Consagrado como destino top por el jet set norteamericano a mediados de los 50, son enclaves que merecen mucho más que una escapada desde Napoli.
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“Costiera amalfitana”. Dígalo así, en italiano, que queda más chic. Hay que hacerla con descapotable y foulard; la melena al viento y los anteojos negros para sentirse un poco como Greta Garbo, que visitó Ravello en 1938 e intentó –infructuosamente– esconderse en Villa Cimbrone con su amante Leopold Stokowski, casado y 23 años mayor. No hay como estar enamorada para trepar con entusiasmo los 62 escalones de la catedral de Amalfi y así admirar de cerca su puerta de bronce del 1060, la primera traída a Italia desde Constantinopla. Y ni qué hablar de la sensación de Jackie Onassis combinada con Grace Kelly y un toque de la Loren que da navegar en lancha propia bajo el arco de los Farallones, con la chalina al viento, claro. Las tres divas anduvieron por Capri, honrando la fama de exclusiva y elegantísima que tiene bien ganada la isla.
Son unas vacaciones paquetas, para qué mentir. Pero hay mucho más de la atmósfera, que en definitiva es aire, y sigue siendo gratis en todas partes, que de lo que de verdad hay que pagar. Están, sí, los hoteles de lujo como el Caruso, el San Pietro o Tre Ville, las tres villas que tuvo Zeffirelli. Están también los B&B, las trattorias, los cafés al paso… Y los placeres posibles. Como los atardeceres sobre las barrancas de la ciudad, esas en las que, según la leyenda, las sirenas con su canto hacían estrellar a los navegantes embelesados. “Sirenide” sería el nombre original y basta con ver esos acantilados para comprender que las ninfas marinas, si existieron, bien pueden haber escogido esta bahía con vista al Vesubio como morada. En lo alto, se destaca el hotel Excelsior Vittoria, que abrió en 1834 y aún pertenece a la familia Fiorentino. Se cree que allí estaban emplazadas las villas del emperador romano Augusto.
La fama de la región no es de hoy. Sorrento y alrededores formaron parte, desde finales del siglo XVIII del Grand Tour, el viaje de instrucción que los jóvenes de buenas familias, comenzaron a hacer a mediados del siglo XVI, como una manera de completar su educación. Era una empresa difícil, costosa, de al menos tres años, que comprendía Holanda, Alemania, Francia, Suiza y especialmente, Italia. Ya Boccaccio había elegido Ravello como lugar de nacimiento para Landolfo Rufolo, protagonista de uno de los cuentos del Decameron (1351).
El jet set vino mucho después. Después de que sarracenos, normandos y aragoneses se frieron en enfrentamientos y superpusieron con condados, ducados y reinos varios. Cuesta creer mientras uno avanza por las mil y una curvas de la SS 163, la ruta panorámica que el rey borbón Fernando III comisionó en 1853 para sus carruajes a caballo, que hasta mediados del siglo XIX no haya habido un camino que hilvanara estos pueblitos horadados en la roca y suspendidos sobre el Mar Tirreno.
Como las distancias son cortas y los centros urbanos pequeños, la costa amalfitana pocas veces merece más de una noche en un “Grand Tour” versión siglo XXI. Quién pudiera tomarse tres años como antes. A lo sumo, un día para cubrir Amalfi-Positano-Sorrento y otro para Capri. Está bien para una primera impresión, pero es escaso para conocer de verdad: sólo Capri merece un mínimo de dos días. En resumen, hay que tomarse una semana.
1. Sorrento
Empezamos por lo que tenemos más cerca. Caminamos a ambos lados de la plaza Torquato Tasso por el Corso Italia, la calle principal de la ciudad. Hacemos el primer contacto con el producto regional por excelencia: el limón. En los puestos de verdura hay unos grandes como melones, y en los negocios se lo consigue en versión jabón, caramelo, licor, estampado en delantales, manteles, cerámica. Tomamos la Via San Cesareo y nos sorprenden los frescos del Sedile Dominova, donde los aristócratas del Medioevo decidían sobre asuntos administrativos y políticos. Hoy, bajo la gran cúpula azulejada se sientan los parroquianos jubilados a jugar a las cartas.
Nos montamos en el trencito panorámico, pasamos por el polifacético Museo Correale –que a su ecléctica e interesantísima colección agrega magníficos jardines y vistas– y llegamos sin esfuerzo al puerto.
