El balneario al sur de Mar del Plata conquista con escenográficas playas de acantilados, impactantes atardeceres y un estilo de vida surfer. Un recorrido por sus costas para conocer todo lo nuevo que trae la temporada 2022.
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Es un día despejado y con la temperatura perfecta: sopla un viento suave continental y arma unas olas rítmicas y enruladas en la playa amplia que los locales llaman “la playa de los hoteles”. El Atlántico azota con su brío espumoso la escollera mientras que el flujo de surfers no se detiene. Llegan en sus camionetas de 4x4, en vans vintage y también en autos destartalados, que estacionan sobre el acantilado, el gran distintivo topográfico de estas playas al sur de Mar del Plata. Estamos parados sobre los últimos estertores de la serranía de Tandilia, los despuntes finales de una de las formaciones geológicas más antiguas del planeta: de un lado del acantilado, el océano y los surfers; del otro, el campo, los pastizales, las vacas, los caballos, las ovejas.
“A las seis ya estábamos en el mar, empezar el día así es un lujo. Ahora me voy a trabajar, pero vení a contarme un problema, no me importa nada”
Entre los surfers madrugadores aparece Sebastián –“Seb” Galindo–, una leyenda por estos pagos, quien en los 90 comenzó moldeando tablas en el garaje de su abuelo, el germen de lo que fue la marca Camarón Brujo. Tiene una gorra de béisbol con la visera para el cielo y la cara embadurnada de protector solar. Al lado está su hija Luli, de 15 años, que también surfea, y a diferencia de los que recién llegan, ellos ya se están yendo: él a la fábrica, ella al colegio. “A las seis ya estábamos en el mar, empezar el día así es un lujo. Ahora me voy a trabajar, pero vení a contarme un problema, no me importa nada”, dice, riendo, mientras acomoda su tabla roja para la foto.
Un rato después, otro surfer, Federico Suazo, comparte una expresión que queda rebotando en el aire: “Chapa está a punto caramelo”, dice después de confesarse “enfermo del windgurú”.
Hoy, Chapadmalal parece la patria de quienes corren olas (y de los yoguis), pero mucho antes fue tierra de caciques bravos, de aventureros, de hermanos que dividieron leguas, hectáreas y parcelas conforme iban naciendo descendientes, y luego las volvieron a subdividir y a lotear y a vender. Fue la tierra donde se construyó un legendario castillo de 80 habitaciones, cubierto con una imponente hiedra y sin luz eléctrica hasta casi entrado el siglo XXI, que visitaron presidentes, príncipes europeos y donde está enterrado el purasangre Botafogo, el caballo del pueblo, perdedor de una sola carrera.
También fue el destino de miles de familias y chicos que durante años veranearon en alguno de los nueve hoteles de tejas y estilo monumental construidos durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón por impulso de Eva. Hoteles que ocupan 75 de las 2.500 hectáreas que abarca Chapadmalal y que hasta contaban con un matadero propio para abastecer de carne a los veraneantes.
Un nuevo nombre para un viejo territorio
“Chapadmalal es un territorio, es la superficie comprendida entre el llamado Camino de las Macetas hasta el arroyo Las Brusquitas y desde el litoral marítimo hasta casi la estación de trenes”, dice Javier Tejedor, que llegó desde Córdoba cuando en el pueblo no había ni teléfono (aún no hay gas, ni cloacas) y fue testigo del lento, pero continuo crecimiento del lugar. Tanto se puede hablar con él del pasado –hasta se internó en la Sociedad Rural para acceder de primera mano a las cartas de sus primeros moradores, los Martínez de Hoz– como del presente brillante de estas playas, entre Mar del Plata y Miramar, que resurgieron rebautizadas, simplemente, Chapa.
En una de esas cartas, fechada el 14 de agosto de 1939, los hermanos Martínez de Hoz intentan convencer al ingeniero José María Bustillo, ministro de Obras Públicas de la Provincia de Buenos Aires, de hacer en parte de esas tierras “un nuevo y espléndido balneario. Sus 20 metros de altitud sobre el nivel del mar imprimen al paraje características especiales de atalaya natural, con amplio y total dominio de la vastedad infinita del océano”.
