El museo Histórico Nacional y el de Bellas Artes son unos de los primeros de la ciudad. Abordan temáticas diferentes, pero coinciden en un hecho singular: no hubieran sido posibles sin el tesón de sus fundadores.
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A finales del siglo XIX se constituyeron las principales instituciones públicas que agruparon las colecciones históricas y artísticas de la Argentina, según el modelo de los grandes museos europeos.
Si bien el Estado reconocía estos organismos como elemento inherente a la formación pedagógica, e indispensables para la construcción de una tradición nacional, su establecimiento se debió al impulso personal de figuras como el historiador Adolfo P. Carranza y el artista Eduardo Schiaffino, y a una significativa porción del patrimonio fundacional compuesta por donaciones particulares.
Génesis
Nuestro primer museo nacional fue el Museo del País, también llamado Museo Nacional, cuyo origen se remonta a 1812 y fue definitivamente organizado en 1823 por iniciativa de Bernardino Rivadavia, hoy conocido como el Museo Argentino de Ciencias Naturales, que lleva su nombre como homenaje. Al comienzo, su diverso acervo se componía de muestras geológicas recolectadas en las provincias y otras 720 pedidas a Francia, objetos de valor histórico e incluso algunas obras de arte. Se le asignó como espacio una de las celdas del secularizado Convento de Santo Domingo en Buenos Aires, hasta que fue incorporado dentro de la universidad y trasladado a la Manzana de las Luces. Aunque es el más antiguo, tuvo que esperar 125 años para la construcción de su propia –e inconclusa– sede en el Parque Centenario.
Con la sanción de la Ley de Federalización en 1880, y el fortalecimiento del Estado nación, se centró el foco en estas instituciones y su programa, ya no sólo científico y educativo, sino también relacionado con la identidad, esencial para la cohesión de una híbrida sociedad moldeada por las masivas corrientes migratorias. Mientras tanto, se destinaban partidas millonarias para levantar los palacios de los tres poderes y el vasto desarrollo de infraestructura edilicia pública, que hoy integran nuestro patrimonio arquitectónico. Por otro lado, los museos tuvieron que acomodarse en inmuebles preexistentes y no siempre apropiados para conservar y exhibir sus piezas.
Se podría decir que, en este período, el Museo Histórico y el de Bellas Artes concentraron en la Capital Federal la atención del nuevo proyecto museológico nacional, a los que décadas más tarde se sumaría el de Arte Decorativo.
Museo Histórico Nacional
El pianoforte de Mariquita Sánchez de Thompson con el que se entonó por primera vez el “Himno nacional argentino”, la escribanía de plata que se utilizó para firmar el acta de independencia en Tucumán, la Bandera de Macha con la que se identificó el ejército de Manuel Belgrano en el Alto Perú, el catre-cofre que usó San Martín en la campaña del cruce de los Andes… son apenas algunos de los miles de objetos que atesora este auténtico relicario nacional emplazado en Parque Lezama. Así lo concibió su promotor, el abogado e historiador Adolfo Pedro Carranza (1857-1914). No fue una tarea sencilla; a lo largo de sus 25 años como director del Museo Histórico Nacional, tuvo que lidiar hasta con el presidente de la nación para conseguir fondos y un edificio propio.
En principio, el museo surgió como una entidad municipal a través del decreto firmado el 24 de mayo de 1889 por el intendente Francisco Seeber, y recién inaugurado en agosto de 1890. El 26 de septiembre del siguiente año se nacionalizó por decreto del presidente Carlos Pellegrini, en el que se destacaba que “debe ser sostenido por la nación y estar bajo la dirección del Gobierno general, a fin de que se reúnan en él los objetos que están esparcidos en el Territorio de la República, y recuerdan los sacrificios y glorias comunes a todos sus pueblos”.
Más allá del apoyo político –que no era poco–, la realidad es que el país atravesaba una severa crisis económica, y el museo no era una prioridad para el gobierno. Así se lo hizo saber Pellegrini a Carranza cuando se reunieron el 2 de agosto de 1892. Pese a ello, el director, conocido por su perseverancia, en poco tiempo logró formar una considerable y múltiple colección de piezas provenientes de organismos estatales y otras donadas por familiares y descendientes de las grandes figuras de la Revolución de Mayo, la Independencia y los ejércitos patrios, temáticas que prevalecieron en el guion museológico primitivo.
La precaria situación inicial se evidencia en las sucesivas mudanzas que tuvo esta institución: la sede inaugural fue en una propiedad que alquilaba la Municipalidad en la calle Esmeralda 848; en 1891 se trasladó a un edificio en la calle Moreno 330; en 1893 se instaló en la famosa “casona” del actual Jardín Botánico, construcción ladrillera proyectada en 1881 por el ingeniero militar polaco Jordan Wysocki, que había sido llamado por Domingo F. Sarmiento para trazar el Parque Tres de Febrero. Por último, en 1897, y a pedido de Carranza, el Estado nacional permutó al municipal esta propiedad a cambio de la antigua quinta de la familia Lezama, para establecer allí el Museo.
