Arte, literatura, buena mesa y paisajes encantadores confluyen en este particular destino del Valle de Punilla.
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Dicen que La Cumbre debe su nombre al ferrocarril. Al parecer, era el sitio más alto de aquel ramal que atravesó el Valle de Punilla, inaugurado a fines del siglo XIX. La villa es un sitio singular, muy diferente al resto de las localidades serranas. Su origen señorial, relacionado con la inmigración británica y el hecho de haber sido destino de veraneo de las familias que hicieron su fortuna en la pampa húmeda de la “Argentina, el granero del mundo”, aún se conserva en pie. Las calles arboladas, las mansiones serranas, el golf, la herencia del arquitecto León Dourge y la impronta que dejó el escritor Manuel Mujica Lainez, quien vivió aquí sus últimos años, le otorgan un espíritu especial.
Nuestro primer alto es la Compañía de Arte Mburucuyá, un espacio donde se exhibe la obra de los artistas plásticos Carlos Martín Canale, Leo Menna y Manuel De Francesco. La antigua casa de piedra fue construida a fines de 1800 para un médico que atendía a los obreros que llegaron a trabajar en el ferrocarril. Después albergó a un grupo de monjas pertenecientes a una congregación francesa, hasta que se convirtió en el domicilio de estos artistas; en realidad, solo Carlos y Leo viven allí de forma permanente.
“Aquí, los días pasan entre el trabajo en la huerta y el jardín y la actividad creativa en el taller”, nos cuenta Leo Menna
Pero la magia ocurre en la antigua piscina, una suerte de reservorio de agua que se construyó en un comienzo semienterrado y que, a partir de la pandemia, se transformó en una galería de arte.
Ellos pusieron en valor la casa y armaron allí sus talleres. Se ocuparon también de convertir el terreno de los alrededores en un precioso jardín que invita a las caminatas. Los senderos se imaginaron en modo secret garden y están bordeados de árboles, plantas y varias esculturas de De Francesco que obligan a detenerse.
Con cita previa, se puede disfrutar de la labor de Canale, un pintor de esencia constructivista, cuya obra está fuertemente impregnada por los motivos de la naturaleza cordobesa; de la cerámica de Menna, quien no usa torno y se ocupa de mostrar la belleza que deja la imperfección del rastro humano, y de las esculturas de corte contemporáneo realizadas en cemento por De Francesco.
“Aquí, los días pasan entre el trabajo en la huerta y el jardín y la actividad creativa en el taller”, nos cuenta Leo. Y a nosotros se nos antoja que es el paraíso de todo artista.
El cielo de Manucho
El Paraíso es, además, la casa que habitó el escritor Manuel Mujica Lainez, Manucho, hoy convertida en museo. Para visitarla nos reunimos con Liliana Toledo, miembro de la Junta Histórica del pueblo. Cuenta que la propiedad fue construida por el arquitecto francés León Dourge, formado en la École Nationale Supérieure des Arts Décoratifs de París. El hombre diseñó en La Cumbre una serie de casas serranas de categoría para varias familias adineradas en la década de 1920. El Paraíso fue una de ellas.
“Lo descubrí por azar, paseando –relata Manucho en sus memorias–. Un cartel unía su nombre a la información de que estaba en venta… La enorme casa española, asomada entre viejos árboles, parecía llamarme, invitarme con su lenguaje secreto”.
El Paraíso era entonces una extensa propiedad con una casa principal y otras seis construidas por encargo de Ramón Avelino Cabezas. Cuando Manucho la encontró llevaba casi 10 años en estado de semiabandono y pertenecía a la familia Parada Legarre.
“Fuimos de habitación en habitación, empujando puertas, desentumeciendo ventanas y las exclamaciones de maravilla nos apresuraban de un sector a otro”, describe Mujica Lainez. Algo parecido nos sucede a nosotras cuando la recorremos en compañía de Alejandro Laurentti, guía del lugar. La casa sufrió varias remodelaciones, pero mantuvo el carácter español –neoandaluz, aseguran algunos expertos– que tuvo originalmente.
