Muy cerca de Ezeiza, Antonio Campana construyó un pueblo de fantasía con edificios que parecen salidos de un cuento de hadas y alargó su vida.
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A comienzos de los ‘80, después de cumplir los 50 años, Antonio Campana recibió el diagnóstico que nadie quiere escuchar: tenía cáncer. Los médicos le dijeron que le quedaban 5 años pero que, de todas formas, tenía que esperar porque con el cáncer nunca se sabe…
A veces una enfermedad mortal es el comienzo de una vida nueva. Eso fue lo que decidió Antonio, que por entonces era un exitoso empresario, dueño de varios almacenes mayoristas, campos en Mendoza y una empresa dedicada a los alimentos en conserva. Se deshizo de esa existencia y comenzó una nueva aquí, en González Catán.
Desde entonces y durante dos décadas se dedicó a construir una fantástica aldea fruto de su imaginación. El sitio está poblado de castillos, casitas de cuentos y peculiares edificios que desafían la lógica. Todo fue realizado con materiales de demolición, miles de objetos antiguos que casi siempre cumplen una función muy diferente a su uso original: “Techos construidos con puertas, pisos hechos con tejas, escaleras que no conducen a ningún sitio”, explica Oscar Campana, uno de sus hijos, a la hora de definir la estrategia constructiva de su padre. Estos son algunos de los muchos detalles que pueden descubrirse a medida que se recorre el lugar.
Campanópolis, la ciudad de Campana, impresiona por la imaginación que despliega, pero sobre todo por la audacia y el empeño de un hombre obstinado en ganarle a la muerte. Esa muerte que le llegó 21 años después de la sentencia médica.
Cambio de vida
Antonio Campana era hijo de inmigrantes italianos, calabreses. Pasó su infancia en Avellaneda y no tenía más formación que la escuela primaria, pero su habilidad para los negocios y su tesón lo convirtieron en un empresario clave de la vida argentina. “Era un hombre de mucho carácter y una gran capacidad de trabajo, además era dueño de una gran memoria , una cualidad imprescindible para los negocios” cuenta Oscar. “En cuanto a su formación, te diría que tenía un posgrado en imaginación”, agrega. Solo falta echar una mirada rápida a Campanópolis para darse cuenta que la definición se queda corta.
La tierras donde construyó esta singular aldea, que algunos le atribuyen un espíritu medieval, ocupa unos terrenos que Antonio había comprado en 1977, 220 hectáreas en González Catán (La Matanza) en el límite con Ezeiza.
La propiedad había sido una tosquera para la producción de ladrillos, otros aseguran que de ahí salió la tierra para las pistas del aeropuerto de Ezeiza. Mucho antes, fue parte de una de las estancias de Juan Manuel de Rosas. Es más, aún se conserva un ranchito (circa 1830) que perteneció a uno de los puesteros del Restaurador.
Campana adquirió las tierras para desarrollar allí un emprendimiento agropecuario, pero en 1980 el gobierno militar se las expropió. El sitio pasó a manos del CEAMSE (Cinturón Ecológico Área Metropolitana Sociedad del Estado) y durante los siguientes años se depositaron allí 2.000.000 m3 de residuos sin el adecuado tratamiento.
Don Antonio no bajó los brazos y luego de un largo proceso judicial, con el regreso de la democracia, recuperó sus tierras en un estado calamitoso. Este hecho coincidió con el diagnóstico de su enfermedad y resultó un punto de quiebre.
Dibujante y pintor aficionado –dicen que cualquier papelito era suficiente para desplegar sus dotes “artísticas”–, Antonio comenzó a venir a diario a González Catán y rápidamente, casi sin contarle a nadie, terminó de plasmar su proyecto.
Al principio la familia le dio una mano, pero la idea era mayúscula; contrató entonces a ingenieros y arquitectos y armó un grupo de albañiles con los vecinos de los alrededores, un barrio de clase baja trabajadora. Dicen que empleó allí unos cien obreros durante todo el proceso.
Sin embargo, mucho antes de empezar con estas tareas, intentó reparar el ecosistema del lugar convertido en un basural. Lo primero que hizo fue tratar los residuos allí depositados, trajo unos 7.000 m3 de tierra nueva y plantó unos 10.000 árboles; hoy casi no se ven las rastros de aquella realidad porque todo es un vergel.
