El nombre es un acrónimo de “Campamento de Akmola para las Mujeres de los Traidores de la Patria”. Funcionó entre 1938 y 1953 en Kazajstán. La Perestroika arrasó con él. Desde 2007 este museo les rinde homenaje.
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Llegaron en un tren. En muchos trenes.
El primer contingente, en enero de 1938, desde Moscú y San Petersburgo. Los siguientes, desde los confines de la Unión Soviética.
Ansiosas e ilusionadas estaban de reencontrarse con sus maridos o familiares. A todos hacía meses y, a algunos, años que no veían. Cuando las embarcaron sólo les dijeron eso. Que se iban a reencontrar con ellos, todos presos políticos del régimen stalinista. El viaje fue duro, pero la esperanza era enorme. Sólo cuando llegaron, días después, a esa estepa plena de horizonte, en el crudo invierno de Akmola, en el norte de Kazajstán, comprendieron, bruscamente, su nueva realidad. Ellas, también. Acababan de convertirse en presas políticas.
Ellas mismas intelectuales y profesionales, maestras y médicas, hijas de la burguesía o la alta aristocracia. Cristianas, musulmanas, judías o ateas. Daba igual. Estaban emparentadas con los traidores a la patria. El stalinismo las había igualado a todas: rusas, kazajas, armenias, coreanas, turcas, gitanas, europeas... 62 nacionalidades compartiendo no sólo su desgracia en el campo de Akmola sino la injusticia de no haber cometido ningún delito.
Se las arrestó por ser esposas, hijas, madres o hermanas de hombres a los que el régimen temía y había condenado. Y el lugar de confinamiento, precisamente, llevó en su nombre el estigma: Alzhir, acrónimo en ruso de “Campamento de Akmola para las Mujeres de los Traidores de la Patria”.
El primer contingente llegó un mes después de haberse creado el campo de confinamiento en la árida y ventosa meseta de Akmola, a 30 kilómetros al sur de lo que hoy es Astaná, la capital de Kazajstán, en Asia Central.
El invierno en Akmola significa 40 grados bajo cero y un viento que todo lo barre, sin siquiera árboles que le den ningún reparo. Las heladas queman hasta los pastos duros, el agua se congela, la estepa también y amarillea recién cuando la nieve, por fin, promediando la primavera deja verla.
Las mujeres fueron sometidas a un juicio sumario y condenadas en el mismo momento. No había abogados que las defendieran porque ninguna defensa era posible. Y había mucho por hacer como para seguir con las formalidades de un proceso judicial que a nadie interesaba.
Las raparon y las pusieron a hacer ladrillos de adobe. Que sus manos sólo conocieran las teclas de un piano no era impedimento para que amasaran el barro. Se necesitaban barracas para ellas y los nuevos contingentes que el ferrocarril traería desde todas las repúblicas del país.
Y cuantas más barracas, más ladrillos, así como horas a la intemperie amasando barro. Un barro que no terminaba de secarse por la premura, y así, con su corazón húmedo, se convertía en paredes, luego húmedas y frías.
Las pocas herramientas disponibles las ayudaron a mezclar el barro y, con el correr de las semanas, la naturaleza las dotó de callos que aliviaron el dolor que el frío y las lastimaduras provocaban en sus manos.
Las tareas se fueron ampliando conforme se engrosaban los contingentes y, cuando el invierno lo permitió, hubo que arar la tierra yerma para sembrar. La alimentación era escasa, como la ropa y el abrigo en las barracas, donde dormían amontonadas. Si se morían, a nadie importaba. Comían repollo y papas; el pan era un lujo y el azúcar no llegaba.
Tampoco cartas de sus familias. Ni ellas mismas sabían al principio a dónde habían ido a parar. Casi todas, con hijos en sus ciudades de origen que habían sido trasladados en su mayoría a orfelinatos.
