Ex colonia británica, maya, creole y garífuna, es un país pequeño que propone mucho más que playas: naturaleza, arqueología, cultura y la segunda barrera coralina más grande del mundo.
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Los beliceños no son muchos: apenas 400.000 habitantes. Sin embargo, identifican cuatro tipos de grupos étnicos muy diferentes. La noción de “crisol de razas” que nos enseñaban en la escuela cobra un sentido distinto cuando la superficie es escasa, y la mezcla tan notoria. La mayoría son mestizos (mezcla de españoles y nativos), pero hay también creoles (mezcla de británicos y negros africanos), mayas y garífunas. Estos últimos son el producto de la unión de los negros africanos con los indios caribes y arawaks. Los mayas, a su vez, se dividen en tres: qʼeqchiʼ, mopanes y yucatecos. Los dos primeros son los más numerosos y se dan principalmente en el sur del país. El idioma oficial es el inglés, pero cada grupo suele utilizar oralmente su lengua. Hay una quinta minoría, bastante notoria por su particular vestimenta: los menonitas.
Belice fue colonia del Reino Unido, conocida como British Honduras hasta 1973. Se independizó recién en 1981. Hasta 20 años antes, cuando se construyó la ruta Panamericana, se manejaba por la derecha, a la inglesa. Ese mismo año, 1961, el huracán Hattie destruyó la ciudad de Belice. Fue cuando comenzó a planificarse la nueva capital, Belmopán. Hoy, ambas tienen estatus oficial, pero el turismo se mueve más por el lado de los cayos (Ambergris, con su capital San Pedro, y Caulker), que integran la segunda barrera coralina más grande del mundo, y los importantes sitios arqueológicos mayas de Caracol y Xunantunich. Desde el punto de vista económico, la industria del azúcar es muy significativa, seguida por la de la banana. Una actividad novedosa, y relacionada con una inmigración nueva, la asiática, es la pesca. Sobre ella me habló Reginald, el guía de la cabalgata que hice con Outback Trails. Al paso sobre el lomo de Canelo me contó que su hermana estudió biología marina y viajó a Taiwán para especializarse en el tema del langostino. Ella domina el español porque tiene un novio hondureño.
La tradicional industria de los cítricos hace años que viene muy golpeada por una enfermedad conocida como greening citrus disease. Lo de “green” (verde) pasa inadvertido, puesto que lo que se nota a simple vista es que los árboles, muy tristemente, a lo Alejandro Casona, mueren de pie.
Dangriga & Hopkins
Son las localidades garífunas más destacadas. Dangriga, que significa “agua dulce”, es una aldea colorida y bastante poco organizada. Hopkins, en cambio, concentra hoteles y resorts en prolijo orden. Se reúnen ahí por dos motivos: la proximidad de la selva –la que conocí esa mañana– y la transparencia de sus aguas. Así me lo resumió el cocinero holandés Rob Pronk en la primera cena. Vive en Belice desde 1999, pero hace 12 años que está en Hopkins. Conoció a Corrie, su esposa –holandesa también–, en Aruba, y juntos se mudaron a este nuevo país, el único continental de habla inglesa, atraídos por un conjunto de razones superadoras.
“Es más natural, con más por hacer, gente más amigable y una cultura mucho más rica”, sentenció Rob. Al frente de Chef Rob’s Gourmet Café y la posada Parrot Cove, tiene a la vista de los comensales su propia huerta de microgreens, que utiliza para complementar su propuesta de cocina con ingredientes locales. En temporada, el más famoso es la langosta. “El paraíso en la Tierra no existe, pero cuando uno se da cuenta de que está cerca de él, tiene que quedarse”. Y ahí de feliz está.
Al día siguiente, terminé de comprender bien a qué se refería. “Don’t smile”, nos decían los guías del Hamanasi Resort justo antes de saltar y zambullirnos en los alrededores de South Water Caye. Nos explicaban que al sonreír con la máscara de snorkeling puesta hay más chances de que ingrese agua. Pero cómo resistirse, si reír es parte del entusiasmo natural ante la idea de flotar en ese horizonte turquesa intenso mientras los peces y las rayas pasan a pocos metros. Es como nadar en el cielo. Definitivamente, Rob tenía razón.
Mayflower Bocawina National Park
Si bien el mar es un plato fuerte, Belice también hace cuestión de su riqueza interior. Lo comprendí con el guía Anastasio que me pasó a buscar por el hotel para llevarme al Mayflower Bocawina National Park. El lugar propone un trekking de mediana intensidad hasta llegar a los piletones de las Antelope Falls. En el camino, Anastasio demostró ser un libro abierto en materia vegetal. Tomó un fruto redondo y lo abrió con su machete. Una savia blanca y pegajosa brotó de inmediato. “Es cola natural”, me dijo con nostalgia Anastasio sobre esas horse balls o “cojones de caballo” que los niños de ahora ya no usan.