Un sueño, una ciudad
Por aquellos años Antonio se dedicó a visitar cuanto remate se publicaba. Hay que recordar que en esos tiempos se desarmaron varias líneas ferroviarias y muchas mansiones de estirpe fueron demolidas en pos del espíritu modernizador que hacía furor en los ‘90. Allí estaba Antonio, porque esa era la materia prima necesaria para sus construcciones.
Aquí se encuentra una serie de columnas que provienen del edificio que hoy alberga las Galerías Pacífico. Cuentan que Campana negoció durante años el precio y al cabo de una década el rematador lo llamó y se las vendió al precio que él le venía ofreciendo porque nadie estaba interesado. Con ellas armó una de las construcciones más grandes del conjunto, el edificio Pacífico, una estructura con aires de castillo y diecinueve metros de altura.
Campanópolis no nació partir de un master plan, se fue armando de a poco a partir de los elementos que Antonio encontraba aquí y allá, por eso tiene un aire levemente caótico.
El fotógrafo comenta: “más que una aldea medieval es una fantasía arquitectónica” y parece una buena definición para esta suerte de gran instalación al aire libre que el tiempo dirá si es arte o no.
Si bien muchos creen ver en el sitio un homenaje al gran arquitecto Antoni Gaudí, Oscar Campana se apura a desmentirlo. Nos cuenta que su padre era un apasionado de los cuentos y las películas de Disney. Tal vez, poco o mucho de aquellas ilusiones quedaron plasmadas aquí. Campana falleció el 7 de diciembre de 2008.
Un largo camino
Después de atravesar gran parte de La Matanza y transitar por las callecitas de un barrio obrero, GPS mediante, se llega Campanópolis.
Sergio Olivera, el jefe de guías, invita a pasar a una gran sala para dar las contraseñas del sitio. El salón cuenta con butacas rescatadas de un viejo cine de La Tablada que ya no existe. Lo primero que llama la atención son los toldos interiores instalados a modo de decoración y una serie de escaleras que termina en una pared, como si esto fuese lo más natural del mundo. Una vez fuera, estos extraños signos se repetirán una y otra vez, como los ascensores emplazados en los jardines, la señalizaciones ferroviarias en el cruce de calles, las tejas coloniales colocadas al revés, las paredes decoradas con monedas argentinas y la lista es infinita.
Las doce hectáreas construidas cuentan con varias plazas, laguna, callejones adoquinadas de espíritu europeo. También hay varios museos, exposición de colecciones, en realidad, exhibidas en edificios de carácter estrambótico, como el Museo de la Madera, el Museo de los Caireles y otro dedicado a la vida y obra de su hacedor. Vale la pena detenerse en el Museo del Hierro, un edificio alucinante que es una suerte de laberinto del hierro forjado.
Después está iglesia que Campana construyó a imagen y semejanza de la de San Francisco (en Santa Fe) para cumplir una promesa a la virgen.
Las Doce Casitas del Bosque son un conjunto de viviendas dispersas por un predio poblado de araucarias, palos borrachos y palmeras donde uno puede perderse como Hansel y Gretel. Un poco más alejado está el sector de Villanueva, un sitio de espíritu surrealista que exhibe varias construcciones en piedra con coloridas chimeneas metálicas inclinadas, como si la racionalidad arquitectónica hubiese tomado de pronto otro camino.
Alrededor el campo continua y está preservado por los tres hijos de Campana a modo de reserva; no es accesible al público, pero cuenta con una fauna y flora maravillosa en los alrededores del río Matanza y la confluencia con el arroyo Flores.
Campanópolis propone viajar hacia otros mundos, aquellos que imaginó don Antonio, llenos de fantasía y color, pero también invita a pensar cómo la peor experiencia puede convertirse en un sueño maravilloso, en un legado para los que vendrán.
Datos útiles
Campanópolis solo se visita en compañía de los guías del lugar. Es imprescindible realizar reserva previa. No se aceptan visitas que llegan sin ese trámite previo. Habitualmente abre miércoles y viernes de 13 a 17 y sábados de 9 a 13. De tanto en tanto se organizan actividades especiales que se publican en la página web y están abiertas al público, también con reserva. $1.000.
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