Lord Byron bautizó “la sirena del océano” a la ciudad más antigua de Occidente, una tierra donde la luz del sol convierte el agua del Atlántico en plata y el viento de levante tararea un jondo cante flamenco.
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No sé si fue el poderoso viento de levante el que puso en mi camino a un hombre moreno, pero me detuve a observarlo. En realidad, a la leyenda de su remera, que decía: “YouTube en Cádiz… Pero no se lo diga a nadie”. Acababa de tener mi primer encuentro cercano con el gran sentido del humor que distingue a esta ciudad andaluza abierta al Atlántico, en la que el carnaval tiene fecha oficial, aunque también puede surgir por azar en cualquier calle donde haya más de dos compartiendo una copa. La cuestión es que el hombre se dio cuenta de que lo estaba mirando. Bajó sus lentes espejados y me comentó que se llamaba Juan. Le pregunté si podía tomarle una foto. Después de un par de disparos con la cámara, claro, me dijo: “Tengo que llevarte a un sitio que debe estar en tu artículo”.
Mientras caminábamos por el casco antiguo, me contó que era hijo de El Lebrijano, un músico y cantaor miembro de la familia gitana Perrate de Lebrija, un pueblo sevillano. Tomó su celular. “Paco, que estoy con una amiga periodista argentina, que por favor abras la taberna”. Entonces bajó Paco, con el pelo todavía húmedo de la ducha, y abrió el antiguo portal de la taberna El Marqués de Cádiz. Dentro de esa habitación construida en 1716, una tormenta de rostros y de afiches enmarcados le daban voz a aquellos muros de piedra para que hablaran de los héroes del flamenco. Entre todos los marcos, mi mirada quedó atrapada en otra tan tímida como penetrante: la del legendario cantaor Camarón de la Isla. El Jim Morrison del flamenco nació en 1950, a 20 minutos de aquí, en la vecina ciudad de San Fernando. Pero 60 cigarrillos diarios hicieron que dejara esta tierra en 1992. Sin embargo, sus fugaces 41 años de vida fueron capaces de revolucionar el cante. Cuentan que los gitanos le llevaban a sus hijos para que les impusiera las manos y que rechazó un pedido de Mick Jagger de cantar en una fiesta privada porque “esos gachés no saben de flamenco”. Camarón era mucho más que un cantaor, era un mito. Y la barra de esa taberna, un sitio perfecto para descubrir algunos secretos de “la tacita de plata”, apodo que recibió la ciudad por el reflejo plateado que la luz marítima imprime sobre sus edificios.
Cádiz es una “isla” no sólo en el sentido geográfico (aunque estrictamente sea un tómbolo separado del continente por el caño de Sancti Petri), sino porque el ambientazo que aquí se respira no se asemeja al de ningún otro sitio. Quizás sea el aire de mar. Quizás, que sus 13 kilómetros cuadrados atesoran más de 3.000 años de historia y la convierten en la ciudad más antigua de Occidente y en uno de los 52 destinos estrella –el único español– en el ranking del New York Times. Dicen que si uno se encuentra más aburrido que Usain Bolt en procesión, basta con perderse por sus calles para sentirse dentro de un libro. Lo ideal sería hacerlo con un cuenco de pochoclos entre manos, porque la trama de Cádiz tiene todos los componentes para un Óscar. Desde la banda de sonido de mar, tanguillo y flamenco y la escenografía, con más de 100 torres y el segundo teatro romano más antiguo del Imperio, hasta los personajes míticos y las letras carnavaleras, que se llevarían un premio al mejor guion.
Cuentan que por aquí desfilaron los fenicios, cuando fundaron Gadir, la colonia más importante de Occidente en el año 1100 a. C. Que luego pasaron los cartagineses, los romanos, los visigodos y los musulmanes, y que, también, fue el punto de partida del segundo y del cuarto viaje de Colón hacia el Nuevo Mundo. Que los gaditanos se defendieron del intento de ocupación del pirata Barbarroja y que resistieron múltiples invasiones inglesas. Que incluso le dijeron basta a Napoleón durante la Guerra de la Independencia, con lo que promulgaron la primera Constitución de España en 1812. La apodaron la Pepa (porque se firmó el día de san José) y celebraron con un “¡Viva la Pepa!”.
