La incansable Gretel Limberger es el alma máter de unas cabañas a orillas del Lago Vintter, Chubut. Tras enviudar, rearmó el complejo y descubrió el placer de viajar sola.
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“Soy Gretel, fuerte como un roble”. Con esa determinación se presenta la austríaca de casi 80 años desde su lugar en el mundo, el imponente Lago Vintter, una zona áspera y ventosa de la Patagonia en el límite con Chile. Después de varias migraciones aquí y allá, en este enclave cordillerano echó raíces, montó unas cabañas y festejó las bodas de oro con Nikita, su entrañable compañero de origen ruso que, antes de morir (2017), pidió que sus cenizas fueran sepultadas bajo un pino que él mismo había plantado frente al lago. Quien conoce Vintter, conoce a Gretel y Nikita y a su mítica vodka.
Desde su “Palais Vintter” –como bautizaron al puesto de campo transformado en casa, en un juego de palabras que evoca al Winterpalais de San Petersburgo, de donde vino la familia de Nikita–, esta mujer que jamás se queda quieta también logró reinventarse cuando se quedó sola.
Hoy, con sus socios, ex clientes “del alma”, se entusiasma con un renovado proyecto turístico en el lugar que vio crecer. Más desprendida, sin tantas responsabilidades, se dedica a disfrutar, hace gimnasia con un canal de YouTube, se anima a concretar sueños postergados y a explorar lugares recónditos del país como el Parque Nacional Baritú, en Salta, de donde volvió fascinada. “La razón de existir –nada menos, dirá– es andar, conocer, ”.
La guerra y la llegada a la Argentina
Caben varias vidas en su historia repartida a ambos lados del océano. Nació en 1942 cerca de Hamburgo –su padre, austríaco como su madre, había conseguido allí un trabajo como ingeniero hidráulico– en una Alemania convulsionada y en plena segunda guerra mundial. A los 5 años fue enviada en un tren de la Cruz Roja a Suiza por un mes para ser acogida por una familia de habla alemana que asistía a niños desnutridos. “Así me hice fuerte. No sé si por la buena alimentación, o porque aprendí a defenderme”, confiesa.
Hizo la primaria en nueve escuelas distintas (entre Austria y Argentina). Cuando su familia emigró al país, en 1950, el destino la llevó a Catamarca, donde terminó el colegio. Se recibió con un promedio excelente y, como en su casa sólo se hablaba alemán, tenía un perfecto dominio del idioma. “Es lo único que van a heredar, decían mis padres”, cuenta.
Quizás haya sido el alemán y su paso por tantas instituciones lo que la motivó a dedicarse a la docencia. Fue profesora de alemán en la Goethe Schule hasta que se jubiló en 2006, después de treinta años de doble turno. Hasta hoy, sus exalumnos la siguen visitando en Lago Vintter.
Gretel y Nikita, “los años felices”
El amor apareció en medio de una aventura. Fue durante un viaje a dedo a Bariloche con su hermano. “Nos llevaron hasta el Cruce, donde está el ACA, y Hansel me dejó para ir a ver a una gente que había conocido. Lo esperé todo el día y cuando ya oscurecía vino a buscarme en auto con un señor”, recuerda. El señor era Roman von Rennenkampf, el padre de Nikita. En ese momento, la familia concesionaba la Bahía Puerto Manzano, en Villa La Angostura; habían sumado un salón de té a la infraestructura que, muy lejos de la actual, apenas constaba de unas casas viejas de madera y un baño para los turistas que llegaban a almorzar en la lancha Cristina.
Gretel se instaló ese verano y entabló un vínculo estrecho con el hijo mayor de los von Rennenkampf, Nikita, un jóven de un metro ochenta y cuatro de ojos azules y dueño de un humor ácido y sagaz.
Él la siguió a Buenos Aires y se quedó tres meses “hasta que consiguió que renunciara a mi trabajo y me fuera con él a Bariloche”, relata. Se casaron en 1965, en Córdoba. Los padres de Nikita habían comprado ahí un hotel, pero la estadía de la pareja en las sierras no duró mucho: “No era lo mío, necesitaba independencia, luchar y vivir sólo con mi marido”, reflexiona. Unos meses después se fueron a vivir a Frankfurt, hasta que volvieron definitivamente en 1969.
Después de una vida nómade, ambos ansiaban un lugar para afincarse. Todos los años daban la vuelta a la Patagonia. Primero, en un Falcon por la ruta 3 hasta Ushuaia, subiendo por la ruta 40 hasta San Rafael, Mendoza. Hubo más viajes, en otros autos –ranchera, Citroën 3CV– y en compañía de amigos.
El que trajo el dato del Vintter fue Puia, el hermano menor de Nikita. Había jurado que no dejaría un lago patagónico sin pescar y entró a la zona de Río Pico. Sus cuentos de las truchas que pescó ahí eran impactantes, mejores no podía haber, prometía. “Pocos años después, Puia murió y siempre pensamos en esas truchas espectaculares del Lago José C.Paz (así se llamaba entonces) y decidimos ir nosotros también”, cuenta Gretel. Fue en el año 80. Iban en carpa días y días, de pesca incansable. En una mochila llevaban la ropa sucia que iban lavando en el lago con jabón blanco y la colgaban de los árboles. Nikita habló con un lugareño y le hizo una propuesta: si les avisaba cuando se vendiera un campo, entonces él le daría un auto a cambio. Así fue cómo perdieron el auto, pero ganaron su refugio en el mundo.
