Una pareja de Buenos Aires eligió esta zona remota de la Patagonia austral, en frente de un glaciar y con vista al Fitz Roy, para vivir la mitad del año y recibir huéspedes.
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“Nos conocimos en nuestra segunda etapa de la vida, con hijos adolescentes. Teníamos muchas ganas de tener un proyecto juntos y empezamos a buscar el lugar para poder hacerlo”, relatan Patricia “Pato” García e Ivor Matovic, anfitriones desde hace diez años de Aguas Arriba, un lodge inmerso en el bosque y a orillas del Lago del Desierto, ese que tuvo en vilo a la Argentina y Chile tiempo atrás, un dominio de lengas y ñires que se encienden de un rojo furioso durante el otoño.
Pato había visto una foto del Fitz Roy a los 17 años que la marcó para siempre. “Cuando llegué a El Chaltén por primera vez y fui a caminar por el lago me di cuenta que era el lugar que estábamos buscando”, cuenta. Al pueblo lo pasaron de largo: “faltan árboles”, pensó ella, que trabajó 20 años como paisajista en Buenos Aires y es amante de la naturaleza y los lugares intocados. El flechazo fue en una caminata por el lago, cuando descubrió los líquenes, los glaciares colgantes, los huet huet que se le acercaban, los picos invertidos reflejados en el agua.
Ivor, un ingeniero de origen sudafricano, también buscaba un cambio después de 27 años de vida corporativa. Amante de la vida al aire libre, estaba listo para una nueva aventura y Pato era la compañera ideal para concretarla. Juntos visitaron lagos, montañas y varios pueblos de la Patagonia argentina y chilena, antes de llegar a El Chaltén, donde encontraron el terreno perfecto para construir su paraíso personal.
“Tuvimos la oportunidad de comprar un campo con costa de lago propia a orillas del lago, al que sólo se podía acceder en lancha, porque no había camino para acceder en auto, y así comenzamos con la difícil aventura de construir en un lugar tan remoto”, cuentan los dueños.
A Aguas Arriba sólo se accede por vía lacustre o a pie, al cabo de tres horas de trekking por un sendero que bordea el lago. Justo enfrente del glaciar Vespignani, la casa es la única del Lago del Desierto y se camufla entre 800 hectáreas de follaje destinadas a la conservación del huemul y del medio ambiente.
Los 2.500 viajes en lancha
Pato e Ivor nunca imaginaron que el proyecto viraría en una hazaña: hicieron falta 2.500 viajes en lancha para transportar –a lo largo de cuatro temporadas– los clavos, la madera, los artefactos y los muebles para equipar la casa. Fue una tarea titánica, alimentada por un sueño aún mayor.
“Todo fue muy difícil y se hizo con mucho esfuerzo y pasión. Desde el primer momento sabíamos que el hecho de que no hubiera camino para llegar iba a traernos dificultades. No había electricidad, ni gas, ni ningún tipo de servicio y la logística de abastecimiento fue realmente compleja”.
La burocracia fue otro obstáculo a sortear con paciencia. A todos los requerimientos para poder construir y años de presentar documentos, se sumaron los estudios de impacto ambiental: “Teníamos muy en claro que queríamos cuidar el lugar, esa era nuestra mayor premisa, a pesar de lo remoto, queríamos proyectar un emprendimiento sustentable y dedicarnos a la conservación de todo lo que nos rodeaba”, explican.
Fueron 4 años de obra, durante los cuales vivieron en un campamento. Quisieron construir sólo cinco habitaciones (todas con ventanales al lago, al glaciar y al Fitz Roy), para garantizar la mayor intimidad y calidez posible “y que los huéspedes se sientan como amigos en su casa”.
Utilizaron materiales nobles, madera de ciprés, piedras traídas de la playa, techos negros y mucho vidrio para que se reflejen las montañas, el glaciar y el lago.
El lago y la cara norte del Fitz Roy entran directamente a la casa a través de amplios ventanales. El hogar a leña siempre prendido, la madera que cruje al pisar, la música suave y los aromas caseros que salen de la cocina son una constante en el refugio soñado de Pato e Ivor. Anfitriones sin esfuerzo, no les pierden el rastro a los huéspedes y acompañan a recorrer los senderos, como el que lleva a unas cascaditas a metros de la casa, donde suele verse una pareja de huemules muy campantes. O al glaciar Vespignani, del otro lado del lago.
Pato despunta el vicio de la botánica y se detiene a señalar cada florcita o planta en un bosque que parece encantado, con lengas de más de 400 años y rocas tapizadas de musgos fluorescentes. “Es un bosque denso de 300 años, con senderos que acaban en peñones increíbles, playas de arena, cascadas con pozones... hay de todo”, explica ella, que todavía se dedica a su profesión en Buenos Aires cuando el lodge cierra sus puertas, en otoño.
Sus huéspedes siempre les preguntan cómo fue que llegaron hasta ahí y ellos responden que “nunca es tarde” para cumplir los sueños: “Todos tenemos alguna pasión que quedó relegada por el transcurrir de la vida. Tocar un instrumento, escribir, viajar o pintar…en nuestro caso, somos apasionados de la naturaleza, del bosque, la montaña, y de poder compartir nuestra casa con personas que valoren lo mismo”.
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