De las trashumancias por los cinco continentes, una marcó el comienzo de su carrera como escritor: los seis meses transcurridos en la Patagonia. Este novelista inglés del siglo XX tuvo una vida demasiado breve pero maravillosamente intensa, acorde a las inquietudes de su espíritu aventurero.
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Parte de esta historia arranca con un trozo de cuero de milodón. Este tremendo animal perteneciente a una especie extinta de mamífero placentario y emparentado con los actuales perezosos –aunque de mucho mayor tamaño–, habitaba en el extremo sur del continente americano, a ambos lados de la cordillera, especialmente en Chile. Por eso, quienes llegan a Puerto Natales saben que “el” atractivo del lugar es la cueva del milodón. Y nadie esquiva la visita.
La abuela de Chatwin poseía dicho retazo, guardado en una vitrina, que había fascinado al pequeño Bruce; fue el fetiche movilizador de su vida futura, a partir del viaje que emprendería al sur del continente americano en busca de la huella del –a esas alturas– mítico milodón. Esto pudo haber sido ficción, pero así es como él lo contará, años después, en el libro En la Patagonia (In Patagonia, 1977), una crónica en primera persona sobre el deambular y cierto sentimiento de exilio en un confín austral, donde el encuentro fortuito con gente del lugar y otros personajes también de paso lo fueron demorando en su camino hacia alguna parte. “Puro placer, lleno de incidentes y anécdotas y los hechos extraños más inimaginables… vastamente disfrutable.”, escribió Paul Theroux al respecto.
En el extremo opuesto de este sendero que atraviesa los más diversos destinos explorados por Chatwin y los trabajos literarios que de ellos florecieron, figura Qué hago yo aquí (What I am doing here), publicado póstumamente. Este libro escapa a la regla de la novela para centrarse en una selección personal de ensayos, reflexiones, notas viajeras y toques de color que lo reafirmaron como el gran escritor que no pudo dejar de ser.
La otra parte de esta historia está vinculada al momento en que Chatwin le dio la espalda a un modo de vida previsible, apoyado en la supuesta tranquilidad de un trabajo fijo, pero que, literalmente, terminaría cegándolo. El giro fue tan drástico que la necesidad de otra manera de vivir lo indujeron a convertir sus días en un perpetuo ir y venir por los cinco continentes que derivó en una copiosa producción literaria. En palabras del escritor, “si no se escribe después de un viaje, ¿qué sentido tiene haberlo hecho?”
Existir es moverse
Bruce Charles Chatwin nació en Sheffield (Yorkshire), Inglaterra, el 13 de mayo en 1940. Después de pasar por la Marlborough School, empezó a trabajar (1958) en la prestigiosa casa de subastas Sotheby’s, donde llegó a especializarse en el arte impresionista; tres años más tarde asumió la realización del catálogo sobre antigüedades y obras de arte de esa escuela. Allí conoció a Elizabeth Chandler, con quien se casaría en 1965, poco antes de irse de Sotheby’s.
Es muy probable que no hayan sido los ocho años de obsesivo trabajo como clasificador la raíz de su ceguera, calificada de “psicológica”. Alguien se lo advirtió: era imperativo que enfocara la mirada hacia horizontes más amplios. Así fue como este joven súper experto en arte –de quien se dice que llegó a comentar que “en Sotheby’s no distinguen un Monet de un Manet”– abandonó su trabajo (1966) para matricularse en Arqueología en la Universidad de Edimburgo. De la ceguera, ni rastros.
(Entre 1972 y 1975, Chatwin había trabajado como periodista para el Sunday Times, de donde un día se fue sin decir adiós; simplemente lo anunció por telegrama: “Voy a Patagonia por seis meses”. Y allá partió. El fetiche del milodón había recobrado sentido. De Chile a la Argentina y viceversa, con más merodeos del otro lado de la cordillera que de este, Chatwin marcó su derrotero por la desolación del sur que inspiró su mencionada ópera prima. En la Patagonia le permitió obtener, en 1978, el Hawthornden Prize y, al año siguiente, el E. M. Forster Award of the American Academy of Arts and Letters.)
Un nuevo Bruce Charles Chatwin se reveló durante sus incursiones iniciáticas por El Cairo, Estambul, Beirut, Sudán, Rusia. En el 68 se propuso ahondar en el estudio de las sociedades nómadas, que lo llevaron a recorrer los caminos que desde Afganistán atraviesan países y culturas rumbo al oeste para derivar en Mauritania.
En las antípodas, el contacto con los habitantes originarios de Australia lo conmocionó profundamente, experiencia que plasmó en Los trazos de la canción (The songlines, 1987), sobre los caminos invisibles que conectan toda Australia. Esa trama de antiguas huellas –hechas de canciones sobre la creación de la Tierra– por la que los aborígenes se movían mediante el ritual de los cantos ancestrales, era el mapa del desierto que les permitía, por ejemplo, llegar a las fuentes de agua sin extraviarse. Con el canto se trazaban las sendas en una sucesión de piedras alineadas de diversas formas: ora rectas, ora ondulantes, ora en círculos con un significado y un fin precisos. Luego llegó el aprovechamiento secundario de ese lenguaje cantado que la sociedad de consumo reprodujo en infinidad de remeras, camisas e incluso repasadores como meras guarniciones estéticas del “acervo australiano” y su sentido se pervirtió.
La afinidad del escritor con la cosmovisión de las tribus que se movían libres en el remoto e inhabitado interior de Australia produjo este libro extraordinario, uno de los más afectuosos retratos que un escritor pudo componer de una etnia estragada por el alcohol y prácticamente desaparecida.