Una aldea, un dolor
Atravesando un pequeño lago y un cañaveral se hallaban desperdigadas las misérrimas casas del pueblo kazajo de Zhana Zhol. Ya las noticias habían llegado de que la revolución bolchevique que a ellos mismos sojuzgaba había poblado de mujeres la prisión.
Un día, al volver las prisioneras de su trabajo en el campo, las interceptaron. Viejos, mujeres y chicos, los únicos que quedaban en la aldea. Se pararon ante ellas, con sus rostros inconmovibles y miradas duras. Las piedras volaron sin cesar. ¿Por qué las atacaban? ¿Acá también? ¿Qué tenían los kazajos contra ellas, si ellas no les habían hecho nada?
“¿Ven? No sólo en Moscú no las quieren. Acá tampoco”, sentenciaron los guardias. Y la amargura e impotencia les cerró la garganta mientras inútilmente trataban de esquivar esas raras piedras.
Una de las mujeres, con una brazada de cañas tan grande que le impedía ver, se tropezó con una de las piedras y cayó al suelo. La levantó con rabia. Entonces, algo le llamó la atención. No tenía consistencia ni el peso de una piedra. La escondió entre la ropa y siguió caminando. Al llegar a la barraca la miró. La piedra no era piedra, era queso.
Los pobres aldeanos, tan pobres y víctimas del terror stalinista como ellas, disimularon así las escasas provisiones que la miseria y la represión política les permitían compartir.
Breve historia de un museo
Alzhir fue uno de los 30 y tantos gulags que en esta tierra áspera de Kazajstán creó el régimen soviético. Nada en comparación con los casi 500 que se levantaron en todo el territorio de la ex URSS. Pero éste fue el único exclusivamente de mujeres en el país. Estuvo abierto 15 años, entre 1938 y 1953, y por allí pasaron 18.000 presas.
En Alzhir también nacieron niños de las que llegaron embarazadas, que hasta los tres años crecieron en cautiverio, cercados sus juegos por los alambres de púa del confinamiento. Luego los repartieron en orfelinatos de los que nunca volvieron.
Pasaron décadas y, finalmente, las topadoras de la perestroika (1986-1989) arrasaron con las barracas que guardaban tantas lágrimas y lamentos. Nada quedó en pie. Tierra arrasada para esfumar tanto horror. Sólo silencio y viento barriendo los pastos duros de la estepa.
Pero Kazajstán decidió no borrar la historia y levantó, a un costado del pueblo de Malinovka, un monumento y un museo en 2007. Se ingresa al predio a través de una enorme estructura de metal llamada Arco del Dolor.
Al edificio del museo –un cono trunco, sin líneas rectas–, lo franquean por tres lados varias decenas de placas de granito negras con los nombres tallados de las prisioneras.
También hay dos esculturas de hierro, oscuras. Un hombre con la cabeza gacha, doblegado, su espíritu quebrado. Una mujer extremadamente delgada, también descalza, con la mirada al frente, dispuesta a encarar lo que viniese.
En la escalera que lleva al primer piso, fotos de mujeres sonrientes, arregladas, sin asomo de tristeza ni penuria, buscan ser un canto a la vida después de tanto sufrimiento. Son ellas mismas: las esposas, hijas, madres, hermanas que allí padecieron, pero no sucumbieron, las que acompañan al visitante hasta la exposición del piso superior. Es un recorrido sencillo, sin golpes bajos. No se necesitan.
En las vitrinas, objetos fragmentarios muestran algún atisbo de la vida en las barracas. Fotos en riguroso blanco y negro, trozos de las cartas de los hijos que dos veces al año les llegaban desde distintos orfelinatos.
De todos los apellidos, uno se destaca: Plisetskaya. ¿Tendría alguna relación con Maia? Sí, Rajil era la madre de quien fuera luego un ícono de la Unión Soviética y la bailarina rusa más famosa de todos los tiempos. Su madre también pasó por Alzhir.
Hoy Kazajstán les rinde homenaje a esas mujeres. Y desde la apertura del museo, el 31 de mayo se convirtió en el día de las víctimas de la represión política.
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