar su carpa y dormir en el portaequipaje de la camioneta, mirando las estrellas.
“Todo ese paisaje y esa sensación de libertad fue alucinante. Encima, eran tiempos previos al celular, a WhatsApp. Fue una locura. Ahora que soy padre, no sé si me animaría a hacer lo mismo con mis hijas ¡y eso que fue lo mejor que me pasó en mi vida! No sé cómo a mamá se le ocurrió algo así, pero sucedió. A veces, te ponés a mirar tu propia vida para atrás y hay cosas que pasaron porque tenían que pasar”, reflexiona hoy, a los 43 años, este fotógrafo y conservacionista que, además, creó su propia reserva natural en la provincia de Misiones hace una década. Su sueño de tener su propio parque nacional se hizo casi literalmente realidad. “Estoy todo el día viviendo en ese Disney que me había imaginado de chico: mi parque de diversiones se convirtió en mi vida de adulto”, admite.
-¿Cómo llega un chico que coleccionaba revistas National Geographic en los 90 a convertirse en el dueño de una reserva natural en Argentina?
-San Sebastián de la Selva era una chacra del montón en Misiones, que se trabajaba a nivel familiar. Tenía una parte desmontada porque ahí los dueños habían hecho ganadería y habían sacado los árboles; décadas atrás, esa era la forma de la gente local de ganarse la vida. Entonces, ese lugar, como muchos otros de la zona, cambió mucho en los últimos 70, 80 años. Cuando lo conocí, me enamoré. Fui comprando las 100 hectáreas totales de a poco, con la idea de llevar adelante un proyecto de restauración ambiental para que la selva pudiera cicatrizar esa herida. Todo lo que estaba haciendo Douglas Tompkins en Esteros del Iberá me inspiró un montón. Me identifico mucho con esa forma de pensar de que “si está dañado, arreglémoslo; si te dicen que no se puede, sí se puede, porque todo es posible”. Además, compré San Sebastián justo cuando estaba por nacer mi primera hija. Tenía mucho sentido, para mí, trabajar en la restauración del planeta justo cuando ella llegaba al mundo.
-Pero no tenías la espalda para ser un filántropo ambiental como Tompkins, ¿o sí?
-¡No, para nada! El camino que encontramos fue empezar a vincular a diferentes actores con nuestro proyecto ambiental, que, con los años, terminamos llamando Bayka por las iniciales de los nombres de mis hijas. Fundamentalmente, nos propusimos trabajar con empresas privadas que quieren compensar con nosotros su huella de carbono o que directamente apoyan los programas de conservación que llevamos adelante. No soy ingenuo, hay empresas que hacen las cosas muy mal, pero también soy un convencido de que la mayoría en el sector privado no participa activamente en el cuidado de ecosistemas porque no sabe cómo hacerlo ni tienen el tiempo, y ahí entramos nosotros a darle la posibilidad de hacerlo. Diez años atrás, la idea parecía un delirio, pero acá estamos: hoy, muchas organizaciones nos permiten ejecutar, a pedido de ellas, las acciones que el planeta necesita.
-Hace casi 40 años que estás observando la naturaleza y sus cambios. ¿Sos optimista frente a la crisis ambiental que estamos viviendo?
Sí, lo soy. Primero, por una cuestión personal. Creo que cada quien elige si quiere quedarse llorando y lamentándose (lo cual, para mí, no tiene sentido) o si quiere tomar un rol protagónico, que es un regalo aunque abrir los ojos tiene un costo. Yo voy por la ruta y no soy ajeno a decir: “Se prendió fuego acá, deforestaron allá”. Pero también soy optimista porque la naturaleza es una aliada alucinante. Al haber arrancado tan de chico, comprobé por experiencia propia que podemos volver atrás con muchos errores que cometimos. Iberá es un gran ejemplo: yo fui a los diez años de campamento y solo había vacas; hoy, están los monos, los ciervos de los pantanos, los carpinchos, los yacarés. Vi de primera mano esa evolución y vi además que se hace de la mano del ecoturismo, es decir, que la conservación genera trabajo y desarrollo en las comunidades. Ahora, necesitamos más personas que puedan cambiar la mirada. Histórica y culturalmente, cultivar hasta la última esquina de la Argentina era servir a la patria. Y, durante décadas, esa mentalidad no estuvo mal porque parecía que había infinitos bosques, infinitas selvas, infinita madera para construir vías del ferrocarril, etc. Hoy, esos infinitos ya no están más: nos dimos cuenta del límite y tenemos que elegir restaurar ecosistemas con toda su biodiversidad. No podemos seguir yendo para adelante como si nada porque ya nos ponemos en juego a nosotros mismos.
Odisea de la selva
Matías todavía conserva esa primera guía de aves que creó —de la cual, vale aclarar, solo existe un único ejemplar— en la biblioteca de su casa. Convive, entre otras cosas, con una colección abrumadora de revistas National Geographic y con otro libro de su autoría, Islas Malvinas, la otra cara. “Me fui a las islas en 2010 sin otro objetivo más que irme a un rincón del mundo en donde pudiera sentirme completamente solo y eso fue lo que logré, conviviendo con increíbles colonias de aves y mamíferos marinos. El lugar es alucinante a nivel naturaleza y, cuando salió el libro, la gente me preguntaba si eso realmente eran las Malvinas. Tenemos a las islas muy arraigadas en nuestro ADN argentino pero, al mismo tiempo, solo las conocemos por asociación a la guerra. Mis fotos muestran algo muy distinto. Lo loco es que, a través de la naturaleza, podemos observar que las Malvinas son un pedazo de estepa patagónica cortada del continente y arrastrada 400 kilómetros para adentro del mar: allá, por ejemplo, están los mismos pingüinos que en Chubut, y los mismos albatros vuelan del continente a las islas, sin reconocer fronteras”, relata.