Identidad gaditana
Tal vez fue el nombre de la Constitución o su espíritu liberal el que instauró el “¡Viva la Pepa!” como una actitud de vida. Esto me lo comentó mi amigo Felipe, nacido y criado aquí, mientras paseábamos. Dijo que ante las múltiples crisis que afrontó Cádiz, desde las invasiones hasta el desempleo, los gaditanos tuvieron que tomar una decisión: llorar o reír. Ellos eligieron el carnaval. Incluso ese triste día de 1947, cuando un depósito de explosivos de la Armada detonó. La tragedia consiguió que Franco volviera a darle voz a esta fiesta, que había silenciado a punta de fusil, pero que sobrevivía en pequeñas tascas, para que el pueblo recuperase la alegría tras el fogonazo que dejó más de 151 muertos. Ese año, Cádiz fue la única provincia de España que salió a las calles a decir lo que pensaba con “mucho arte” y jamás dejó de hacerlo. Aquí, el carnaval no va de brillos, carrozas y caretas. Más bien, es la versión musical del noticiero. Una sátira de la realidad que se actualiza cada año y que se anima a reírse de todo, desde la política local hasta temas muy serios, como la pandemia o la guerra de Ucrania.
Y vale una aclaración: los gaditanos (habitantes de Cádiz) no son “graciosos”, sino que tienen gracia. No buscan la risa fácil. Por el contrario, apelan a la colaboración del que escucha para desentrañar las profundas reflexiones y guiños que esconden sus tanguillos, sus chirigotas y la charla con el panadero. Este año, la comparsa Ahora Caigo disfrazó a sus integrantes de meteoritos y, al son de la melodía de Estrellita, ¿dónde estás?, cantó: “Mi intención es devastar, extinguir la humanidad. Si fallo en la colisión, Putin seguro que no”.
Hay quienes dicen que las letras del carnaval deberían llevar subtítulos. Es que, como teoriza Felipe, el gaditano es una máquina de inventar neologismos y aún no es un idioma por cuestiones políticas. “Todo el que quiera saber el español del futuro tiene que estudiar en Cádiz, porque acá las palabras se acortan y eso es evolución”, argumenta convencido, aunque con el guiño del humor local.
Dice que lo que se viene es pescao, paqué (en lugar de para qué) y Tekiyapui (derivado de “¿te quieres ir ya por ahí?”, en plan vete a tomar viento). También bastinazo, que es equivalente al “quilombo” argentino, y guachisnai. Esta deformación fonética de la pregunta What’s your name?, que tanto se escuchó con la presencia inglesa, se usa para referirse al prototipo de turista que calza chancletas con medias. Pero, de todas las expresiones, hay una que sirve como contraseña para saber si estás frente a un auténtico gaditano: pisha, jamás picha. Este parónimo, que se refiere al miembro masculino y, también, a un interlocutor en un diálogo, es una de las palabras que más escucharás en Cádiz. Pero, atención: sólo se dice en confianza. Si alguien te grita pisha mientras conducís, chequeá si, por casualidad, no olvidaste cederles el paso a los peatones en el paso de cebra.
Sabor a mar
Felipe me había advertido que el Mercado de Abastos era “el” lugar donde paladear Cádiz. Pero debíamos llegar antes del mediodía para encontrar una mesa libre. En este recinto, que fue un convento de los franciscanos descalzos a principios del siglo XVII, no comer pescado es un pecado. El mercado es un alegre hormiguero de turistas uniformados con camisas hawaianas y de gaviotas del tamaño de un pollo que intentan pescar fuera del agua. Lo suyo es llegar y ponerse rápidamente en la fila de alguna freiduría para probar una tapa de pescaíto frito, de cazón en adobo o de crujientes tortillas de camarones, que deben ser bien finitas para ganarse el visto bueno.
