Los Valladares vendieron todo lo que tenían y se afincaron en Pehuenia. Los hijos se encargan del mantenimiento, las salidas de pesca y las reservas.
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A mí me gusta la buena vida, no te voy a mentir. Esa verdad íntima la revela Lucas, porteño de treintitantos, mientras camina por la playa privada de las cabañas Bahiamía, en Villa Pehuenia. Es una mañana radiante, fresca, de aire puro, bien patagónica. Si mira hacia el frente ve el Lago Aluminé. Si mira hacia un lado, montañas; hacia el otro, su mujer y su perro caminan por la arena. “Yo en los viajes voy a de menor a mayor, en cuanto a comodidad. Este es el final de quince días de vacaciones y quiero terminar arriba”, dice sin sacarse los anteojos negros.
Hacia atrás está la cabaña donde durmió anoche, de madera de ciprés y pino ponderosa, cómoda, de grandes ventanales, confortable, calentita. No es de lujo pero debe tener una de las mejores vistas de la zona. También tiene una privacidad única: seis cabañas comparten una playa sobre el lago, una bahía breve y maravillosa. Algunas están a pasos del lago, como la de Lucas, y otras un poco más altas en el cerro, y se accede por una escalera.
Al final de la charla amistosa con él, que es analista de sistemas y puede trabajar desde cualquier lado, cuenta que está convenciendo a su pareja de dejar el banco donde trabaja y probar cómo sería vivir en Villa Pehuenia. Ya preguntaron los precios para volver dentro de unos meses acá mismo, a la cabaña donde pasaron unos días. Quizás se animan y cambian de vida.
Como ellos hay muchos que lo hicieron, que lo harán: la mayoría de los habitantes de la villa vino de otro lugar. Muchos esperan ansiosamente el próximo censo porque en una década la población creció mucho; se triplicó dicen algunos. “No tenés cine, teatro ni boliche, esto no es para cualquiera, pero si te gusta no te vas más”, dice Axel Valladares, uno de hijos de los propietarios de las cabañas que por estos días viajó a Buenos Aires porque nacerá su primera hija. En salud, todavía falta. Los chequeos médicos se hacen en San Martín de los Andes, Zapala, Neuquén y, los que pueden, en Buenos Aires.
Las cabañas Bahiamía quedan en el paraje La Angostura, a 5 km de Villa Pehuenia, después de cruzar el río del mismo nombre –y de apenas 500 metros– que une los lagos Moquehue y Aluminé, en el oeste de la provincia de Neuquén. En La Angostura hay algunos alojamientos más, la Escuela Nº90 y el acceso a la zona conocida como Cinco Lagunas, un atractivo manejado por la comunidad mapuche Puel donde además de las lagunas verdes y bosques nativos está el restaurante sustentable We Folil.
Los inversionistas y concesionarios del predio de seis hectáreas de Bahiamía, son los Valladares, una familia que después de una década de pasar las vacaciones en Villa Pehuenia un buen día se decidieron a hacer el cambio.
“Para venirnos quemamos las naves. Vendimos las máquinas de mi taller de bordado industrial y al final vendimos las casa y nos vinimos. Los chicos, que habían terminado la secundaria, se quedaron estudiando en un departamento alquilado en Buenos Aires”, cuenta Jorge Valladares, pero interrumpe el relato porque se va a prender el tractor para ayudar a salir a la ruta a unas turistas coreanas que llegaron en un auto alquilado y sin cadenas, y después de la última nevada no podrán salir.
De Palomar a Villa Pehuenia, un largo camino a casa: esta tierra antigua, de araucarias, lagos y volcanes es su casa. El proyecto comenzó en 2010, pero la primera cabaña estuvo lista en 2013. “Fue muy duro, acá no había nada: ni caminos –llegábamos a pie o en embarcación–, ni luz, ni gas que todavía no hay. Entre los vecinos hicimos el tendido eléctrico y los caminos”, agrega Adriana, su mujer y la madre de los chicos, que es arquitecta y se encargó del diseño. Jorge recuerda el día que conectaron la luz, fue en 2015, después de la final de la Copa América entre Argentina y Chile. Perdimos, pero para ellos fue un día de fiesta.