“Sus 20 metros de altitud sobre el nivel del mar imprimen al paraje características especiales de atalaya natural, con amplio y total dominio de la vastedad infinita del océano”.
Javier, que durante la pandemia decidió aprovechar el tiempo detenido para construir The Gate Beach House, un hospedaje que, “a riesgo de sonar antipáticos”, no acepta ni niños ni animales y está a un par de cuadras del mar, nos ayuda a comprender un poco la fisonomía chapadmalense: son varios barrios o urbanizaciones, todos engarzados a lo largo de la ruta 11 y que obedecen a los distintos fraccionamientos que se hicieron sobre el terreno. El primero, el más cercano a Mar del Plata, es La Paloma, hoy un surf point con una de las mejores olas de la Argentina –sólo para avanzados en el deporte–; luego viene Playa Los Lobos, que alberga una de las playas más impactantes, una barranca al mar, cuyos últimos metros se descienden por una soga. A Los Lobos sigue Playa Chapadmalal, el sector actualmente en boga y con terrenos que superan los 50.000 dólares, donde están los balnearios más conocidos, el surfer Luna Roja y el aristocrático Cruz del Sur (adonde bajan quienes tienen casa en el country Marayui). Después siguen Santa Isabel, San Eduardo –donde está el complejo turístico–, El Marquesado, con las ruinas de su exótico balneario, que duró un suspiro (una historia aparte), y el último, San Eduardo del Mar, antes de toparse con el límite del arroyo Las Brusquitas. Todo eso es el territorio de Chapadmalal.
Gallos y ranchos
Varios coinciden en que Chapadmalal viene creciendo a un ritmo sostenido desde hace cinco años, pero que la pandemia aceleró los planes de muchos que decidieron irse a vivir o pasar buena parte del año allí; en 2021, se cuadruplicó la venta de lotes, según datos de la inmobiliaria Alonso. Es el caso del fotógrafo Pablo Franco, que se instaló en una casa que se llama La Virgencita, a un par de cuadras del mar, con un jardín amplio y un garaje donde, asegura, conviven todos sus vicios: motos antiguas, herramientas, fotos, cuadros, un par de rifles heredados de un abuelo militar. En la puerta está echado un galgo recién adoptado mientras que un gallo, bautizado Víctor, se pasea de acá para allá. “Chapa es naturaleza y animales, te tiene que gustar eso. El otro día en una call por un proyecto en Alemania se escuchaba a Víctor cacareando. Y alguien preguntó: ¿quién tiene un gallo? “¡Yo!”, se ríe.
“Chapa es naturaleza y animales, te tiene que gustar eso. El otro día en una call por un proyecto en Alemania se escuchaba a Víctor cacareando. Y alguien preguntó: ¿quién tiene un gallo? “¡Yo!”
Durante la larga cuarentena, Pablo, recién llegado, se ocupó de retratar a todos los personajes del lugar. “Se está armando una linda movida. Artistas, músicos, fotógrafos; acá al lado se está construyendo la casa un director de arte muy conocido”, cuenta. Uno de los momentos que aprendió a valorar más es llevar a sus hijos al colegio en el Bosque Peralta Ramos, bordeando el océano. “Todos los días el mar está distinto, y el mar te quita la ansiedad, y al bajarte la ansiedad no tenés la necesidad de comprar. Ni tele tengo, no necesito nada. Ni internet tuvimos en pandemia”.