2. Capri
Madrugar en vacaciones no es plan, pero esta vez remolonear no es lo aconsejable. Hasta las 9:30 hay muchísimas frecuencias –más de alíscafo que de ferry– que van mermando a medida que avanza la mañana. Nosotros tomamos uno de las 11.25 y al mediodía llegamos al puerto de Marina Grande. Enganchamos con la excursión que hace el Giro del’Isola y ahí nos enteramos de que ni ayer ni hoy se está pudiendo acceder a la famosa Grotta Azzurra por alta marea. Oh no. Gran frustración gran. Pero a poco de avanzar el color turquesa cristalino del agua de Capri va haciendo de bálsamo sobre nuestra tristeza. Las demás grutas, la Verde, la Blanca, son mucho más que premios consuelo, si bien es cierto que el hecho de ingresar en un bote a remo por esa cavidad tan pequeña y encontrarse en una gruta celeste de 25 metros de ancho por 60 de largo, no es algo de todos los días. Se cree que la Grotta Azzurra era el ninfeo –monumento dedicado a las ninfas– preferido de Tiberio, sucesor de Augusto, que se trasladó a Capri en el año 27 y gobernó desde allí el imperio romano hasta su muerte, 10 años más tarde. Son muchas las huellas de Tiberio en la isla: se destaca Villa Jovis, la más grande de las 12 villas que mandó construir, y donde, según Suetonio, el emperador mantenía descomunales orgías.
El acceso a Villa Jovis no es simple (Tiberio la construyó como una fortaleza porque tenía miedo de que lo mataran), pero resulta curioso conectar los escándalos sexuales del siglo I con el refinamiento actual. Evocar los encantos de un sitio tan minúsculo y maravilloso que atrajo tanto a Tiberio como a Onassis. Y a todos los que estamos en la embarcación que justo en ese momento pasa bajo el arco natural de los Farallones. Es un pasaje estrecho que enfilamos derecho y en el que coincidimos con un kayak. Qué momento. El guía no pierde oportunidad de recordar que la tradición indica que aquí los enamorados deben darse un beso. Beso. Foto. Felicidad.
Con la cuenta regresiva en marcha, tomamos el funicular y damos una vuelta por Capri. Llegamos hasta el mirador para ver los Farallones desde arriba y bajamos a toda velocidad, espiando las vidrieras lujosísimas, los hoteles con vista espectacular que se detectan en el camino, cada vez más convencidos de que deberíamos habernos quedado una o dos noches más.
3. Positano
Pequeño pueblo vertical que sintetiza con honores lo mejor de la costa amalfitana. Tiene todo: la cúpula azulejada de la iglesia de Santa Maria Assunta, los ateliers de cerámica (el más famoso es el de Umberto Carro), las boutiques de ropa de lino, las escaleritas empinadas y no tanto que bajan a las únicas dos playas del lugar, Fornillo y playa Grande, y dos o tres calles en forma de herradura que permiten pasar de un lado al otro del acantilado sobre el que se desgrana el pueblo.
Hay que “patear” Positano para apreciarla como merece. La conocida “scalinatella” que conduce a la Playa Grande concluye a los pies del agradable cuatro estrellas Buca di Bacco donde sentarse a tomar un trago al atardecer. Si está en buena forma, también puede apuntarse al trekking más conocido de la región. Con el sugestivo nombre de Sentiero degli Dei (Sendero de los Dioses) son los 12 km que unen Positano con la vecina Praiano. La huella sale de la Via Chiesa Nuova, al Norte del pueblo, y no es un circuito apto para quienes sufren de vértigo. La vista del mar azul desde los acantilados es una maravilla, que incluye el gran hueco natural de Montepertuso. Para volver a Positano, es posible tomar un bus en Praiano, pero mejor plan es seguir hasta Marina di Furore, una pequeña playa que se abre entre las paredes verticales de los montes Lattari.
4. Amalfi
En mi visita anterior a la zona, recordaba haber dormido aquí en un hotel-convento con una panorámica increíble. Muchos años después, no me cuesta encontrarlo. Está colgado de un abismo y conserva la larga serie de arcos amarillos que recordaba. Planeamos cenar allí: en verano atardece después de las 19 y hay claridad hasta las 21.