Los chicos son tres varones: Axel, el que se convertirá en padre de Nina en estos días, de 31 años, y sus hermanos mellizos Alexis y Milton, de 27.
Axel trabaja en mantenimiento, un pilar de las cabañas. “La montaña te va curtiendo a hacer de todo. Los tres fuimos a colegio técnico, pero otra cosa es ponerte a construir un galpón. Mucho Youtube, mucho meter mano y las cosas se hacen. Es cuestión de mandarse”, cuenta Axel que justamente está construyendo un galpón con su padre.
Milton es técnico automotriz y cuando llegó tenía decidido poner un taller mecánico. Pero conversando con gente del lugar se enteró de que había un curso de pesca gratuito en Villa Pehuenia y se anotó. Le gustó, hizo amigos y empezó a trabajar con clientes extranjeros y hoy viaja como guía de pesca por el país y el extranjero. Dice que ahora ni loco se engrasa las manos.
Alexis se encarga de las reservas y de la página web, pero si hay que cortar leña, la corta; si hay que palear nieve, la palea, y si hay que terminar el galpón, ayuda a terminarlo.
“No tenemos domingos ni lunes, nos tomamos franco cuando hay poca gente en las cabañas. Capaz un domingo estamos trabajando a pleno y un martes estamos comiendo un asado en la playa”, cuenta Axel.
Cuando llegaron tampoco había internet, obviamente. Adriana llamaba a sus hijos para ver cómo estaban, pero sobre todo para que le dijeran el pronóstico climático según sitios confiables, como Windguru. “Los volvía locos, tanto los habré llamado que cuando vinieron me trajeron de regalo una estación meteorológica que hasta hoy tengo instalada en el techo: tiene barómetro, pluviómetro, marca la dirección del viento, todo”, cuenta la mujer de 60 años, que de chica leía Heidi y le encantaban las montañas.
El apellido español Prieto no condice con su cara amplia y de ojos achinados y claros; tiene una belleza del este de Europa que llama la atención. Lo prueba su apellido materno: Stepancic es esloveno, de un pueblito que se llama Bukovica, cerca de la frontera con Italia. En 2019, justo antes de la pandemia, fueron por primera vez. “Me encontré con mis familiares a quienes no conocía, ni siquiera tenía el contacto, me lo hizo mi prima que había viajado antes. Nos atendieron tan bien, sentí que los conocía de toda la vida. Hicieron una reunión para que conociéramos a los parientes. Es un pueblo chico, prolijo, rural; ellos hacen sus vinos que exportan a Japón. Fue una zona de mucho conflicto, todavía aparecen bombas entre los cultivos. Recuerdo el río Soča, de color turquesa, y a un tío de 94 años que me regaló 50 euros como un agradecimiento a nuestro país por haber recibido a los eslovenos después de la guerra y dejarlos hacer una vida”, cuenta Adriana con emoción. Todavía recuerda las palabras en esloveno que le enseñó su mamá.
¿Se te ocurre alguna?
Es que son saludos o malas palabras. Jaja. Me acuerdo de las papas tienpan, una especie de puré rústico con cebolla y panceta, riquísimo.
Jorge vuelve de asistir a las coreanas, y seguramente terminarán de desayunar. La temporada baja se aprovecha para bajar el ritmo, hacer una limpieza profunda de las cabañas –”cortinas y acolchados”–, y como dura varios meses el tiempo alcanza para lo que le gusta: bordar y diseñar los tapices que decoran las cabañas, hacer pan y dulces caseros –con fruta fina que le trae una amiga de El Bolsón–, caminar por el bosque nevado y tejer cositas para su nieta. Vive una vida más tranquila, guiada por la naturaleza. Lo mismo que le gustaría hacer a Lucas, el huésped que se fue hace unos días y ya debe estar en un departamento en pleno centro, rodeado de edificios, soñando con venir a vivir la buena vida.
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