Reflexiones sobre este objeto fundamental en el servicio del vino, y el porqué del uso inadecuado a la hora de beber.
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Cáliz, tallo –o pie– y base componen la estructura de una copa. Cuando en ella se sirve vino, este queda distraído detrás del racimo de dedos aferrado al cáliz. ¿Qué razón se impone para ignorar la existencia del tallo, que es por donde se debe asir la copa?
Miremos un poco hacia atrás, cuando las comidas sociales se sellaban con una sobremesa regada por destilados y humos de cigarro, dos aliados que le daban sentido a ciertos hedonismos que prescribieron. Durante el reinado secular del cognac y del armagnac (venerables alcoholes de idéntica naturaleza, concebidos en los territorios homónimos de la bella Francia) el rito implicaba –e implica aún– servicio en copa panzona y retacona, de boca estrecha y tallo breve. Tomada por la base del cáliz, se encaja el tallo entre los dedos medio y anular, y se la hace girar suavemente, de manera que la mano vaya atemperando el alcohol para apreciar mejor los atributos aromáticos de su composición y crianza. En el pasado, los ambientes eran fríos –a pesar de las estufas y chimeneas– y las bebidas requerían “aclimatarse”; el vino también, que hoy día llega a la copa listo para ser bebido. Conclusión: el calor de la mano sobra.
Las huellas mnémicas del cognac y del armagnac perduran con tal nitidez que, asir una copa de vino por el cáliz, es asumido como una extensión del gesto que demandan los alcoholes. Por lo tanto, el tallo –que por algo es largo y estilizado– queda reducido a un mero detalle estético.
El juego de las formas
La copa de agua dejó de ser más grande que la del vino tinto, y la del vino blanco prescindió del color verde intenso, muy propio de la cristalería tallada. ¿Motivo? Esas copas, igual que los caireles de las arañas –cuya función era magnificar la luz de las velas que sostenían– replicaban una bienvenida luminosidad en las mesas.
Las copas actuales rehúyen los diseños complicados, y aunque sí hubo una serie de idas y venidas con las dimensiones –los proclives a la exageración se ensayaron entre los 90 y los albores del siglo XXI–, por fin la sensatez aflojó riendas para centrarse en medidas menos espectaculares y más prácticas de manejar. Las copas, en general, alcanzaron el tamaño y el protagonismo adecuados para dejar de ser más relevantes que su contenido.
Del juego de las formas tampoco se libraron las burbujas, cuya copa-patrón sostuvo su charme durante dos siglos, o por ahí, inspirada en los pechos de Madame Pompadour, la favorita del rey Luis XV. Ancha, redonda y chata, fue glorificada por el cine como símbolo de buena vida y convertida en objeto aspiracional.
De la voluptuosidad de Jeanne-Antoinette Poisson a la flacura extrema de la super modelo londinense Twiggy: así podría definirse el cambio radical operado en la silueta de la copa de champagne, champán, cava, espumoso. Pasó de la oronda redondez monárquica a la filiforme flute (flauta) y su variante la curvilínea tulipa, o tulipán, que remata en una discreta abertura en sus bordes. Se la considera la más idónea hasta el presente. Su figura estrecha y alargada favorece la concentración de aromas y sabores en la parte superior de la copa, a la vez que mantiene la uniformidad del rosario de burbujas que siempre dan la impresión de querer fugarse no se sabe a dónde.
Un detalle clave (sólo obvio entre profesionales y amateurs entrenados): al contrario de los vinos tranquilos, el champagne & co., no admite que se lo maree con revoleo de copa. Tal como llega a ella, se lo paladea y aprecia en toda su expresión efervescente. Chinchín, salud!