Viajeros de paladar gourmet harán bien en saber que en esta pequeña península hay nada menos que 15 restaurantes con una o dos estrellas Michelin: la geografía se presta para rendirle culto a la buena vida. Amalfi tiene uno de estos templos donde dan ganas de comer y dopo morire, como se dice de Napoli. Se llama La Caravella. Sin tanta alcurnia, pero con una vista magnífica, otro a tener en cuenta es Eolo, del hotel Marina Riviera.
Cuando la noche ya es negra, es hora de dar una última vuelta por la plaza de la Catedral. Como buen destino de paso, la agitación del día mengua cuando se va el sol. Es el momento de comprar unos chocolates en Pansa, tomar agua de la bella fuente de Sant’Andrea y caminar por las callecitas medievales que se pierden desde la principal y van zigzagueando por irregulares pasajes. Amalfi, a diferencia de Positano, sí tiene un centro y es aquí, entre las mesitas de los cafés y la escalinata del Duomo, donde la gente se reúne a toda hora.
5. Ravello
Hay que volver a pasar por Amalfi –y por Positano, por Praiano, por Furoro– para llegar a Ravello. Lejos de ser molesto, es una reincidencia en la felicidad.
Después de estos días de compañía permanente del mar, resulta extraño visitar un pueblo tierra adentro. Ravello no tiene playa y es esa carencia la que le da su carácter especial. La plaza es amplia y escénica; un gran atrio para la espléndida catedral. Fundada en 1086 y reconstruida en varias ocasiones, conserva los ambones de mármol donde figuran las pistrices, símbolo de la ciudad. Son monstruos mitológicos que aparecen de un lado engullendo al profeta Jonás y del otro, escupiéndolo. Al lado, el púlpito del Evangelio, atribuido a Nicolò di Bartolomeo da Foggia en 1272, es una obra soberbia en la que seis leones sostienen retorcidas columnas con incrustaciones bizantinas.
Sobre la plaza misma está el ingreso a uno de los jardines más importantes de Ravello y de Italia: Villa Rufolo. Dicen que en su período de máximo esplendor, en el siglo XIII esta “pequeña Alhambra” llegó a tener más ambientes que días el año. Fue propiedad de las familias Rufolo, Confalone, Muscettola, D’Afflito, hasta que cayó en manos del escocés Francis Neville Reid durante los siglos XIX y XX. Tras conocerla en 1880, Wagner escribió en el libro de visitas “el jardín encantado de Klingsor ha sido encontrado”, refiriéndose al escenario del segundo acto de su ópera Parsifal. Villa Rufolo es, cada año, escenario del importante festival de verano de Ravello, en el que se presentan conciertos de orquestas, de música de cámara, ballets y películas.
El otro parque imprescindible es Villa Cimbrone, considerada como uno de los ejemplos más importantes que la cultura paisajística y botánica anglosajona ha dado en el área mediterránea entre 1800 y 1900. Adquirido por Ernest William Beckett, Lord Grimthorpe, en 1904 (tras haberlo conocido y admirado en lo que fue su Grand Tour), fue gracias a un ravelés muy conocido en Inglaterra, Incola Mansi, que el lugar fue ganando sus templetes, estatuas, ninfeos, fuentes y todo lo que formaba parte de la reinterpretación de una villa romana en aquel entonces.
Beckett murió en Londres en 1917 y sus restos fueron sepultados en Ravello, junto al Templo de Baco. Villa Cimbrone quedó en manos de su hija Lucy, que cuidó del parque con esmero. Fue durante esta época que tantos personajes ilustres visitaron Il Terrazzo dell’Infinito, espléndido mirador natural que Gore Vidal mencionó como el lugar más bello del mundo. Sembrado con estatuas que miran al mar, es una de las postales más fotografiadas de Ravello.
Adquirida en los 60 por la familia Vuilleumier, que se dedicó a crear un hotel de lujo en la villa principal y recuperar los jardines –abandonados después de la Segunda Guerra Mundial–, hoy están abiertos al público, y constituyen una de las tantas bellezas que Francesco nos anunció como parte de esta inédita concentrazione.
Comemos en la una terraza observando el Valle dei Dragoni y el pueblo de Scala justo enfente. Pedimos la última caprese, que no es una ensalada, sino una torta típica de Capri de chocolate con almendras, que no lleva harina. Elegimos la variante de limón, como para empezar a ponernos nostálgicos con la despedida. Volvemos de noche otra vez a Meta. Llegamos a tiempo. Francesco está despierto. “Tenías razón”, le decimos. Y sonríe, satisfecho, como diciendo, ya lo sabía.
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