Gerardo Pereyra encontró una nueva pasión en la enología. Su Pinot Noir 2022, producido en la poco convencional región vitivinícola de Campana, ha sido destacado con 94 puntos por el renombrado crítico de vinos Tim Atkin, marcando un hito en los vinos de la provincia de Buenos Aires.
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El enólogo Gerardo Pereyra y el chef irlandés Edward Holloway trataban de descifrar señales en el rostro de Tim Atkin, uno de los críticos de vino más influyentes del mundo, que se encarga de catar y ponerle puntaje a miles de bodegas. Sentado en una mesa de Aldo’s Restaurante, en el barrio de Palermo, el Wine Máster inglés agitaba la copa, asomaba su nariz y bebía de a sorbos los vinos que Bodega Gamboa le había llevado para probar: dos Pinot Noir (2022 y 2023), un Malbec-Cabernet Franc y un Marseillan. Todos elaborados en la finca ubicada en Campana, a 65 km de la Ciudad de Buenos Aires. Un lugar verdaderamente atípico para la viticultura, donde pocos creían posible lograr vinos de calidad. Sin embargo, ahí estaba Atkin, yendo y volviendo siempre al Pinot Noir, cosecha 2022. Gerardo y Edward -encargado del menú del restaurante de la bodega- se miraban y trataban de disimular su entusiasmo. Antes de despedirse, el crítico inglés llamó a una joven sommelier y le recomendó que lo probara. Y a lo lejos, escucharon que pidió una botella de ese vino para acompañar su cena. “Yo dije ‘listo, ya está, es todo lo que necesito, ¡no me importa el puntaje!’”, recuerda Gerardo, mientras recorre una hilera de vides campanenses castigadas por el invierno. Unos meses después, la bodega recibió un mail con los puntajes: el Pinot Noir 2022 logró 94 puntos y los otros dos, 91.
“Nunca pensé que nos iba a dar 94 puntos, habíamos hecho apuestas…. yo me tiraba un poquito abajo, pero cuando nos enteramos, casi nos desmayamos”, asegura este enólogo que muchos empezaron a señalar en el mundo del vino como el responsable de una suerte de revolución de los vinos bonaerenses de llanura. Nacido en Chivilcoy en 1969 y radicado en Junín desde los siete años, es protagonista de una historia singular: de una vida dedicada al deporte como profesor de educación física -llegó incluso a entrenar al campeón mundial de boxeo, Lucas Matthysse- a encontrar en el vino una nueva fuente de vida e inspiración: “Le meto a fondo a todo lo que me gusta, soy un explorador. No me gusta la estandarización, lo común o lo típico”.
La infancia en Junín
Su pasión por las recetas, por esa búsqueda alquimista, puede rastrearse en las enseñanzas culinarias de su abuela Etelvina, una maestra en hacer confituras de sandía y otras rarezas. Gerardo vivió una infancia marcada por la libertad de un pueblo que le permitía permanecer muchas horas en la calle, con los amigos, haciendo travesuras. Desde pequeño, comenzó a frecuentar el club Defensa, donde jugaba al fútbol. Todas esas vivencias, ya de grande, lo llevaron a despuntar su otra pasión: la escritura. “Tengo unos cuentitos sobre ese momento de mi vida”, revela.
Rápidamente se dio cuenta de que el fútbol no era para él. Influenciado por su amor a las películas de Bruce Lee, se anotó en Taekwondo. Tenía 14 años y su profesor le vio tantas condiciones que le recomendó que estudiara la carrera de educación física. Fue allí, durante la cursada, que conoció de cerca el rugby. Un día lo invitaron a jugar y le fascinó. ¿Por qué es importante este dato? Ahí va: “En los terceros tiempos, sentado, bebiendo cerveza durante horas, en un momento me empecé a sentir mal. Los lunes la pasaba mal, me dolía la cabeza y la panza. Soy muy observador y quise saber por qué me pasaba esto”.
En esa búsqueda, empezó un rastreo por eliminación: primero quitó los fiambres, luego las cosas dulces… hasta que sacó la cerveza. “Y al otro día no me sentí mal”, cuenta. Fue entonces cuando llegó al vino: lo empezó a tener en el radar. “Había tomado alguna que otra vez, pero no le había dado bolilla. Mi viejo tomaba vino fraccionado que venía a granel en el tren San Martín. El primer vino que tomé era un Falasco, mezclado con algún jugo o gaseosa”, cuenta, entre risas.
El camino del vino
Gerardo no sólo comenzó a tomar de otra manera el vino, sino también a consumir todo lo que rodeaba a ese mundillo. En pleno auge del Canal Gourmet, se hizo fanático del programa Beber, Beber. Lo que más le llamaba la atención era lo que comentaba la gente que sentía al momento de tomarlo. Era el año 2005. Tan enganchado estaba que viajó desde Junín para ir a una exposición en La Rural y ahí se topó con la posibilidad de estudiar en la Escuela Nacional del Vino (ENV). “En 2007, comencé a hacer el curso de cata, viajando una vez por semana en micro y el colectivo 59 hasta la escuela”, cuenta.
