Transformaciones, novedades y planes en la ciudad de Panamá, la capital de los negocios, las finanzas, las compras y la naturaleza tropical.
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El viaje del aeropuerto al hotel es corto y elocuente: en menos de 30 minutos se entiende algo de esta ciudad que debe ser una de las más cosmopolitas de América Latina. Por las ventanillas aparece el verde tropical, las plantas enormes que enseguida se topan con la masa de rascacielos altísimos, que alojan turistas y hombres de negocios de los cientos de miles de compañías offshore que existen en el país.
El chofer de la van habla rápido, dice que el sol sale por el Pacífico y se pone por el Caribe. Habla del averaje de visitantes y un minuto más tarde entiendo que se refiere a average o promedio. En los días que siguen estaré atenta porque este país, con fuerte presencia estadounidense durante décadas, no sólo está dolarizado –bimonetario, en realidad, pero nadie piensa en balboas, la moneda local–, también muestra rastros del inglés que se cuelan en el español, mixturándolo. Lo vuelven caribeño, más reguetonero si cabe, lo redefinen, bro.
En el viaje de Tocumen al JW Marriott, el edificio más alto de la ciudad con 72 pisos, se entiende algo de la geografía, el número de habitantes –más de un millón de los cuatro y tantos que tiene el país– y algo del clima que cambia en un santiamén y en 25 minutos sale el sol y se nubla y vuelve el sol, y el esquema se repite. Por una ventanilla veo el Casco Viejo, chato y parejo. Cuando esté ahí subiré a una terraza –salvo las torres de las iglesias, no hay más alto de cuatro o cinco pisos– para ver el sunset y los buildings de lejos, y así también se habla en Panamá.
La habitación asignada queda en el piso 29 y para llegar subo por un ascensor vidriado desde donde veo el golfo de Panamá, la desembocadura del canal por donde pasan alrededor de 14.000 barcos por año y que hace poco salió en las noticias por problemas de sequía. El botones dice que, si voy por la otra entrada del edificio, la del Casino, puedo llegar al piso ¡69! y ahí hay mejores vistas, panorámicas de dron.
Más tarde subo para ver la noche urbana. En el ascensor viajo con tres gringos de 18 años recién bañados y cambiados, en plan vacaciones. Arriba, la gente toma tragos de colores, se saca fotos, escucha reguetón, el subgénero del dance hall jamaiquino que acá se popularizó con El General, Nando Boom, Gringo El Original y Danger Man, entre otros. Cosas que conoceré mañana en el Museo de Reggae en Español, inaugurado hace unos meses. Muchos de los que toman algo arriba son turistas, pero también hay reuniones de trabajo entre extranjeros y panameños. No olvidemos que en esta ciudad tienen sede casi 200 bancos de todo el mundo. Bajo por el ascensor y, al cruzar el Casino, muevo la mandíbula para destapar los oídos.
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Amanece soleado y salgo a sacar fotos por el Casco Viejo, que está en restauración desde la última vez que vine a Panamá, hace una década. Algunos edificios patrimoniales se convirtieron en hoteles de lujo, como La Compañía by Hyatt, sobre las ruinas del antiguo convento de La Compañía de Jesús del siglo XVII, o el Sofitel Legend, inaugurado este año después de una remodelación millonaria.
Hace calor, húmedo, tropical, una temperatura que llama a tomar jugos de frutas y a descansar en un lugar con aire acondicionado. Camino por calles de ladrillos prolijamente restauradas, entre restaurantes, galerías de arte, cafés de especialidad y tiendas de artesanías.
La capital fue trasladada al Casco Viejo después de que en 1670 el pirata Henry Morgan atacara la anterior, Panamá La Vieja, a unos 10 kilómetros. Hoy es un sitio arqueológico que se puede visitar y recorrer las ruinas de la catedral, el cabildo, cisternas, conventos y puentes del siglo XVI.
En el casco histórico, hay cuatro plazas: Herrera, Independencia, Simón Bolívar y Santa Ana. Las primeras tres quedan en el área más turística, la que eligen muchos jubilados estadounidenses para venirse a vivir. Por eso se lee for rent en algunos departamentos y se anuncian clases de español y, también por eso, los precios son más altos que en otras zonas de la ciudad. Frente a la plaza Herrera, CasaCasco tiene uno de los mejores rooftops con música y comida. Hago fotos de un flamboyant, acacia elegante de flores anaranjadas en su momento de esplendor. Es alto y atrás se ven edificios antiguos con una renovación tan importante que parecen nuevos, como el American Trade Hotel.
Sigo caminando hasta que me detiene un policía simpático y panzón. Dice que hasta ahí nomás. ¿Por qué? Porque p’allá, dice, es el Palacio de Las Garzas, y ahí está el presidente. ¿De dónde tú ere? ¿De España?
Laurentino Cortizo Cohen estará en el poder hasta las elecciones de mayo de 2024. Durante los días que estoy en el país pregunto a taxistas, hoteleros, chefs y gente que me cruzo por ahí si están conformes con el gobierno. En mi encuesta casera, el 90% responde que no.