Mujica se instaló allí durante sus últimos 15 años en compañía de su mujer, Ana de Alvear, quien se entusiasmó con el proyecto de restaurarla, sobre todo los jardines, su especialidad. El escritor se ocupó de amueblarla y la pobló de esculturas para darle un carácter de villa italiana, que tanto le gustaba.
Hoy está casi como entonces. Cada una de las estancias evoca la vida cotidiana de aquellos años. Se destacan la gran biblioteca, poblada de libros que cubren las paredes del piso al techo, y el cuarto y la sala de trabajo del escritor. Se conservan, entre otras cosas, los 12 álbumes escritos de su puño y letra llenos de fotografías, recortes e impresiones.
Después están los ecos de las famosas fiestas de carnaval, el té de los jueves con su tía Marta, cuando invitaba a vecinos de La Cumbre y alumnos del colegio San Pablo y Reydon. Y, por supuesto, las huellas que dejaron los muchos artistas que pasaron varias temporadas cobijados por la generosidad de Manucho, un hombre que tenía las puertas siempre abiertas para compartir su paraíso privado.
Al atardecer llegamos a Redil del Paraíso, nuestro hogar en La Cumbre, propiedad lindera a El Paraíso. Había aquí una gran laguna –que servía de reservorio de agua– con un diseño de jardines aterrazados alrededor. Un sector de la construcción se utilizó para armar las tres habitaciones ambientadas con el espíritu de los pintores que le dan nombre: Frida, Picasso y Van Gogh. Además, están las cuatro suites de construcción reciente y tono contemporáneo que llevan nombre de escritores. Hace poco también se añadió un apart con tres cuartos, cocina, living y piscina privada. El sitio, propiedad de Robertino Villamil, cuenta con una increíble biblioteca y fue ambientado por su madre, Marisel, artista plástica, que pintó los cuadros que lo adornan.
Un francés en las sierras
Las casas diseñadas por el arquitecto francés León Dourge enlazan un interesante circuito y cuentan la historia de La Cumbre a comienzos del siglo XX. Entonces, muchas familias adineradas eligieron esta localidad como destino de sus vacaciones. Algunas de esas mansiones se pueden visitar, otras solo se aprecian desde afuera.
“A principios de diciembre llegaba el servicio, un verdadero ejército de mucamas, cocineras y choferes que venían de Buenos Aires o Rosario, incluso los automóviles los mandaban por ferrocarril. Más tarde, cuando todo estaba listo, llegaban los dueños”, cuenta Liliana, que vio durante su infancia ese movimiento extraordinario de gente, una práctica que continuó casi hasta inicios de los 60.
Las casas construidas por Dourge son seis: El Paraíso (casa museo), Sevilla (hoy Hostal Alcázar de Sevilla), Naso Prado (hoy hotel La Fonda de Cruz Chica), mientras que Toledo, Granada y La Gitanilla permanecen como propiedades privadas, cerradas al público.
El arquitecto Fernando Martínez Nespral, estudioso del tema, las define como casas de recreo dedicadas al ocio y al placer: “Se caracterizan por la libertad y el pintoresquismo de su composición, el uso de tejas musleras, ventanas en arco, rejas decoradas y arquería y balcones volados”.
Durante el recorrido revelan que en Sevilla vivió la hija del segundo dueño de la casa, Renée Oster, casada con el príncipe francés Charles de La Tour d’Auvergne Lauraguais. María Unzué de Alvear, quien mando construir Toledo, casi no pisó la propiedad porque le parecía demasiado rústica.
Cinco mesas
Hacemos un alto para almorzar en La Baguala, una casa de veraneo que cuatro amigos –Mayu Pilsel, Nacho Dematteis, Juan Camps y Franco Giandana– convirtieron en una preciosa posada con restó.
Los días cálidos, las mesas se arman alrededor de la casa, una vivienda de casi 100 años de construcción noble, con muros de piedra, techos de teja colonial y grandes ventanales diseñados con vidrios repartidos. Después, están las tres hectáreas de parque, la increíble huerta y la antigua capilla remozada.