Semejante banquete ameritaba un café. Caminamos una cuadra y media y, de repente, nos sentimos en Francia. En un tímido local funciona Le Poème, la pâtisserie de María y David. A esta pareja franco-belga también parece haberla traído el levante. En 1997, dejaron Francia y viajaron hacia Cabo Verde, en Sudáfrica, donde soltaron amarras. Su plan era vivir un año impulsados por el viento. Pero ese año se transformó en tres. Entretanto, cruzaron el Atlántico, vieron un sinfín de estrellas fugaces en altamar, tocaron Sudamérica, y llegó el bebé. Con él, la decisión de cambiar el agua por la tierra y, guiados por los mapas que intercambiaban con otros barcos, rumbearon hacia el sur de España. Sólo sabían que allí el sol calentaba más que en el norte de Francia. Sin GPS ni fotos de Instagram, descubrieron Cádiz cuando anclaron, y aquí se quedaron. El humor, el callejeo, el cafelito, las historias de ultramar que traía el puerto… Todo indicaba que era el lugar perfecto para desplegar el legado pastelero del padre de David. Entonces, trajeron la antigua maquinaria de Francia y, en julio de 2002, inauguraron esta pastelería artesanal que es una oda a los dulces franceses. Desde una milhojas hasta un exquisito plevert de pistacho, todo sabe mejor con el aire de mar.
EL mapa intuitivo
“Lo mejor que puede sucederte es perderte”, me dijo una amiga. Y tenía razón. No importa en qué orden descubras la ciudad. Sólo es cuestión de empezar a andar y dejar que el mismo laberinto de calles, una boda en una iglesia diminuta, un balcón ultraflorido o el sonido de una guitarra flamenca amplificado por el viento tracen tu mapa. No te sorprendas si, de repente, sentís que estás caminando en medio del mar, aunque todavía no hayas pisado la costa. Es que, en el casco antiguo, la mayoría de las fachadas están construidas con bloques de piedra ostionera, una roca porosa de color tostado. Si la mirás con atención, distinguirás restos de conchas marinas y piedras erosionadas.
También te encontrarás con cañones incrustados en los muros de las casas, porque el espíritu creativo de esta gente supo reciclar la artillería de los siglos XVII y XVIII como guardaesquinas. Estos protegían las fachadas del roce de las ruedas de los carros, que entonces circulaban por las estrechas callecitas cuando los monopatines eléctricos no existían ni en sueños. “¡Qué arte!”, como dicen acá si algo les encanta. Si mirás hacia arriba, probablemente te enamores de los cierros de los balcones. La misión de estos coquetos cerramientos era llevar la vida callejera dentro del hogar para que la gente pudiera disfrutar del “afuera” resguardada de las inclemencias del tiempo.
A cada paso encontrarás una plaza y, seguramente, te plantearás convertirte en poeta. Todas tienen sus bancos, la sombra de sus árboles y una fuente donde susurran las musas. Son muchas, porque en tiempos pasados fueron las huertas de los conventos, que también eran muchos. La secularización hizo que en estos espacios crecieran las reuniones sociales en lugar de los zapallos. La primera que vimos fue la de la catedral de la Santa Cruz. Lógico, porque este monumental edificio, construido casi a los pies del mar, puede verse desde todas partes.
Definir su estilo es imposible. Las crisis económicas se encargaron de que tuviera más de uno. De hecho, todavía quedan algunas obras pendientes. Por eso, cuando algo, o alguien, se demora demasiado, aquí dicen que “va a tardar más que la obra de la catedral”. Pero la decisión de entrar a visitarla se toma rápido por dos razones. La primera es que la Torre del Reloj regala increíbles vistas del océano, de las cúpulas y de las torres de la ciudad. La segunda, que podrás bajar a la cripta donde descansa el compositor gaditano Manuel de Falla. Cuentan que este genio de la música clásica fue enterrado en este espacio, construido bajo el nivel del mar, para que pudiera escuchar su melodía por siempre.
Inmersión en El Pópulo
Salimos de la catedral y una pareja de enamorados se besaba bajo el Arco de la Rosa sin saber, quizás, que estaban sellando su amor en la puerta occidental de la villa medieval amurallada. Ni tampoco que ella daba paso a El Pópulo, el barrio más antiguo de Europa. En su entramado de calles angostas se respira historia y libertad. Apenas giramos en una esquina nos topamos con la majestuosidad del Teatro Romano, el más antiguo y uno de los más grandes de la península ibérica. Fue construido hacia el año 70 a. C. por encargo de Lucio Cornelio Balbo, amigo personal y consejero de Julio César.