Después de ver el altar de oro de la iglesia San José sigo caminando y, a media cuadra de la plaza Herrera, hago una parada en Unido, uno de los primeros cafés de especialidad que hoy cuenta con 10 sucursales en el país y una más en Washington DC. Son tostadores y ofrecen catas guiadas donde dan a conocer la cultura del café panameño que creció mucho en los últimos 15 años. Pido un café negro que cuesta tres dólares. Usan un blend de Catuai y Typica, dos variedades de arábica bastante extendidas en el país. Lo pruebo y en un sorbo siento notas amables, dulces y ácidas, frutales y voluptuosas como la selva. El terroir de gran riqueza cercano al volcán Barú, la amplitud térmica y las tardecitas de bajareque (garúa) crean condiciones de especialidad. Acompaño el café con una empanadita de guayaba y queso. Ahora sí, lista para seguir andando.
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–Yo soy del mar.
–¿De dónde?
–Te digo, del mar. Yo nací en un barco.
A don Ricardo Iglesias lo conozco en la plaza Santa Ana, que está un pelín más allá de las plazas más turísticas, sobre la calle peatonal Avenida Central, a pocos metros del supermercado El Machetazo, uno que recorta los precios como ninguno.
Lee el diario papel, es un hombre de otra época y no sólo por ese detalle. Lleva puesta una guayabera de color crema, pantalón de vestir, sombrero de ala ancha, y anteojos vintage que le compró a un revendedor por un puñado de dólares. Le pido un retrato y cuando le digo que soy argentina se saca los anteojos y primero nombra la película Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos, y después dice que de chico era canillita en Happyland, el cabaret donde se conocieron Perón y María Estela Martínez.
–Ella estaba con otras argentinas; las mujeres se disfrazaban de francesas, eran puras bellezas, pero tenían que hablar inglés porque acá había gringos. El país estaba ocupado, más de 50 bases norteamericanas había. En el cabaret, había whisky que traían de contrabando a tres dólares y lo vendían a 30 o 40. En el Happyland yo vendía periódicos y chicles. Perón estaba viviendo en Colón y vino a Panamá, ahí la conoció.
Iglesias me invita a tomar un café.
–La voy a invitar un café ahí, ve, en el Café Coca Cola, el único en el mundo que lleva ese nombre y el más antiguo de la ciudad, ahí enfrente, ¿lo ve?
Cruzamos la calle y nos metemos en el café. Adentro, lo conocen. La moza cuenta que cada día alrededor de las 11 de la mañana llega con el diario y pide lo mismo: un café negro y dos empanadas de pollo.
–Ahí, en esa mesa, se sentaba el Che Guevara cuando anduvo por acá, antes de viajar a Guatemala. Se quedó un mes en la casa de Rómulo Betancourt, el político venezolano; no tenía plata el Che, limpio estaba.
El Café Coca Cola se inauguró en 1875. Los dueños eran españoles y despachaban la gaseosa, pero lo que más se consumía en el local era café, y los cigarrillos estadounidenses.
Ricardo Iglesias vivía por acá hasta hace unos años, cuando comenzó la restauración del Casco Viejo y le ofrecieron plata por dejar su casa.
–Era una miseria y la acepté igual. Ahora no veo el mar.
Así como él aceptó irse, muchos se quedaron y, más allá de los límites turísticos, hay casas tomadas y gente que pelea por quedarse. “Sin habitantes no hay patrimonio”, leí en un cartel en la plaza Herrera. Problemas de gentrificación que se replican en tantas ciudades del mundo.
–¿Qué edad tiene?
–Estoy llegando a los 90, tengo 86.
Le saco fotos y prometo mandarlas al bar porque don Iglesias no usa redes, es un hombre de papel de diario.
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La plaza Francia tiene la belleza descascarada de las antiguas ciudades coloniales, con un obelisco de 18 metros coronado por un gallo, símbolo francés. Está rodeada de murallas defensivas que se usaron para prevenir ataques de corsarios y bóvedas con muros tan gruesos que, un siglo más tarde, se usaron como cárceles.
Salto un charco –llovió fuerte durante la noche– para asomarme a la sesión de fotos de una quinceañera con un vestido de raso azul oscuro largo hasta los pies, tiara y tul. Más allá, una chica de rojo y, a lo lejos, una más vestida de morado. Es el escenario de los books de 15, de parejas que enamoran en el malecón y turistas que compran Panama hats y molas. En el paseo Huertas, preciosas vistas del Pacífico, el Biomuseo de Frank Gehry y el Puente de las Américas. Se camina lento, un poco aplastados por el calor y otro poco entretenidos por la venta de molas, la artesanía más conocida del país, hecha por las mujeres kuna o guna.
Panamá tiene siete pueblos indígenas: los ngäbe-buglé, los emberá, los wounaan, los bri bri, y los naso-tjërdi y los guna, que son alrededor de 100.000 y viven en la comarca Guna Yala, que comprende una porción de continente y el archipiélago de 400 islas en San Blas, en el Caribe.
