Un recorrido por Essen y Krefeld, ciudades pequeñas del oeste, y Frankfurt, hoy capital económica de Europa, adonde también llegó la influencia de los maestros Mies van der Rohe y Walter Gropius.
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Sí a la luz. Sí a los espacios amplios y a las líneas rectas. Sí a la unión de arte y artesanía y arte y tecnología. Sí a los colores primarios. Sí a la geometría asimétrica. Sí a los nuevos materiales. Sí a los techos planos. Sí a un estilo simple y limpio. Sí al debate. Sí a la experimentación. Sí a la construcción de un nuevo ser para el diseño de una nueva sociedad.
Estos eran algunos principios de la Bauhaus, la escuela de arte, diseño y arquitectura más influyente del siglo XX por sus ideas y su pedagogía. La fundó Walter Gropius en 1919 y la cerraron los nazis en 1933. Pero, como se sabe, las ideas son indestructibles y, cien años después, Alemania celebra la Bauhaus. Del alemán, bau, construir; haus, casa.
La primera sede de la escuela fue la ciudad de Weimar; luego se mudó a Dessau, donde recientemente se inauguró un museo que se suma al Bauhaus Archiv de Berlín.
Este recorrido no visita las sedes principales. Tiene algo de lado B, rescata los ecos de la Bauhaus en Essen y Krefeld, dos ciudades del oeste de Alemania: la primera a orillas del Ruhr y la segunda a unos pocos kilómetros del Rin. Dos ciudades verdes y pequeñas del interior, donde todavía es difícil encontrar barrios gentrificados y restaurantes con opciones veganas. Pero Essen, por ejemplo, atesora el original del primer Manifiesto de la Bauhaus, y Krefeld, dos casas diseñadas por Mies van der Rohe para la alta burguesía de la seda.
No a la simetría de la composición tradicional. No a la ornamentación. No a las formas curvilíneas. No a lo superfluo, “la forma sigue a la función”. No a la separación entre artista y artesano.
La Bauhaus surgió después de la Primera Guerra Mundial ante el deseo de crear otra sociedad, con un hombre libre, con mujeres que pudieran estudiar y cortarse el pelo si así lo querían, como se ve en la película Lotte am Bauhaus (Alemania, 2019), que retrata la audacia y el sufrimiento de una mujer decidida a estudiar en la escuela más vanguardista del país.
Sus alumnos experimentaban las ideas del espacio en la danza, el teatro y la construcción. Era necesario volver a imaginar el mundo a través del arte. Las clases de Johannes Itten, probablemente el maestro más enigmático de la Bauhaus, vestido como monje, comenzaban con ejercicios de gimnasia y respiración; luego enseñaba teoría del color, de los colores primarios, que se sumaban al negro, gris y blanco.
“Aquí abajo, en los sótanos de este edificio, está el primer manifiesto de la Bauhaus”, cuenta orgulloso Lars Büttner, guía de Essen, y agrega que en esta ciudad hubo reuniones en las que se pensó el espacio y el estilo simple y funcional que adoptó la escuela. “Itten estuvo aquí, Gropius estuvo aquí. Si nos pusiéramos a recorrer el legado Bauhaus de esta ciudad nos pasaríamos el día”. El museo se llama Folkwang y tiene obras de dos de los grandes pintores que la integraron, Vassily Kandinsky y Paul Klee, y de los fotógrafos Laszlo Moholy-Nagy y Grete Stern, que luego vino al país y se casó con el fotógrafo argentino Horacio Cóppola.
Hasta no hace mucho Essen vivió de la producción de acero y de las minas de carbón que la rodeaban –más de 290– y llegó a ser uno de los centros industriales más poblados del mundo. Pero el mundo cambió, pasó la guerra, Essen fue bombardeada y poco a poco las minas cerraron. En 1986 trabajó el último turno de la más grande y hace nueve meses cerró la última.
“Todavía nos estamos reinventando. Hoy tenemos los peores sueldos de Alemania, pero en algún momento de la historia Essen fue rica”, cuenta Peter Reuter en un circuito guiado por la mina que es Patrimonio Mundial de la Humanidad desde 2001. La mina se llama Zeche Zollverein XII, fue diseñada por Fritz Schupp y Martin Kremmer a finales de los años 20, influenciados, claro, por la escuela del momento: la Bauhaus.