También me mostró la planta que sirve como viagra natural, que es la infusión de “palo de hombre”, me hizo hamacar en una liana, e intentó enseñarme el lanzamiento de hoja de corozo, una gran palmera que tiene su propio sustantivo colectivo, corozal, y que hasta devino en topónimo. Hay pueblos con ese nombre en Colombia, en Puerto Rico y, también, en Belice. Lo de usarla como proyectil fue un fracaso para mí: había que lanzar la hoja como un misil, a ver cuán lejos llegaba, y me humilló con años de rainforest a cuestas, versus mi humilde desempeño de porteña urbana que, a duras penas, jugó a los avioncitos con hojas de papel.
En el trayecto hasta los piletones –donde finalmente pudimos refrescarnos y apreciar la soberbia vista de la selva desde arriba–, Anastasio aprovechó para señalarme algunos ejemplares del árbol nacional, la caoba, y del de Guatemala, la ceiba. Este último es sagrado para los mayas, que lo consideran el árbol de la vida: su copa simboliza el cielo, su tronco el plano terrenal, y sus raíces, el inframundo. Apenas lo vi, con esas espinas poderosas, le retruqué “eso es un palo borracho”. Error. La Ceiba pentandra y nuestra Ceiba speciosa son parientes cercanos y pinchudos, pero no iguales. Esa fue la lección capital de este viaje en el que la taxonomía vegetal fue ganando importancia con el correr de los días. Un lapacho rosado no es un madre cacao, y esa observación pormenorizada de ramas, corteza, flores y frutos es un regalo tácito que Belice guarda sólo para quien quiera apreciarlo. En lugar de clase, se parece más a un posgrado. Y, para cursarlo, hacen falta todos los sentidos. El olfato para descubrir el aroma especiado del all-spice y el tacto para comprobar que la corteza de gumbo-limbo es un antídoto natural de cualquier savia venenosa alivian el enrojecimiento del sol, las picaduras, las llagas y hasta el sarampión. Su “piel” es muy rojiza y se descama fácilmente, por lo que lo llaman “árbol del turista”: así de rojos quedan los incautos de otras latitudes cuando los sorprende el sol del Caribe.
San Ignacio
La siguiente etapa del viaje no era costera. Al principio, y después de esa experiencia increíble en el mar de Hopkins, me dio pena alejarme de él, pero enseguida esta porción maya de Belice me sorprendió.
No sabía de su existencia y su importancia. La civilización maya abarcó parte de lo que hoy es México, Honduras, El Salvador, Guatemala, además de Belice, y se extendió más de 3600 años (desde el 2000 a. C. hasta la caída de Tayasal, en Guatemala, en el año 1697).
Apenas llegamos a San Ignacio, noté que las agencias locales no sólo ofrecían la visita a Caracol y Xunantunich, sino también a Tikal, el centro urbano maya más importante del vecino país, que está a dos horas. No es la única cuestión fronteriza que dirimen ambos países. Existe un reclamo territorial sobre Belice que data de los tiempos de la Corona. Guatemala finalmente reconoció su independencia en 1991, pero no ceja en sus pretensiones. En distintos referéndums y debates, los beliceños han dejado muy clara su posición. Comparten buena parte de las raíces y la cultura, pero no tienen ninguna intención de dejar anexar su mitad sur. San Ignacio es una ciudad baja, con terreno quebrado. El hotel donde me hospedé, Falling Leaves, está en lo alto de una loma, al lado de otro sitio maya, el de Cahal Pech, que es minúsculo comparado con su hermano mayor, a unos 30 minutos hacia el sur.
Xunantunich fue el primer sitio maya en abrir sus puertas al público, en 1954. Las primeras excavaciones, atribuidas a Thomas Gann, datan de 1894-95. Tiene seis grandes plazas ceremoniales, rodeadas de unos 25 edificios y templos. El más importante es El Castillo, de 42 metros de altura, que fue construido a lo largo de unos dos mil años, entre el 1200 a. C. y el 900. La vista desde arriba es maravillosa: se ve el dosel de la selva y la frontera de Guatemala más allá. Pero lo más increíble son sus frisos de estuco. Originalmente eran cuatro; sólo el este y una parte del oeste sobrevivieron al paso del tiempo. En la actualidad están cubiertos por réplicas de fibra de vidrio, que evitan que los auténticos –que están debajo– se sigan deteriorando. Durante muchos años, un alero rudimentario pretendió protegerlos de las inclemencias del clima, pero ante la evidencia del daño, el friso oeste se tapó en 1996 y el este en 2001.