“Me volvía loco con los aromas”, dice. “Al principio, me decían que algo tenía ‘aroma a ciruelas’ y yo sentía olor a vino…”, ríe. “Pero cuando me llegó la primera cajita con muestrarios, comencé a desarrollar esa capacidad, en conjunto con otra gente. Y empezás a viajar con los aromas”, agrega. Sus ganas de aprender, su entusiasmo y, también, su capacidad se tradujeron en nuevas oportunidades. El profesor Luis Fontana, enólogo y geólogo, lo convocó entonces para ayudarlo en el asesoramiento de un viñedo que estaba comenzando a sembrarse en Campana. “Yo estaba tan entusiasmado que agarraba la moto y me iba hasta ahí”, recuerda.
Campeón mundial
Mientras su relación con el vino crecía, Gerardo se ganaba la vida como “profe” de educación física, trabajando en las escuelas, en el municipio y en un gimnasio, en la parte de musculación y recuperación deportiva. Fue por allí que se cruzó con la gente que colaboraba con Lucas Matthysse. El acercamiento se había dado gracias a otra de sus aficiones: la fotografía: “Había hecho unas fotos de una presentación de Matthysse y las acerqué a la gente del gimnasio Arano, que trabajaban con él”.
Gerardo había arrancado a practicar boxeo recreativo, un deporte que siempre le había gustado. “Un día, viene Arano y me dice ‘viste que tenemos a Matthysse, fuimos dos veces a pelear a Estados Unidos, pero perdimos’, y me preguntan si no quería sumarme para darles una mano”, cuenta. “Matthysse tenía mucho talento, con todas las virtudes de un boxeador. Me entusiasmé con la idea de ayudarlo. No había que hacer nada extraordinario, pero yo sentía que no tenía que entrenar boxeo, sino potenciar esa pegada sin hacer cambios radicales. Había que cuidarlo y planificar, hacer bien las cosas afuera del ring. De hecho, después lo demostró”, añade. El 8 de septiembre de 2012, Matthysse venció al nigeriano Olesegun Ajose y se consagró campeón mundial de la categoría superligero del Consejo Mundial de Boxeo. Gerardo estaba a su lado, en el Hard Rock Café Casino de Las Vegas. “Gracias, loco, esto lo logramos juntos”, le dijo el campeón, al bajar del ring.
Después de “tocar el cielo con las manos”, sintió que lo había dado todo como preparador físico. Eso, sumado a ciertas desilusiones con el ambiente del box, reforzaron su otro costado: el enólogo que comenzaba a florecer. “Sabía que me gustaba, sobre todo, comunicarlo. También había empezado a darle a la escritura, había arrancado un taller y me enganché. Quería tener herramientas para comunicar lo que me pasaba con el vino”, revela.
De Las Vegas a Campana. El universo de Gerardo cambiaba drásticamente. Los 225 km que separan a Junín del viñedo campanense, eran una oportunidad para ponerse en órbita. Sin embargo, todavía faltaba para comprender que ahí también era posible hacer vino. “En un principio, el planteo en Gamboa era puramente turístico. No estaban interesados en la fruta que iba a dar, ni el vino que se iba a poder producir”, revela. Así y todo, las plantas crecían y las uvas maduraban. Lo más complicado para una zona como la pampa húmeda, es justamente obtener una fruta sana. Y lo estaban logrando.
Vino a contramano
“Yo digo que acá hacemos vino desde la vereda de enfrente”, explica. Algo de eso está en la filosofía de otro proyecto que nació en su pago y que se llama, casualmente, Las Antípodas. Mariano Tessone, su dueño, estaba con ganas de aventurarse en la elaboración. “Fue un pionero”, asegura. “Un día me preguntó, ‘¿che, se puede hacer vino acá?’, pero le dije lo que sabía en ese momento: ‘no sé’”, completa. De la mano de la ingeniera agrónoma Gabriela Celeste, Las Antípodas armó un viñedo con 1200 plantas.
“En el medio Gamboa, entró en una suerte de stand by”, reconstruye Gerardo. “No tenía mucho sentido ir hasta allá, no tenía mucho que hacer, así que la relación se discontinuó”, añade. Mientras Gerardo estaba alejado, en 2014, tomó las riendas del proyecto Eduardo Tuite. Y luego sucedería algo maravilloso: sus caminos se volvieron a cruzar, casi de casualidad. Durante la pandemia, a Gerardo lo convocaron para dar cursos online de capacitación en enología para el ENV. Uno de sus alumnos era Eduardo. “Yo tengo una viña”, dijo en una de las clases. Gerardo paró la oreja y empezaron a charlar: nunca se habían visto.