Le dicen mina de carbón, pero es un complejo industrial de cien hectáreas donde hoy se camina entre fierros oxidados, tanques y vagones en desuso, y la gente se saca selfies con el fondo de la escultura de un enorme canario amarillo, pero hace 80 años los canarios servían para testear el nivel de monóxido de carbono en el ambiente. Cuando los canarios caían muertos había que salir.
“Mis dos abuelos murieron acá”, dice Dirk Slawetzki, guía de circuitos en bicicleta por el valle del Ruhr. Uno de sus abuelos murióa los 47 años, dos después de la máxima expectativa de vida. Entre 1851 y 1986 trabajaron 8.000 operarios en Zollverein.
Desde una terraza de la mina se ven montañas artificiales: están hechas a partir de la acumulación de piedras de descarte. También se ven amplias áreas verdes y bosquecitos de abedules. Basta que el hombre no haga nada para que la naturaleza vuelva. Hace dos años Essen fue Capital Verde de Europa.
“En la actualidad, uno de cada tres trabajos es cuidar adultos mayores y los jóvenes no saben qué es la industria pesada. Zollverein es un testimonio de eso”, señala Reuter, guía de la mina y oriundo de Essen. Mientras habla suena una alarma que tapa su voz. Cuando alguien pregunta qué es eso, el hombre pequeño y vestido con campera verde militar dice que es para estar entrenados ante una catástrofe.
–¿Un ataque terrorista?
–O un incendio. Los jóvenes mirarían el celular cuando lo que deberían hacer es prender la radio para saber cómo proceder.
En esta época “verde”, de reutilización y nueva vida de una vieja mina de carbón, hay una universidad, un bosque de esculturas, varios restaurantes y una pileta ahí nomás de las chimeneas que en invierno es una pista de patinaje sobre hielo. Se alquilan salones para fiestas y casamientos; hay museos, muestras de arte, un taller de cerámica y hasta un hotel cinco estrellas con 67 habitaciones de 500 euros y más. Zollverein volvió a integrarse a la comunidad de otra manera, con una nueva identidad. Fueron muchos los artistas y arquitectos que trabajaron en el proyecto de reconversión de la mina en Patrimonio. Essen tuvo durante años mala imagen por el carbón; la arquitectura reparadora también es promoción y está transformando la imagen con el modelo de los edificios industriales reconvertidos, como la fantástica Tate Modern de Londres.
Avant garde y seda
Krefeld está en la región de Westfalia, a 40 km de Essen. También se la conoce como la ciudad del terciopelo y la seda por la importancia de la industria textil. Lo es ahora y lo fue en los años 20. La seda llegaba de China y de Italia, y en las fábricas de Krefeld se procesaba, estampaba y terminaba, a pesar de la competencia con el mercado francés.
En un período de 40 años, entre los 20 y los 60, vivieron en Krefeld cerca de 25 referentes de la Bauhaus, incluidos Lilly Reich, Johannes Itten y Mies van der Rohe, que diseñó un edificio industrial, el único de su carrera: la fábrica de seda.
El señor Hermann Lange era algo así como el rey de la seda de Krefeld. Industrial potentado, miembro activo de la escena cultural –participó de la fundación del Museo Kaiser Wilhelm– y coleccionista de arte avant garde. Según relata su bisnieta Christiane Lange –historiadora del arte y curadora del capítulo Krefeld en los cien años de la Bauhaus–, el encuentro entre Lange y Mies van der Rohe ocurrió en 1927. Para esa época, Lange ya tenía cuadros de Kandinsky y Robert Delaunay, y compartía intereses con el arquitecto. Se encontraron, se respetaron, se admiraron y fue así como Ludwig Mies van der Rohe, el último director de la Bauhaus y autor del precepto Menos es más, llegó a dejar el legado que hoy visitan los entusiastas de la arquitectura. La sedería Vereinigte Seidenwebereien, el único edificio industrial, es una fábrica donde existía la producción en línea, pero en espacios dignos y llenos de luz, algo que hubieran deseado los obreros en los comienzos de la Revolución industrial.
El edificio está en vías de convertirse en un complejo de oficinas con el nombre del arquitecto. Aunque la restauración y la adaptación traen cambios, se conservan las prioridades manifestadas por la escuela: los amplios espacios, la luz y el uso de materiales novedosos.
Mies van der Rohe diseñó también las casas Lange y Josef Esters, este último también industrial de la seda. Rodeadas de robles, tilos y árboles frondosos y sanos, ambas se visitan y son sitio de instalaciones y muestras de arte.