Representan conceptos relacionados con la cosmogonía maya –los dioses de la Lluvia, de la Luna, y el árbol antropomórfico conocido como dios Pax, entre otros– y legitiman a quienes vivían en el castillo, justificando que estuvieran en el centro del universo y rigieran el destino del pueblo.
A esas asombrosas figuras, Xunantunich suma el encanto de su escala humana y sus cantidades acotadas de público. Los turistas son sorprendidos por alguna iguana que camina oronda entre las milenarias piedras y se pueden sentar tranquilos a gozar de la sombra que un gumbo-limbo o un guanacaste proyecta sobre la plaza principal.
ATM Cave
Es “la” excursión de Belice. Se llama Actun Tunichil Muknal Cave, pero todos la conocen como ATM. Las fotos escasean (están prohibidísimas desde que algunos turistas, por prestar atención a las selfies, no se dieron cuenta de que estaban pisando restos arqueológicos de alto valor), pero la fama de estas cuevas no precisa del respaldo de las redes sociales para trascender. Es una propuesta no apta para claustrofóbicos, en la que uno se mete dentro de un cenote nadando (con salvavidas y un casco con linterna).
El nivel del agua varía de la cintura al cuello a medida que avanza. Se permite llevar calzado hasta un punto en el que, para preservar las cerámicas y los restos humanos, los turistas deben quedarse en medias. El sendero se limita con unas cintas flúo que protegen ánforas y vasijas –que se presumen del año 900– y conducen a la frutilla del postre: un esqueleto en perfecto estado al final de una cueva. La cantidad de guías habilitados –y, por ende, la de visitantes por día– es limitada. Es el paraíso de la espeleología y el palacio de las tinieblas al mismo tiempo: pura adrenalina.
Mountain Pine Ridge
El último día, Julio de Mayawalk Tours pasó a buscarme para mostrarme otro de los tesoros naturales ocultos de este país tan rico y polifacético. La jornada anterior en la cueva ATM me había dejado la vara alta. Tenía experiencia en estalactitas y estalagmitas, pero nunca de tales dimensiones, y, sobre todo me había impresionado el hecho de tener que nadar para avanzar, y encontrar restos de sacrificios humanos en tan perfecto estado al final del recorrido.
Con Julio fuimos de San Ignacio a San Antonio, donde comienza una obra vial impresionante que arrancó hace unos años y demorará, al menos, tres años más. El objetivo último es Caracol, el sitio maya de más envergadura de Belice, que pierde gran cantidad de visitas, justamente, por su mal acceso. La buena noticia es que el asfalto flamante, con banquinas y nuevos puentes, llega hasta la Mountain Pine Ridge Forest Reserve, una reserva donde priman los Pinus caribaea, el pino de Honduras, tan explotado comercialmente que motivó la creación de un área protegida en 1949. El lugar tiene dos highlights: la Rio Frio Cave, que se jacta de tener el acceso a la cueva más grande de Belice, y las Big Rock Falls, cascadas del Privassion River. El acceso más simple, por escaleras recién estrenadas, es a través del San Miguel Campgrounds. Hay que pagar 15 dólares beliceños, que son u$s 7,50. (Las dos monedas se utilizan indistintamente y la cotización de 2 a 1 es oficial desde hace más de 25 años).
Para la última mañana dejamos la visita a la granja de mariposas de Chaa Creek porque cuando leí “butterfly farm” en un mapa, no quise irme sin ver de qué se trataba. Está dentro del recinto del primer lodge de selva de Belice, cuando Mick y Lucy Fleming se instalaron allí en 1977. Entrar en ese recinto donde crían tres especies (morpho azules, malaquitas y mariposas búho) es lo más parecido a tener una alucinación sin droga alguna. Ese aleteo colorido y silencioso, la conexión que establecen con el sol –y con las plantas en las que forman sus capullos– y la posibilidad de verlas nacer en escasos minutos fue un cierre formidable. Me fui pipona de ese azul brillante, de los falsos ojos de las búho y del amarillo de las malaquitas.
En el camino de regreso, en pleno campo, apareció otro guanacaste de inmenso porte. Lo reconocí de inmediato y sonreí. Esa copa masiva y esas “orejas” oscuras –sus característicos frutos– que penden de sus ramas, el tronco blanquecino. El árbol nacional de Costa Rica, me había explicado Anastasio. El que muchos beliceños recuerdan abrazando entre varios como parte de su infancia. Un recuerdo vegetal que se hilvana con otro. Ahora son un poco míos.
Datos útiles. Guía para saber dónde dormir y comer en Belice.
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