Su abuelo la fundó en 1952. Hoy, 71 años después, Marcelo Piticoglou cuenta los secretos del baklavá y el kadaif que elabora con las mismas recetas de su ancestro.
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Cuando en Buenos Aires todavía pasaba el tranvía, los hombres usaban sombrero, y las fotografías eran en blanco y negro, Anastasio Piticoglou, un joven de 23 años, alquiló un pequeño local con un socio armenio, sobre la avenida Scalabrini Ortíz, por aquel entonces sin asfaltar, cubierta por adoquines y conocida con el nombre de Canning. Anastasio, de apodo Taso, era griego, o hubiera querido serlo: a causa de la guerra, y al momento de parir, su madre se encontraba en Esmirna, una ciudad de Turquía.
El apellido tampoco era Piticoglou sino Petidis, pero como había que cambiarlo, mutó de “Peti” a “Piti” y se agregó “oglou” que significa “hijo de” en turco. Anastasio tenía poco más de trece años cuando desembarcó en Argentina para quedarse a vivir. No era la primera vez que llegaba al país: como mecánico naval de un buque mercante, había viajado dos veces más y había vislumbrado una posible vida lejos de la guerra, -y de la familia como consecuencia-. En el tercer viaje, descendió del buque, pisó suelo argentino y se quedó para siempre. “Le encantó, cuando vino acá... con el tema de la guerra, estaba todo devastado allá, hambre, miseria. Vino y para él fue el paraíso”, dice Marcelo Piticoglou, el nieto de Taso.
El primer tiempo en Buenos Aires, Anastasio se las rebuscó como pudo: vendió naranjas, trabajó en una aceitera, arregló radios. Después de ocho años de caminar la ciudad, alquiló un pequeño local, ubicado delante de un asilo griego. Como el negocio lo comenzó con un socio de nacionalidad armenia, llegaron a un acuerdo para bautizar el local con un intermedio de países: eligieron “Damasco” en honor a la capital de Siria, aunque ninguno hubiera nacido en aquel país. Era el año 1952, y comenzaron con lo mínimo: vendían dos postres, pocas legumbres, algún condimento. En 1955 el socio armenio se fue y Anastasio quedó trabajando solo. En los años 80, después de mucha labor, logró comprar un local a una cuadra de ahí, donde actualmente se encuentra la Confitería Damasco, en Scalabrini Ortíz 1283. Trabajaba junto a su hijo, Juan Carlos, y, años más tarde, se sumaría Marcelo, hijo de Juan Carlos, y quien administra la confitería hasta el día de hoy. Marcelo es un experto pastelero, amante de los autos; y tiene razón cuando afirma que su abuelo fue un visionario.
De la mecánica a la pastelería
Al igual que Anastasio, él también es mecánico, pero lo suyo son los autos, y para él eso es una pasión, “las manualidades de mi abuelo las heredé, hago de todo un poco”. Durante diez años trabajó en un taller donde armaban autos de carrera. Cuando el abuelo, entrado en edad mayor, dejó la confitería, Marcelo recibió un llamado de su padre: lo necesitaba detrás del mostrador, “me pidió que viniera a la confitería, y acá estamos, no es mi pasión, pero lo hago con amor”, dice él que decidió montar un taller mecánico en el garage de la casa del padre. Allíí restaura autos viejos, arma alguno que otro de carrera, “despunto mi vicio, cuando puedo”. En el mientras tanto, que es bastante tiempo, vende especias llegadas de Líbano, conversa con viejos y fieles clientes, o elabora los postres más dulces de todos los tiempos: baklava y kadaif.
La pastelería más dulce del mundo
En Damasco, Siria, tienen una costumbre muy acorde a la cantidad de azúcar que llevan sus postres. Fuera de cada panadería hay una jarra de agua y un vaso “público” para beber, luego de haber probado alguna delicadeza almibarada. En la confitería Damasco de Buenos Aires, los postres eran elaborados, primero y antes que nadie, por Anastasio. Al tiempo llegó Panayota, una amiga griega de la abuela de Marcelo, que trabajó ahí durante 20 años.
Marcelo empezó a ir a la confitería a los diez años, “de chiquito andaba por acá como pulga”, recuerda. Aprendió a elaborar la pastelería mirando a los maestros -el abuelo, el padre y Panayota- que diariamente estiraban la masa filo, picaban nueces, ponían azúcar al fuego. “Antes, mi abuelo, hacía la masa filo solo con palos, la estiraba con un palo grueso, de 2 metros”. Uno de los postres más tradicionales y buscados en el local de Scalabrini Ortiz es el baklavá. Está hecho a base de masa filo, una masa finísima de difícil elaboración que, actualmente, se estira con palo, pero también con la mano, a puño. Durante la producción de la masa filo se utilizan lienzos que tienen un entramado especial, son un poco abiertos aunque no del todo, y le permiten a la masa respirar. He aquí, uno y solo uno de los cientos de secretos que sobrevuelan la cocina de esta tradicional confitería.
Marcelo sabe hacer baklava, y también kadaif, uno de los postres más complicados porque hay que deshilachar ese entramado de masa, parecida a delicados cabellos de ángel, y fraccionarla a la medida de una mano. Dentro se pone nuez picada y se lo envuelve con los dedos, uno por uno, “si no lo envolvés bien, cuando vas enrollando se abre y se escapa la nuez”, dice el especialista.
Confitería Damasco: tradicional y surtida
Los estantes de madera fueron construidos por Anastasio a mano, algunos se renovaron, otros son originales. En cada anaquel hay un producto diferente, algunos importados de Líbano. Hay clientes que piden bolsas de masa filo, otros van a la heladera de salados y eligen hummus (hecho con garbanzos remojados y no de lata), keppe, “albóndiga condimentada con las más ricas especias, rellena de carne picada y trocitos de nuez, y por fuera trigo burgol”; o queso feta de Grecia, “…de origen natural, con un sabor bien definido, de consistencia firme, textura única y de color extremadamente blanco”.
Hay amarettis, anís y esencia de agua de rosa. Hay de todo, y también algo intransferible como los secretos que nada tienen que ver con lo que no se cuenta, sino con la experiencia que viaja desde el pasado, y se sostiene de generación en generación.
Confitería Damasco. Av. Scalabrini Ortiz 1283 (CABA). T: 11 4773-2146. De lunes a sábados de 9.30 a 18 hs.
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