Al rescate del Nuevo Frankfurt
Los nazis juzgaron a la Bauhaus por amoral. Les pareció que los techos planos no eran alemanes y quisieron reemplazarlos por los que mandaba la tradición: a dos aguas. Aplastaron el movimiento artístico y destruyeron archivos y obras de arte. Cien años después, Alemania busca el legado de la Bauhaus por todo el país y también en el mundo porque en 1933 muchos referentes de la escuela emigraron a los Estados Unidos –Mies van der Rohe y Lazlo Moholy-Nagy a Chicago, y Gropius a Boston– y también a Israel. En Tel Aviv hay un barrio entero con diseño Bauhaus.
Con esta idea se rescató la Casa May, que fue parte de un proyecto mayor: el Nuevo Frankfurt, un plan de urbanización de 12.000 casas desarrollado entre 1925 y 1930 por los arquitectos Ernst May, Martin Elsaesser y el mismísimo Walter Gropius, que trabajaron junto con el alcalde de la ciudad, Ludwig Landman.
“La Bauhaus ha tenido un impacto directo en la sociedad a través de proyectos de vivienda social. Por eso, no es sólo un modelo creativo, sino también social y económico”, dijo en una entrevista Claudia Perren, directora de la Fundación Bauhaus en Dessau, a propósito de la celebración por los cien años.
Neues Frankfurt queda en un barrio alejado de los rascacielos del centro financiero de Europa. En un vecindario tranquilo y frente a una calle angosta donde apenas pasan dos autos, la Casa May es compacta, austera y muestra cómo la escuela llegó a diseñar también la vida cotidiana de la clase trabajadora. La casa tiene 88 m2, dos pisos y ventanales al jardín, donde había un huerto y árboles frutales (hoy se ven flores y una ardilla de cola espumosa que merodea).
Las casas del proyecto Neues Frankfurt se hacían rápido, en terrenos expropiados. Trabajaban 18 operarios y en dos días las terminaban. En los años 70, las viviendas fueron protegidas como parte del patrimonio cultural. Quien abre la puerta es Oscar Unger, hijo del primer propietario, periodista y conocedor de la Bauhaus. La Casa May permanece en estado original porque fue recuperada por historiadores y arquitectos especializados en la Bauhaus. Conserva los muebles, la pintura y el empapelado. A Unger le encanta mostrarla y hablar de la escuela y contar la historia de la cocina (conocida como La cocina de Frankfurt) y de su creadora, la austríaca Margarete Schütte-Lihotzky, que la diseñó en 1926.
La cocina May es chica como una cocina de barco –había que ser ágil– y tiene cajones, ¡hornalla eléctrica! y espíritu funcional. Racionalización de la organización. Parece una cocina smart cuando todavía faltaba mucho para esa idea. Y, por supuesto, tiene una ventana enorme por donde entra una tonelada de luz.
Lo más curioso es que la mesada es realmente baja y hay una silla, como para sentarse a ¿pelar una papa?, ¿batir huevos? Unger arriesga el motivo mientras se peina el bigote con el índice y el pulgar: Margarete, la primera mujer arquitecta de Austria, nunca había cocinado en su vida y se le ocurrió que la tarea se podría hacer sentada. O como feminista quizás imaginó una mujer que regresaba cansada del trabajo y necesitaba una cocina eficiente y una silla para estar cómoda. La cocina como escritorio.
Con el nazismo en el poder, Margarete se exilió en Turquía y luego integró la resistencia y, cuando la descubrieron, pasó cinco años en la cárcel. Cerca del final de su vida –murió en 2000– recibió premios y reconocimientos por su trayectoria.
En una caminata exploratoria por Frankfurt, más allá de la casa de Goethe y de Römerberg, el centro medieval destruido en la Segunda Guerra Mundial y reconstruido tal cual –lo llaman Disneyland–, siguiendo el paseo a orillas del río Meno, o Main en alemán, se llega al Banco de la Unión Europea (ECB). Es un edificio de corte futurista, hermético, blanco, que emerge del antiguo mercado de abastos, un ícono de la Bauhaus. Hoy llueve y los transeúntes pasan sin mirarlo. Extrañamente, muy pocos turistas llegan adonde hasta hace algunas décadas se compraban frutas y verduras, y hoy se vela por las finanzas de los 19 países que adoptaron el euro. No es posible visitar el lugar, pero basta pararse enfrente para distinguir la arquitectura puente, que conecta pasado y presente a través de nuevos materiales y diseño. Aun de lejos se lee la impronta de la escuela Bauhaus, un proyecto de visionarios que duró 14 años y parece que vivirá para siempre.