Toto Leonard también coincide en que la pandemia fue el gran punto de inflexión. Hace ocho años desembarcó en Chapadmalal con su idea de organizar retiros de surf y de yoga. Hizo base en una de las casonas frente al balneario Luna Roja, estilo chalet y con las puertas pintadas de verde. “El lugar no tenía tracción propia, venía gente porque la traíamos. Hace tres años todo empezó a cambiar, se creó una movida y con la pandemia aún más: mucha gente se instaló semanas, más allá de sus vacaciones: es un híbrido entre vivir de viaje y estar cerca de la ciudad”. Para este verano y como novedad, van a abrir el café de especialidad Bai bai, con vista abierta al mar y una carta con opciones veganas, sin TACC, pokes (un bowl de pescado y vegetales). Además, tienen planeado armar pop-ups con distintos chefs porteños.
AFT (sigla de Amantes del Fin de la Tarde) es otro de los ranchos surfers en los que la gente se fue quedando a vivir, aprovechando las ventajas de la virtualidad. Crearon un paquete “home office” y hubo algunos huéspedes que se instalaron meses… y siguen instalados. Es una casona de tres pisos de estilo mediterráneo, con grandes ventanales, cuartos comunitarios y muchos espacios para socializar o trabajar, cuyos creadores son dos surfers marplatenses que viven la mitad del tiempo ahí y la otra en Bali y California.
Comer y beber en Chapa
La oferta gastronómica viene creciendo a buen ritmo. Uno de los proyectos más ambiciosos es Casa Pampa, que nació como un predio con casas de mar, hace cinco años, y en el verano 2021 sumó un restaurante para 200 cubiertos con hornos de barro, ahumadores y la cava de vinos más completa del balneario. El chef es Pablo La Rosa, uno de los más conocidos de Mar del Plata, y la carta brilla en lo que es productos de mar –los langostinos y la pesca del día con arroz con “socarrat” son ineludibles–. El cubierto es el más elevado de la zona y ronda los $4.000. Su dueño, el publicista marplatense Roberto Fiocca, campera verde y negra de Aldosivi, short de baño y habano en mano, parece haber estado esperando 20 años, desde que compró esa hectárea, este momento. “Este año Chapa va a brillar. ¿Por qué? Porque cambió la forma de vacacionar, la oferta de surf, yoga, playa es muy atractiva. El público ABC1 que antes tal vez iba a Playa Grande ahora puso la mira acá”.
Las marcas, obviamente, también tienen la mira apuntando al nuevo balneario estrella que algunos insisten en comparar con Punta del Este, idea que otros resisten, asegurando que es fundamental que mantenga su identidad. Se esperan las próximas aperturas de Havanna, Antares y el conocido surf shop Ala Moana.
Y hay más: en una casa típica, jardín ambientado con guirnaldas de luces y fogones, se asienta una de las aperturas más celebradas de esta temporada: se trata de Cornalo, donde la propuesta es cocina mexicana vegana, sesiones de skate –cuentan con una rampa– y música en vivo. Sus dueños son Jay y Astor Cianciarulo, músicos, surfers e hijos de Flavio, el bajista de Los Fabulosos Cadillacs. Es a puertas cerradas y únicamente con reserva.
Las Cuevas es otro de los epicentros de la movida de Chapa. Es una casa bastante austera por fuera, pero que en su interior esconde un patio precioso, que alienta a estirar la tarde cervecita en mano y viendo tocar bandas del lugar o invitadas. Sus dueños son dos hermanos, Ignacio y Esteban Bidondo, que hace cinco años ocuparon una casa que su padre había comprado en ruinas. Se instalaron ahí para fabricar su cerveza artesanal con lúpulo de la zona y la fueron ampliando y mejorando cada año. “Estamos en construcción permanente”, dicen. Para esta temporada sumaron una novedad: toda la carta será vegana. Samosas con chutney, platos de conservas, fainá montada con babaganoush, sándwich frío de hongos con queso de cajú y falafel con verduras asadas son algunas de las opciones. En un pizarrón en la entrada tienen escrito: “Por el planeta, por nuestra salud, por los animales, go Vegan”.