Eduardo le contó que habían replantado parte del viñedo y que, con el aporte del ingeniero agrónomo uruguayo, Enrique Mirazo, habían logrado obtener mucha fruta. Cuando escuchó esto, a Gerardo se le iluminaron los ojos: “Esta zona es muy complicada, con las lluvias, la humedad, es todo un logro”. Eduardo también le reveló que habían probado con elaborar vino, pero no habían tenido resultado y que terminaron dándole la fruta a productores caseros. “Ahí casi me vuelvo loco”, recuerda. Gerardo le propuso entonces ayudarlo en la elaboración, sin cobrar su asesoramiento. “Volví a Gamboa porque él confió en mí”, dice, orgulloso.
Un enólogo en florecimiento
Paralelamente, antes de retomar sus labores en Campana, Gerardo había elaborado su primer vino 100% propio: un Petit Verdot, en Las Antípodas. “Fue una jugada diferente para ver qué generaba en la gente. Empecé a jugar en la bodega y con las levaduras”, explica. “Yo siempre digo lo mismo: nosotros no tenemos una obligación de cumplir con un estándar de vino, somos todo lo otro. No tenemos un compromiso, la gente no sabe lo que es un vino de la provincia de Buenos Aires. No sabe qué esperar. Es una sorpresa. Qué hacemos y qué futuro tenemos, depende de nosotros y de la aceptación del consumidor”, completa.
En Gamboa, se encontró con un viñedo en pleno reacomodamiento. Primero, elaboraron un Pinot Noir, luego un Malbec y un Cabernet Franc; también un rosadito, que sirvió de base para hacer un vermut propio. Algo andaba dando vueltas en el ambiente. Ya no se trataba de una jugada osada o una movida de marketing (el viñedo más cercano a la Ciudad de Buenos Aires). A ellos mismos les estaba gustando el vino. Comenzaron a invitar a amigos, como el winemaker de Piel y Hueso, Sebastián Bisole, y el ingeniero agrónomo de Viña de Cobos, Facundo Impagliazzo, quienes “quedaron encantados”.
“Obvio, era una sorpresa para cualquiera poder hacer vino acá”, se ataja Gerardo. “No es tanto lo que no funciona en este lugar, sino que no se le presta atención. Para tener una viña con buen resultado en esta zona, lleva más tiempo, dinero y trabajo. En la cordillera se puede manejar una viña de manera más fácil, hay menos preocupaciones. Acá hay que mirar todo el tiempo, este clima húmedo genera mucha vida microbiológica, todo eso hace que la calidad de la fruta se afecte. A nosotros nos gusta la uva y parece que al resto de los seres también”, bromea.
La recompensa
Edward Holloway está tan convencido de lo que están haciendo que, incluso, cambió su plan de vida. De abrir su propio restaurante en Valle de Uco, Hornero, a hacerse cargo del restaurante de Gamboa, en Campana. “La primera vez que tomé el Pinot Noir que luego premió Atkin, me emocioné”, cuenta. Gerardo lo mira de reojo y jura que exagera, pero en el fondo, no están en desacuerdo. Algo de eso intuyeron cuando el propio Atkin posteó -en enero del 2023, mucho antes de la cata oficial- algunas fotos de sus vinos favoritos, con el Pinot de Gamboa en primer lugar.
“Fue un indicio. Ese pinot era la segunda elaboración. Es todo muy loco. Que en una segunda elaboración, recibas semejante crítica tan arriba…”, dice Gerardo. “Atkin es un ícono, es difícil abstraerse de todo lo que genera”, añade.
Cuando Eduardo Gamboa le reenvió el mail en el que se anunciaban sus puntajes, Gerardo se puso a leerlo en el living de su casa, junto a su esposa Susana Pelagagge (”la que me banca todas las ausencias”), y no pudo evitar que se le cayeran algunas lágrimas. “Mi hija, Melina, me dice: ‘Nunca te vi llorar’, y me reventó el corazón”. En realidad, lo que más lo moviliza es saber que ahora su vida cambió radicalmente y que tal vez sea el momento de decirle adiós a su otro yo, el profe de gimnasia. Este reconocimiento, encima, viene acompañado con el crecimiento de la bodega, que acaba de anunciar su expansión en la costa con un viñedo en General Madariaga.
“Creo que mi vida tiene que pasar por el vino”, dice. En Gamboa, Gerardo parece haber encontrado su primus inter pares: “Eduardo y yo tenemos algo en común, queremos hacer vino acá”. “El tipo se la jugó y yo soy temerario también. Confío mucho en lo que podemos leer de la naturaleza, mirar lo que te dice la planta, que siempre te indica lo que tenés hacer”, enseña.
Para él, elaborar vino es “un mundo inacabable, en el que te cruzás con profesionales que te cuentan que hicieron tal o cual cosa, y lo logran; más allá de lo técnico, todo depende de la situación: los vinos son irrepetibles y es algo maravilloso. Todo el tiempo aprendés cosas”. Más allá de Atkin, Gerardo asegura que “la mejor crítica que uno recibe es cuando la persona se tomó la copa y se volvió a servir. No necesitás que diga nada”.
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