Andrea Bevilacqua y Gonzalo Labega se animaron a una propuesta gastronómica que se está transformando en restaurante de culto entre lugareños, porteños y chef de alta cocina. Cantina Villapicante: solo ofrece pescado y vuelve locos a todos.
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Ella es de Zapiola, un pueblo rural a 10 kilómetros de Lobos. Para ir a la escuela recorría 5 km de tierra y 5 km de asfalto, a caballo, tractor o auto, de acuerdo al clima de cada día. En la adolescencia, cuando empezaron las salidas, el deporte fuera del horario escolar, los cumpleaños y algunas noches de boliche, se mudaba a la casa de su abuela, de lunes a viernes. Él, de Claypole. A los 18 años se mudó con su familia a Lobos, a una casa que quedaba a la vuelta de la casa de la abuela de ella. Los dos patios era contiguos, el comienzo de una historia de amor entre Andrea Bevilacqua y Gonzalo Labega. “Yo tenía 16 años y era todo el tiempo... “Ay, me gusta el chico de atrás de la abuela”. Al principio sus salidas consistían en largas caminatas por la banquina de la ruta, el costado de un arroyo, un río chiquito, las vías del tren. “Nos caminábamos todo”, recuerda Gonzalo.
Una tarde, vieron al costado de la ruta mercadería que había perdido un camión. Se acercaron, eran dos latas de conserva en perfecto estado, una de paella, otra de cazuela. Por supuesto, las abrieron y probaron lo que había dentro, “en mi caso, creo que fue la primera vez que comí una paella en mi vida”, dice él, hijo de un ingeniero aeronáutico que murió cuando Gonzalo tenía un año, y que tal vez le haya legado algo del mundo anfibio, y de otros mundos. Él recuerda cuando en su infancia probaba la comida que una vecina traía para sus hijos del restaurante chino en el que trabajaba. Los hijos no querían saber nada con aquellos sabores extravagantes, raros, y él se volvía loco, “...esos fideos con “de todo”, arroz con “de todo”. Ahora de grande me doy cuenta de que esto que estoy haciendo es arroz chaufa, viene de ahí”. Otra vecina le regalaba las paltas de su árbol porque era el único en el barrio que las aceptaba. Y él hacía lo que mucho tiempo después se puso de moda: las comía en el desayuno. Gonzalo Labega, el chico de atrás de la casa de la abuela de ella, o el cocinero autodidacta de paladar exquisito.
Italia, mon amour...
“Los caminos no conducían a Roma, conducían a ella”, dice Gonzalo refiriéndose a Andrea. Pero cuando estuvieron juntos, los caminos sí condujeron a algún lugar de Italia. Con más precisión, a Cerdeña, a donde fueron ocho veces. “Lo de pescados y mariscos lo elegimos por eso, por trabajar tanto en la playa. O sea, sentíamos el aroma, por dios, nos volvía locos”, dice Andrea. Hacían temporada vendiendo en la playa ropa comprada en Tailandia. La primera vez que decidieron viajar juntos, no sabían cómo pagarían los pasajes, pero tenían la confianza que da la juventud y el amor. Entonces apareció el presidente de la sociedad rural de Lobos y les dijo, “Miren, hay una changa, si la quieren hacer... hay que pintar 300 corrales con cal”. Así pagaron el ticket de avión. De aquel primer viaje trajeron muy poco tangible: solo unos billetes, dice él, aunque mucha experiencia: sabían vender y sabían hablar algo de italiano. “No podemos no volver. Ya entendimos cómo es”, se dijeron Andrea y Gonzalo. Y regresaron a Italia, una y otra vez.
Tonino, el hombre más malo del mundo
En Cerdeña le alquilaban la casa a un hombre llamado Tonino, al que Gonzalo recuerda como alguien serio, “el más malo del mundo”, dice con ternura. Detrás de la casa que ellos alquilaban, Tonino tenía un restaurante. Cuando ellos volvían de trabajar en la playa, Gonzalo iba a la oficina de Tonino a conversar con él y así se habrán hecho amigos. Una de esas tardes entró a la oficina un sobrino de Tonino avisando que había faltado el chico encargado de la bacha. “Yo lavo”, dijo Gonzalo. “No, no, vos sos cocinero, vos no estás para eso. Bajalo al sous-chef, que vaya él a lavar”, dijo Tonino. Pero Gonzalo no aceptó. “yo hablo italiano, pero en una situación de cocina no iba a entender nada, hay modismos, hay sublunfardos, aparte de la velocidad que implica el servicio”. Le pidió a su amigo que le permitiera estar en la bacha por las razones expuestas, y por otra mucho más inteligente, “la bacha es una manera de aprender qué deja la gente en los platos”, dice Gonzalo. Esa fue su primera incursión en un restaurante.