Es verdad que cuando arrecian el viento, el frío y el crudo invierno se cierne sobre Chapadmalal son muy pocos los lugares que abren. Uno de los pocos que resiste incólume –y desde 1947, doble mérito– es el club social y deportivo Costa Azul. Hay que ir para absorber la vida más íntima y menos show off del pueblo: en su salón de mesas con mantel de hule, televisor siempre encendido y mujeres en el servicio –y en la cocina– con una sonrisa, se congregan locales, recién llegados y turistas que se acercan atraídos también por la fama de su tortilla y sus fantásticas milanesas a la napolitana, además del flan casero. Es fácil reconocerlo: fachada impecable pintada de azul y blanco, sombrillas amarillas y una canchita de ping-pong de alto tránsito al lado del buffet. Ah, y un montón de autos estacionados en la puerta.
Tierra adentro
Por el camino de las estancias, Chapadmalal muestra su otro perfil, el que la arraiga al campo y su cultura. Apenas un desvío del camino, en una casa amarilla construida con fardo de trigo y cebada, bosta de vaca y revoque de arcilla, anida La’ Pai, uno de los proyectos colectivos más interesantes –y a la vez difíciles de explicar– del lugar. Veranos pasados funcionó como restaurante, pero sus impulsores decidieron replegarse en sus bases: la huerta agroecológica, el almacén, los fermentos. Huele a kimchi cuando entramos para charlar con Matías Iwanow, médico, que antes de recalar acá trabajaba en el Hospital Alemán. “Chapa reúne condiciones muy especiales: climáticas, tiene un ecosistema muy diverso, agua de elevada calidad, buena tierra, es un lugar excepcional; tenés sol, viento, energía. Las características del lugar me trajeron. Siento que acá me puedo desarrollar y no tener la bipolaridad de disfrutar sólo cuando no trabajo”. Matías, que pronto será padre, está entusiasmado con el próximo lanzamiento de Magic Ginger, un fermento de jengibre, y planea organizar pop-ups con cocineros y artistas durante el verano, aunque no quiere atarse al turismo. “No queremos vivir sólo del turismo, es un lugar muy chico, que queremos proteger. No queremos que se traiga Nordelta a Chapadmalal. ¿Por qué querés venir a imponer algo, en vez de absorber algo que ya hay acá?, pregunta.
“Chapa reúne condiciones muy especiales: climáticas, tiene un ecosistema muy diverso, agua de elevada calidad, buena tierra, es un lugar excepcional; tenés sol, viento, energía. Las características del lugar me trajeron. Siento que acá me puedo desarrollar y no tener la bipolaridad de disfrutar sólo cuando no trabajo”
La otra vía que lleva hacia el campo es el llamado Camino de las Macetas, la línea divisoria con Mar del Plata: apenas unas cuadras y se divisa una manada corriendo: son más de 40 y son todas yeguas de pelaje brillante y sobrado brío: preguntamos al peón que las custodia y nos cuenta que son caballos criollos que se presentan en exhibiciones.
Después encaramos hacia el último destino del viaje: pasamos por la vieja estación de trenes, y llegamos a la Granja La Piedra, una idea que tuvo hace 30 años un veterinario de Buenos Aires y que hoy continúan sus hijas María y Griselda. La granja está sobre una elevación del terreno de 120 msnm, desde la que se ve el pueblo de Batán a lo lejos y, a la derecha, el cráter gris de las canteras donde se extrae la famosa piedra Mar del Plata. En la pandemia, las hermanas decidieron cerrar el restaurante y enfocarse en lo productivo: el tambo (tienen más de 200 cabras en ordeñe) y la quesería y su increíble compendio de aromáticas y frutales que abastecen a los mejores restaurantes de la zona. Durante más de dos horas recorremos las hileras de plantas, donde hay desde ruibarbo hasta tomate de árbol, menta inglesa y yacón (primo hermano del topinambur), y terminamos con una cata de los mejores quesos y conservas que elaboran. El regreso es por el mismo camino, donde, de manera casi imperceptible, el aroma de los eucaliptos va superponiéndose al del mar: entre esas dos frecuencias sintoniza Chapadmalal.
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