Gretel recuerda como dieron con el Palais Vintter: “Estaba este puesto del campo, hecho una ruina, la gendarmería ocupaba lo que había sido la escuela del pueblo Lago Vintter mientras existía una fábrica de madera terciada. No vivía nadie acá ni parecía ser muy interesante para nadie. Pero para nosotros era el sueño del pibe, algo tan hermoso, tranquilo, armonioso”.
No fueron fáciles los inicios en esas tierras inhóspitas, donde había que pagar derecho de piso por no ser locales. Gretel seguía trabajando como maestra de alemán en Buenos Aires y Nikita se quedaba cada vez más en el Vintter, se reencontraban para las fiestas hasta que ella volvía a dar clases en febrero. Recién cuando se jubiló pudieron pasar juntos la temporada completa y dedicarse intensamente a las cabañas y el camping. Los años felices, les llama Gretel.
Vodka sagrada
Como buen ruso, Nikita no podía vivir sin su vodka cuando llegó a la Argentina y se las ingenió para elaborarla él mismo como si nunca hubiera salido de su patria. Usaba el agua del lago para las dos versiones del destilado: una con zubrówka, una hierba rusa que prendió muy bien en el clima símil siberiano de Vintter, y otra macerada en cáscara de limón. Cuando caía la tarde, él y Gretel hacían el tour por las cabañas para convidar a sus huéspedes la vodka en vasitos de cerámica transportados en hueveras.
Aunque Nikita ya no está, Gretel sostiene una producción artesanal de la vodka y sigue con el rito de dar la bienvenida o despedir a los que se van con un brindis al grito de ¡na zdorovie! y a veces convida alguna delicia recién salida de su cocina económica. Los limones los trae del limonero de su isla en el Delta; se lo regalaron sus alumnos de la Goethe para que hiciera su vodka de limón y se acordara de ellos.
“A veces pienso, ¿qué será más famoso, la vodka o las cabañas?”, se pregunta. Lo cierto es que la vodka es un imán para muchos que se arriman hasta acá. No sólo la prueban, sino que se llevan varias botellas.
“Mi vida sin él”
Enviudar fue duro, pero quedarse “tirada llorando en los rincones” no era su estilo, así que buscó la manera de volver a aferrarse a la vida.
“En 2019 descubrí las low cost y entré a darle a Salta, Jujuy y Catamarca”, cuenta. Lejos del Vintter, el norte la cautivó, desde los lapachos en flor y los colores de los cerros hasta las peñas folclóricas, donde redescubrió sus gustos musicales: “54 años escuchando música clásica y, de golpe, folclore, cumbias…”. Lo menciona como parte de un proceso de encontrar su identidad sin Nikita. “Todo un experimento y lo logré. Ahora leo novelas argentinas, dejé los clásicos rusos, escucho Hernán Figueroa Reyes, Cafrune, Luciano Pereyra, Marco Antonio Solís, y ando en mi auto sola con el pendrive con esa música a todo volúmen. Esa soy yo, feliz con la vida vivida con mi marido, feliz con mi vida de ahora”, dice, orgullosa.
Ni siquiera la pandemia la detuvo. Consiguió varias veces el permiso para volver a Vintter y se fue manejando sóla en pleno invierno, sin cadenas ni pala; incluso, una vez tuvo que bajarse del auto en medio de la nieve para hacer a pie los 11 kilómetros que le faltaban para llegar a su casa.
En cada oportunidad encuentra nuevas razones para sentir esa adrenalina que la hace sentirse viva. Cuando viajó a Europa, se animó a hacer parapente en los alpes austríacos. En Buenos Aires, lo que más disfruta es instalarse en su isla del Delta y salir de noche por el río con su bote estaqueando por el arroyo.
A las personas de su edad y también a las más jóvenes, las arenga a viajar, explorar, aunque el estado físico ya no sea el mismo. “Es como en la pileta –ejemplifica–; ya no me tiro de cabeza desde el trampolín de once metros. Ahora desde el borde nomás, pero disfruto cómo salpica el agua, siento zambullir mi cuerpo. Eso es vivir, a su medida, pero sin abandonar nunca”.
Un nuevo proyecto turístico
Sus socios en este capítulo, Sergio y Fernando Cantalupo, fueron clave para darle un vuelo distinto a las cabañas, más acorde a la época. Con un target más amplio (no sólo pescadores) y la incorporación de dos cabañas, además de un par de domos, un muelle y la flamante reapertura de un impecable lodge (Nikita Lodge) a pocos metros, ideal para grupos, el complejo se revitalizó por completo y se volvió más rentable.
Gretel eligió a los hermanos porque los considera enamorados del Vintter como ella y se imagina que Nikita estaría feliz con estos cambios. Ella participa con su experiencia, hace las reservas, recibe a los huéspedes con su vodka, cuenta sus historias. Le sigue poniendo el alma, pero sin tanto desgaste. “Este plan ideal hace que a mis 80 años vuelva a estar entusiasmada con un nuevo proyecto y dedicándome a full a concretarlo”, asegura. Jamás pensó en abandonar el lugar. Hubiera sido como arrancarle un pedazo de su corazón.
El Vintter la hace llorar cada vez que tiene que irse, al fin de la temporada: “Este lago me inspira a vivir, me colma de paz, lo siento como un manto que me cubre y me protege. Hace que mi corazón se desacelere, me hace dormir profundamente, sin pesadillas, sin rencores. Me llena de amor”.
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