Autodidactas profesionales
Con el tiempo se iba forjando el proyecto de tener un restaurante propio. Dinero que juntaban, dinero que invertían en sillas, vasos, platos, manteles. De a poco iban llenando un galponcito que tenían en Lobos. Andrea recuerda sus días aventureros por Italia y por Brasil también. Cuando podían, iban a comer a un restaurante. “Aprendimos mucho de salir a comer y de absorber ese conocimiento de afuera, tanto de Brasil como de Italia” dice Andrea. Pero los comienzos casi nunca son románticos. Él recuerda la primera vez que lo contrataron para cocinar en una casa, “Estaban a 20 cuadras y me fui con cinco kilos de harina, levadura, toda la muzzarella, llegué con los dedos violetas por las bolsas.”
Ninguno de los dos estudió cocina en una escuela, pero él tiene olfato absoluto, puede replicar un plato que probó hace siete años, en su Cantina Villapicante, donde aprendió a cocinar a prueba de error e intrepidez. Tampoco sabían de la existencia de los críticos gastronómicos. “No sabíamos que había alguien que te decía “vos cocinas cinco o diez puntos”. Era, no pará, qué te pasa. No me vas a venir a ver a mí cómo cocino, eso no nos entraba a nosotros.” Pero la vez que fue un crítico gastronómico a su restaurante, Andrea y Gonzalo quedaron sorprendidos. “Nos cuesta entender eso de que venga un crítico que te diga que la pasó re bien, que de todos los lugares a los que fue, el tuyo es el mejor de todos, que flasheó, que volvería y que pasó a ser uno de sus favoritos. Y vos decís ¿Y cuándo aprendí yo a cocinar?”
Cantina Villapicante
Un día se encontraron con el galponcito lleno de las cosas que habían comprado y un dilema. Ella quería seguir viajando, él quería quedarse en un lugar y cocinar. Como siempre, llegaron a un acuerdo, decidieron abrir el restaurante y probar. Si no funcionaba, lo cerrarían y volverían a viajar. “Pescados y mariscos, era como una lanzada”, dice Andrea y recuerda lo que algunos les aventuraban: “vas a tener que poner otras cositas, si siguen por este camino, esto cierra”. El lugar no solo no cerró, sino que empezó a crecer vertiginosamente y siempre en base a la misma idea original, tener pocas mesas.
Las mesas se reciben con reserva previa, y estableciendo unos 45 minutos entre una y otra. Andrea y Gonzalo quieren tener tiempo para conversar con los convidados y recomendar platos, atender a los que llegan de otras ciudades con ganas de ser bien atendidos. Los wantán de la cantina son el resultado de tres viajes distintos: “En Cerdeña se hace una empanada de queso, a modo de postre, es una empanada de queso sardo, miel y masa de empanada. Después, también tiene algo de Brasil, porque está el pastel de camarón, que es de queso y camarón, bastante simple, pero algo parecido. Y después las salsas agridulces que comimos en Tailandia”.
Andrea y Gonzalo viajan al Mercado Central a elegir el pescado con sus propias manos, ojos y olfato. En Cantina Villapicante hay pulpo, langosta, chernia. Hay un ancla de neón, un cartel que dice “Capitán”, otro que reza “Si ud. no come pescado está en el lugar equivocado” y marca la salida (Exit), y otro que dice “Tenemos pescado de mar fresco argentino”; un salvavidas anaranjado con franjas blancas, un cangrejo de neón y el Gauchito Gil en una de las paredes. En el salón las luces son bajas, pero en la cocina, la iluminación es blanca y perfecta. Todo es hermoso en Cantina Villapicante, por un buen rato nos recuerda a un pueblito de pescadores. Al salir al patio y atravesar la puerta de reja que lleva a la calle, reaparece la llanura pampeana de la ciudad de Lobos.
Villapicante. Castelli 754. T: (2227) 461889 (solo mensaje de texto por WP). De miércoles a sábados a partir de las 19:30 hs. Únicamente con reserva previa de 45 días.
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