Al salir, avanzamos por la calle Silencio. Me resultó paradójico que aquí funcionara el mítico Pay-Pay. Era pleno mediodía y estaba cerrado. No iba a conocer el interior de sala de fiestas que fue sinónimo de diversión y libertad en los complejos años 40 y 50. Hay quienes dicen que era un prostíbulo, pero lo cierto es que no contaba con espacios destinados para ese fin. Lo que ofrecía era una cartelera de espectáculos osados. Cuentan que, puertas adentro, una orquesta tocaba en vivo mientras mujeres con faldas diminutas insinuaban a los clientes que pidieran una copa más y los primeros travestis derrochaban glamour bajo las luces del escenario. Durante un tiempo cerró sus puertas y, a principios de 2000, resurgió como un café-teatro que congrega al under de Cádiz. Como no había Pay-Pay, tomamos una limonada en el bar El Teniente Seblon, otra institución del barrio conocida por sus platos, pero también por sus simpáticos camareros.
Un poco más adelante, casi sin darnos cuenta, empezamos a caminar el popular, laberíntico y flamenco barrio de Santa María. Aquí nacieron algunos grandes de este arte, como Enrique El Mellizo, La Perla de Cádiz y Chano Lobato. Hoy, siguen vivos en el cante y en los nombres de las calles que fueron bautizadas en su memoria. Para recorrerlo, hay que transportarse al siglo XVII, cuando las casas que ahora son apartamentos de gente humilde eran verdaderos palacetes. Y, también, juntar una dosis de coraje para espiar por alguna de las puertas de calle que dan paso a inmensos patios donde el tiempo sigue detenido.
La Cádiz habanera
“Y verán que no exagero, si al cantar la habanera repito / La Habana es Cádiz con más negritos / Cádiz es La Habana con más salero”. Felipe tararea este tanguillo de Carlos Cano mientras pateamos el barrio de La Viña. Algo me remite a Cuba. Y no es sólo mi impresión. Tampoco la de Carlos ni la de Lee Tamahori, el director de la película de James Bond, 007: Otro día para morir, que rodó varias escenas en Cádiz haciendo pasar la ciudad por Cuba. Cualquier parecido con La Habana es pura coincidencia, porque los libros dicen que, cuando nació, Cádiz ya llevaba escritos 2.500 años de historia. Como sea, estas ciudades hermanadas por el Atlántico tienen algo en común. Y caminar por La Viña te hace sentir un poco allá. Quizás, por la calidez de la gente del barrio más carnavalero de Cádiz. Tal vez, porque sus calles se asoman al mar turquesa de la playa de La Caleta, donde cada tarde se disputan acalorados torneos de bingo entre amigos.
La Viña está llena de rincones para el recuerdo, como los barcitos de la calle de La Palma y Casa Manteca. Esta taberna, atiborrada de fotos de toreros, es un clásico donde probar los chicharrones loncheados y servidos en papel de estraza. Seguimos hasta la plaza del Tío de la Tiza y, en una taberna que lleva el nombre de este histórico personaje del carnaval, frenamos por una ración de ortiguillas o anémonas fritas. Dicen los que saben que comerlas “es como darle un bocao a una ola”.
Con sabor a mar, caminamos hacia la costa. Una imponente fortaleza parecía conquistar el mar. Se trataba del Castillo de Santa Catalina, que supo ser una prisión militar para personalidades destacadas y que se reinventó como un espacio destinado a eventos culturales. Seguimos por la costanera y nos desviamos hasta un inmenso arco que rezaba La Caleta. Pero, antes de poner los pies en la arena, caminamos por una pasarela que avanzaba entre las olas hasta llegar al Castillo de San Sebastián. En esta fortaleza brilla el único faro de España construido con una estructura metálica. Después de la sensación bíblica de caminar sobre las aguas, regresamos a la costa.
El sol empezó a hacerse inmenso. Como si hubiese querido asegurarse de que, cuando desapareciera en el horizonte, quedaría en nuestra memoria por siempre. Sólo puedo decir que jamás habrá mirada o alma inmune a este ritual gaditano que se celebra cada tarde en la playa de La Caleta. En la tierra del carnaval, me llevo grabada al fuego del sol la copla del compositor Paco Alba: “Y en las tardes de verano / cuando se ha ocultado su gran pandereta / ante un mar extasiado / hasta los profanos / se sienten poetas”.
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