La idea del libro surgió de manera espontánea, después de volver de su viaje, y lo editó él mismo, de manera independiente. Matías confiesa que toda su carrera se fue construyendo así, según sus inquietudes y su curiosidad: “No tengo demasiada educación formal en nada en particular. Me preguntan: ‘¿Sos biólogo?’ No. ‘¿Estudiaste fotografía?’ No. ‘¿Sabías cómo armar una propuesta de ecoturismo?’ Tampoco. ‘¿Y cómo restaurar ecosistemas?’ ¡Menos! Pero aprendí haciendo. Para mí, el hacer tiene un peso muy fuerte. Desde chico, me costaba mucho estar sentado y que me enseñaran las cosas a una velocidad que capaz no era la mía. No era de la teoría: a mí me gustaba aprender algo y enseguida salir a ver si eso funcionaba o no”.
Ese modus operandi no le salió nada mal. Hoy, Bayka no solo está compuesta por las 100 hectáreas de San Sebastián de la Selva sino que también se sumaron otras 37 de una nueva reserva que creó Matías con el nombre de La Morita, en honor a su mamá. “Es un ambiente exuberante espectacular, con bosques de tacuara, que son como unos bambúes muy grandes, y desde acá podemos ver el río Iguazú justo antes de que caiga a las cataratas”, describe. Su trabajo en este punto del planeta es vital: la selva misionera es uno de los ecosistemas de mayor biodiversidad del mundo, pero también uno de los más amenazados. Por caso, solo en San Sebastián y La Morita, hay un 37% de todas las especies de aves de la Argentina presentes.
-¿Por qué plantar árboles es tan importante?
-Cada vez tenemos más fragmentación o pérdida de hábitats y, cuando uno planta un árbol nativo, pasan muchas cosas positivas. Por un lado, lo más básico: restaurás la cobertura de ese lugar, protegés y nutrís el suelo. Después, ese árbol empieza a generar oxígeno y absorbe carbono, lo que ayuda a mitigar el cambio climático. También, cuando empieza a crecer, ese árbol da frutos y flores, entonces sostiene mariposas y aves. Así, trabajás sobre la crisis de biodiversidad. Y cuando vos no plantaste un árbol, sino 10.000, ¡hiciste un parque! Así, se benefician un montón de insectos, de mamíferos, de aves, etc. Pero yo sumo un beneficio más del que se habla poco, que es la simple belleza de un lugar natural. El tipo de turismo que más crece en los últimos años es el ecoturismo y eso quiere decir básicamente que salimos de la ciudad para ir a un lugar con naturaleza: una playa, una montaña, una selva. Restaurar un pedacito de selva o un río nos permite pararnos y decir: ‘Qué linda cascada, qué lindo árbol’. Esto tiene un valor importante, a veces, más de lo que nos percatamos porque, como especie, necesitamos maravillarnos con lugares naturales.
-¿Te acordás del primer árbol que plantaste?
-Me acuerdo perfecto. Compré la reserva en marzo de 2013 y mi hija nació en mayo. Lo primero que hicimos fue plantar tres timbó en junio de ese mismo año: uno mío, uno de mi mujer y uno de mi hija, que tenía un mes de vida y ya estaba allá en la reserva con nosotros. Los plantamos lo suficientemente lejos para que pudiesen desarrollarse, pero lo suficientemente cerca como para que las ramas, cuando crecieran, se mezclaran, se conectaran. Fue, sobre todo, un gesto. ¿Qué cambiaba plantar esos tres árboles solos, más ahora que estamos plantando 10.000 solamente en la temporada de otoño? No mucho, pero es como la piedra fundamental. Hoy tengo tres hijas y siento que Bayka es un proyecto de familia. De una familia que eligió dedicar tiempo, recursos, vacaciones, ideas y demás a trabajar en restauración ambiental. Y está buenísimo porque mis hijas están creciendo y cada vez participan más. Medio en chiste, medio en serio, digo que ellas son mi consejo asesor. Al fin y al cabo, es el planeta que quiero dejarles para ellas, entonces me interesa lo que opinan. Los chicos de hoy son los tomadores de decisiones dentro de 20 años y tenés que darles la posibilidad de conectarse con la naturaleza.
-“Solo podemos conservar lo que conocemos”, decís en varios videos de tus redes sociales. ¿Cuál es la propuesta de ecoturismo de Bayka?
-Cuando creás un vínculo con algo o alguien, esa conexión te permite empatizar y respetar. Por eso, para mí es clave que este tipo de proyectos sean de puertas abiertas: que quien escucha toda esta historia pueda vivir la experiencia en carne propia. En San Sebastián, tenemos un lodge con todas las comodidades (cabañas con luz, agua, conexión a internet) y servicio de gastronomía. Son 100 hectáreas con diez kilómetros de senderos, un lago, un arroyo, y toda esta flora y fauna exuberante a total disposición. Estamos a una hora de las Cataratas de Iguazú, con una conectividad por ruta con asfalto, así que es ideal combinar ambas visitas. Eso sí, tratamos de mantener un turismo de muy baja carga: en toda la reserva puede haber unas 15 personas como máximo, para que la gente esté cómoda y disfrute y, desde ya, para minimizar el impacto sobre el ambiente. Vienen desde familias con hijos chicos hasta fotógrafos profesionales y bird watchers. Estamos abiertos todo el año y cada época tiene su encanto único. Yo mismo, que vengo una semana al mes desde hace diez años, me sigo sorprendiendo y maravillando cada vez que vengo.
Más info
Lodge San Sebastián de la Selva
Reservas a sansebastiandelaselva@gmail.com
En Bayka se puede conocer más acerca de sus proyectos ambientales.
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