Ayer visité el Museo de la Mola, en la Fundación Alberto Motta, donde los curadores se preguntan a través de cinco exposiciones qué es una mola. Por un lado, están las molas turísticas, esas que venden las mujeres en el paseo Huertas, en el centro o en Bocas del Toro, y que son elaboradas por las jóvenes de la comunidad. Por otro, la mola original es parte de la vestimenta tradicional de las mujeres kuna. Antes era un vestido largo y luego una blusa. En ambos casos, una mola consiste en varias capas de telas superpuestas que se cosen a la vez, según diseños que tienen que ver con la naturaleza, el ciclo de vida de las plantas, la migración de las aves y también con patrones geométricos, como laberintos y espirales que crean efectos ópticos. Una mola puede llevar meses de trabajo manual. En el museo se exponen 200, delicadas piezas de arte atesoradas desde los años 50 por el coleccionista español José Félix Llópis y el panameño David De Castro.
Al final del paseo Huertas, me muestran la casa de Rubén Blades, Bléids le dicen, el cantante de “Pedro Navaja” y la figura más conocida de Panamá –además del boxeador Mano de Piedra Durán–, que fue ministro de Turismo entre 2004 y 2009 y que nació en este barrio, en una pensión de la plaza Herrera. Este año Rubén Blades cumplió 75 años y todavía sale de gira con su banda: Roberto Delgado Big Band. Una de las ideas que propuso mientras era ministro fue mudar las dependencias gubernamentales del Casco Viejo y reconvertir el Palacio de Las Garzas en entidades culturales, y así descongestionar el barrio San Felipe, como también se llama el Casco Viejo o la ciudad de los mil balcones. Todavía no ocurrió, pero suena bien.
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Vuelvo a la naturaleza porque Panamá City está rodeada de verde, de cerros –como el Ancón– forrados de vegetación y diversidad. Lo más accesible tanto desde el centro como desde el Casco Viejo es la Calzada de Amador, una franja de seis kilómetros de largo que se logró con tierra de las excavaciones para la construcción del Canal de Panamá. Es angosta y está conectada con tres islas: Perico, Flamenco y Naos. El final de esta última se llama Punta Culebra y hacia allí voy en una bicicleta alquilada ahí mismo, en el causeway, como le dicen. No sólo hay bicisenda, también pasan pocos autos y hay vistas del skyline de la ciudad y de los barcos en tránsito al canal. Paso el Biomuseo, todavía cerrado porque es temprano, y sigo hacia Punta Culebra. Me contaron que es el lugar con más posibilidades de ver un perezoso. Hace poco hicieron un censo y hay ocho. Podría ver el de tres dedos, el más común, o el de dos. En Panamá también existe el perezoso pigmeo, endémico de la isla caribeña Escudo de Veraguas.
–Si tienes poco tiempo no vayas a la reserva, en Punta Culebra los vas a ver en la sede del Smithsoniano.
–¿El de Washington?
–Sí, ese mismo tiene una sede aquí.
Eso converso con un guía turístico y anoto la data en mi cuaderno. La sede de investigaciones tropicales del Instituto Smithsoniano se estableció en Panamá en 1910 para estudiar el impacto ambiental que causaría la construcción del canal en los bosques tropicales, que se inundarían con la creación del embalse lago Gatún. Más de un siglo después, es un centro de investigación de los ecosistemas tropicales en los bosques y en el mar. Tiene 13 estaciones de campo en el país; emplea a 40 científicos y recibe 1.400 residentes al año; juntos publican más de 400 papers –otro tipo de Panamá papers– anuales en revistas científicas y colaboran en proyectos: entre otros, recuperar ranitas, como la arlequín, en peligro de extinción debido a un hongo que las infecta y causa muertes masivas. Trabajan a través de la fecundación artificial en un proceso bastante parecido al que se usa en la fertilidad humana. Conozco esta historia en la exhibición de ranas, donde hay un guía que cuenta y responde preguntas. Paso por acuarios de tortugas y estrellas de mar, y entro a un cuarto oscuro con varios acuarios iluminados con peces, corales y anémonas del Caribe y el Pacífico. Llego hasta la mismísima Punta Culebra y filmo un barco repleto de contenedores rosa Barbie. Sin olvidar a qué vine, pregunto por los osos perezosos y me mandan al sendero del bosque seco. Y, si no los ves, fíjate en el estacionamiento, les encanta el árbol que está ahí. El sendero es breve. Lo primero que veo es una iguana gruesa, verde brillante y con una cresta punk. Inmóvil en el tronco de un árbol, creo que me hubiera asustado si la encontraba de frente. Después veo un gallinazo grande y un arbusto con una vaina abierta, colorada, le dicen “carne de venado”. Los perezosos tienen hábitos nocturnos, salen en busca de hojas tiernas, y de día descansan. Al final, sí, aparece un perezoso enrollado en la punta de una rama. Más allá, otro que mira somnoliento y el último, uno de dos garras, en el estacionamiento, sobre la copa de un árbol, estirado, retozando. Como un cuidador de carros con fiaca.
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