Juan Camps, el chef, diseñó la carta con un esquema que induce al tapeo más que al ritual del plato principal (aunque también los hay). Gran parte de los ingredientes tienen su origen en pequeños productores y recolectores locales.
Nos toca probar un ceviche de níspero con cebollas moradas, rabanitos, jalapeños, cilantro y jugo de limas, acompañado por un maíz tostado y crocante. Le sigue una mousse de porotos con crema de maíz blanco y puré de calabaza servida sobre un colchón de sweet chili. La crema con puntas de espárragos (silvestres, cuando hay) a la manteca y tropezones de queso es otro de los snacks.
Entre los platos medianos se destaca el pincho de paloma, cuya carne proviene de un coto de caza de Ongamira, y el rabo de vaca, que se sirve como carne prensada con un humus de porotos y un toque de chocolate. A la hora de los postres, el fin de fiesta llega con forma de marquise de chocolate, sin harina, acompañada con helado de hongos de pino.
La Cumbre presume de ser un destino gourmet, y con razón, por eso aprovechamos nuestra estadía para probar algunas direcciones de la buena mesa local. Así llegamos a Mola, el restó que llevan adelante Christian Stapler, en la cocina, y su mujer, Soledad Meneghini, que oficia de anfitriona en el salón. “Acá, hacemos una cocina mediterránea con toques orientales”, explica Christian. “La idea es que la gente la pase bien, pique algo, escuche buena música y se dedique a la conversación”, aclara.
La carta inicia con aperitivos orientales, donde se lucen la carne de jabalí, pato y ciervo; sigue con las tapas (el fuerte del lugar) y platos principales. Solo para tener en cuenta: halloumi con mousse de berenjenas ahumadas, menta, lima y ají de Cachi. Muy recomendada la trucha con salsa holandesa, los langostinos enteros al hierro con curry rojo y papines quebrados y el magret de pato al hierro con hongos y brotes de berro. En estos días Mola se está mudando a El Paraíso, su nueva sede, y es conveniente chequear por teléfono antes de ir.
Otra noche llegamos a cenar a La Urraca, el restó de Mary Duggan y su marido, Carlos “Donca” Santillán. El patio es ideal para las noches de verano. Lo mismo ocurre durante los almuerzos de invierno, cuando el lugar se llena de sol. Igualmente, siempre está disponible el espacio interior.
La propuesta gira en torno a la cocina casera, pero elaborada. Los ñoquis de batata rellenos con queso azul y los clásicos antiguos (sobre todo en invierno) como el bife de hígado encebollado, los vol-au-vent rellenos de hongos o mollejas y el rabo de buey son algunas de las alternativas disponibles. Y, por supuesto, el plato estrella del lugar: bondiola de cerdo marinado en cerveza negra, cocida toda la noche en el horno de barro.
Flores y Besos abrió hace poco. Ubicado al final de una galería abierta, cuenta con un jardincito como antesala. Por dentro, está ambientado con una paleta de colores que enlaza los verdes con los rosas aguado, algo de dorado en los detalles, algunos cristales en las lámparas, cromado para los muebles, todo muy luminoso, muy floral.
El emprendimiento que llevan adelante Florencia Muñoz y Marcelo “Rulo” Schvartz propone buena coctelería, clásica y de autor, y tapeo. Vale la pena animarse a las aguas florales, aunque solo sea un paso previo para pasar a la generosa coctelería que prepara el bartender Sebastián Falco Rosas. Hay una gran variedad de etiquetas de gin, whisky y aperitivos.
En plan de probar opciones vamos hasta Nébula, un pequeño viñedo, a medio camino entre La Cumbre y Villa Giardino. Allí, Sean Towers implantó vides de Malbec, Cabernet Franc y Sauvignon Blanc y habilitó el espacio para comer rico y sencillo con una carta de tres pasos, todo al horno de barro, a la parrilla o a la plancha.
Reciben para almorzar, aunque la hora soñada es el atardecer, cuando el sol desciende sobre las sierras y el sitio cobra una magia especial. De vez en cuando se suma un DJ o alguna banda y entonces el ambiente se llena de música. Así, la despedida no puede ser mejor.
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