Los pasos y los libros
Chatwin gozó de una buena reputación y de una vida social rica, en la que no faltaron mecenazgos dentro de su amplio círculo de amistades. Gracias a Penelope Betjeman, mujer del laureado poeta John Betjeman, conoció la realidad campesina de una comarca galesa que lo impulsaría a escribir Colina negra (On the black Hill, 1982). Fue su primera e impactante novela que cosechó elogios de toda la crítica y fue llevada al cine por el British Film Institute.
Otro de los argumentos que también capturó la pantalla grande fue El virrey de Ouidah, (The viceroy of Ouidah), retitulado Cobra verde, película dirigida por Werner Herzog. La novela, publicada en 1980, es una historia sobre la más pura barbarie y está contada con una prosa excelsa, maravillosa. A principios de 1800, un pobre Francisco Manoel da Silva navegó el Atlántico hasta la costa oeste de África para desembarcar en el Reino de Dahomey –actual república de Benin– y hacer fortuna con la trata de esclavos. Hacía falta una voluntad de hierro y un ilimitado sentido de la impiedad para lograrlo, y a da Silva le sobraban estos atributos, al punto que llegó a convertirse en “el” personaje de Ouidah y en el amigo de un desquiciado rey africano. Pero las relaciones de da Silva estuvieron siempre tan llenas de peligro que nunca pudo concretar el soñado regreso triunfal a Brasil; en cambio, diseminó una vasta progenie de niños mulatos “da Silva”, dinastía que perduró más de un siglo.
Utz (1988) fue la última novela de Chatwin, breve y brillante. Escrita un año antes de su muerte, no es un tratado sobre la porcelana de Meissen sino sobre una doble fascinación: la que padece el coleccionista y la del escritor por los coleccionistas.
Utz (1988) fue la última novela de Chatwin, breve y brillante. Escrita un año antes de su muerte, no es un tratado sobre la preciada porcelana de Meissen –materia que conocía a nivel casi molecular– sino sobre una doble fascinación: la que padece el coleccionista y la del escritor por los coleccionistas. El drama que se plantea es un diálogo interno sobre el arte como una creación subrogada, un robo del poder divino: para ambos, coleccionar arte, en tanto que idolatría, es una blasfemia.
El relato arranca con el funeral del barón Kaspar Utz (10 de marzo de 1974), en una Praga “normalizada” pocos años después de la invasión soviética. Los hechos están contados hacia atrás por alguien que lo había conocido en un encuentro en 1967, en las preliminares de la Primavera de Praga, ese efímero período de liberalización de Checoslovaquia –del 5 de enero al 20 de agosto de 1968– que buscó modificar el régimen soviético hacia una forma no totalitaria de socialismo. El narrador, que había llegado a la capital checa a raíz de un artículo sobre el emperador Rodolfo II de Habsburgo, tomó contacto con el barón, un renombrado coleccionista de porcelana de Meissen.
Exponente de la pequeña nobleza de habla alemana, Utz había logrado atravesar indemne con su colección la ocupación nazi, pese a haber sido arrestado e interrogado por la Gestapo. Después de la guerra, el nuevo gobierno comunista le había hecho una propuesta irrechazable: la posibilidad de conservar su preciosa colección a cambio de catalogarla y la garantía de que, a su muerte, se la destinaría al museo estatal. La vida de un coleccionista en tales circunstancias no podía sino ser una pesadilla; abolida la propiedad privada, el límite entre ésta y la posesión personal se percibía demasiado lábil.
Una vez al año, el barón se las ingeniaba para viajar a Vichy con el fin de tomar baños termales y, ya que estaba, adquirir nuevas piezas Meissen. Después volvía a su país, para estupor de sus connacionales que no podían entender por qué no aprovechaba para quedarse en Francia. Al fin y al cabo, argumentaba el coleccionista, Checoslovaquia era un lugar donde le resultaba agradable vivir, “a cambio de tener la libertad de irse”. En el minúsculo piso de dos habitaciones donde vivió hasta su muerte, Utz acumulaba piezas preciadísimas con fervor místico, persuadido de que el arte de la porcelana, en su búsqueda de la inmortalidad, se conectaba con la alquimia. Para el barón, la porcelana de Meissen representaba los valores aristocráticos, síntesis estética de la realeza europea en contraposición al modelo social que todo lo desintegra e iguala, del que él debía preservarlos. Utz vivió así, en vilo, entre el control del régimen comunista y el disgusto que le provocaba el materialismo occidental.
Se dice que fue durante el período de Chatwin en Sotheby’s que detectó un falso Picasso y que esa agudeza le valió posicionarse como “la” autoridad en arte impresionista.
Se presume que el narrador de esta novela no es otro que Chatwin. En sus tiempos de Sotheby’s, el futuro periodista y escritor había conocido a un coleccionista de porcelana Meissen y esta circunstancia fue motivo suficiente para desarrollar un jugoso argumento literario. En Utz no hay una palabra que sobre ni reflexión que se perciba ociosa: suspenso del mejor en poco más de cien páginas.
Viajero irredento, extraordinario contador de historias y con una fina sensibilidad para el arte: se dice que fue durante su período en Sotheby’s que detectó un falso Picasso y que esa agudeza le valió posicionarse como “la” autoridad en arte impresionista.
En su transitar por el deslumbramiento del nomadismo, Chatwin supo entender que “hay que estar dispuesto a desprenderse para seguir viaje tan liviano como se empezó”, que “lo mejor es llevarse ropa de descarte (…) de manera que los objetos que se dejan continúen su ciclo de uso en otras personas”. Es decir que en el ejercicio de renovar el equipaje conforme se anda, para volver a dejarlo y así sucesivamente, se hace carne el desapego.
¿Y después del viaje? Lo dicho: el libro inevitable. Se iban gestando a la vez.
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