Cabe destacar que el director consideraba la quinta un asiento provisorio hasta que se erigiera el definitivo, pero eso nunca sucedió. De todas formas, la casa era amplia y, luego de una serie de adaptaciones, sirvió para su nueva función. Había sido construida hacia 1860 como vivienda del salteño José Gregorio Lezama y, al fallecer él, en 1889, su viuda la vendió al gobierno municipal, que dos años antes ya había adquirido el parque de 85.000 m2 para transformarlo en un jardín público.
Con el paso de los años se engrandeció la colección por medio de depósitos y donaciones, entre ellas –y quizás una de las más significativas– la de Josefa Dominga Balcarce y San Martín, nieta del general José de San Martín, que en 1899 cedió el mobiliario del dormitorio donde falleció su abuelo el 17 de agosto de 1850, en Boulogne-sur-Mer, Francia, junto a un croquis dibujado por ella con la ubicación exacta de cada uno de los componentes.
Museo Nacional de Bellas Artes
El enigmático Palacio Hume, ubicado en la esquina de avenida Alvear y Rodríguez Peña, cubierto por dos añosos gomeros que han logrado engullir parte de la reja realizada por la fundición Walter Macfarlane & Co. de Glasgow, fue escenario, entre finales de octubre y noviembre de 1893, de una importante exposición artística en la que se exhibieron 560 obras aportadas por particulares, varias de las cuales integrarían luego el patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes.
De hecho, el artista Eduardo Schiaffino (1858-1935) –futuro director de la institución– fue uno de los organizadores. “Alguien ha llamado el palacio encantado a la suntuosa morada, donde la más selecta sociedad argentina ha reunido las joyas artísticas que poseen las principales familias, para formar con ellas una Exposición que ha sido durante muchos días el punto de cita de la belleza y del buen tono. Los salones y los jardines, aquellos con iluminación eléctrica, éstos con el pintoresco alumbrado a la veneciana, daban a las fiestas nocturnas el aspecto de las mansiones descriptas en los cuentos de hadas”, describía La Ilustración Sud-Americana.
La exposición en el Palacio Hume se circunscribió a las actividades que venía desarrollando la Sociedad de Estímulo de Bellas Artes desde 1876, a la que luego se sumó el Ateneo (fundado en 1892), donde se daban cita intelectuales y artistas –Ernesto Quesada y Eduardo Schiaffino, por ejemplo–, quienes, entre otros fines, promovían la creación de un museo de arte. La acción de este último fue clave para conseguir la donación y el legado de producciones de autores argentinos y europeos, cedidas por filántropos como José Prudencio Guerrico y Adriano Rossi, que constituyeron el patrimonio fundacional del Museo Nacional de Bellas Artes.
El decreto de creación, firmado el 16 de julio de 1895 por el presidente José Evaristo Uriburu, enunciaba que “es menester dotar a nuestro arte naciente de la institución oficial a que tiene derecho, para salvar del olvido y guardar en el tiempo las manifestaciones artísticas más interesantes de la inteligencia argentina”. Además, se destacaban las donaciones de Rossi y Guerrico, obtenidas por iniciativa del Ateneo, a las que se sumaban aquellas piezas depositadas en organismos de gobierno, entre ellos, la Biblioteca y el Museo Nacional.
Su sede inicial estuvo en el primer piso del edificio Bon Marché (hoy Galerías Pacífico), por aquellos años un auténtico centro cultural donde se nucleaban organismos como la Sociedad Estímulo de Bellas Artes y el Ateneo, junto a estudios de artistas nacionales y extranjeros. Abrió sus puertas el 25 de diciembre de 1896, con 163 obras distribuidas en cinco salas, en las que se exhibían cuadros de Philipp Peter Roos, Ignacio Manzoni, Reinaldo Giudici, Prilidiano Pueyrredón, Lucio Correa Morales, Juan Manuel Blanes, entre otros artistas; incluso algunos ejemplares de arte decorativo, como un vaso de la manufactura de Sèvres.
Luego de seis ampliaciones necesarias para exhibir las nuevas adquisiciones y donaciones –muchas obtenidas por Schiaffino en sus viajes oficiales a Europa entre 1903 y 1906–, y un fallido proyecto del ingeniero y arquitecto Julio Dormal para construir un palacio de bellas artes, en 1909 se decidió su traslado al Pabellón Argentino. Se trataba de una fantástica edificación industrial fabricada especialmente para la Exposición Universal de 1889 en París, y rearmada en la Plaza San Martín hacia 1894. Si bien el espacio era amplio, no resultó ser el más adecuado para preservar y exhibir el valioso patrimonio; así lo testimonian publicaciones de la época, donde, entre otros percances, se mencionan las numerosas goteras que obligaban a descolgar los cuadros cada vez que llovía. El gobierno resolvió entonces construir un nuevo edificio en el mismo terreno, cuyo anteproyecto, diseñado por los arquitectos Carlos A. Herrera Mac Lean y Rafael Quartino Herrera, se aprobó por decreto en 1928. No obstante, también fue cancelado.
En los comienzos de la década de 1930, ante el inminente desarme del Pabellón por la ampliación de la Plaza San Martín, se resolvió su traslado a la antigua planta de bombas de agua en la Recoleta. Este edificio había sido construido como Casa de Máquinas en 1874, ampliado en 1890, y se encontraba fuera de servicio desde 1928 por la inauguración del nuevo establecimiento en Palermo. Se le encargó al reconocido arquitecto Alejandro Bustillo la tarea de reforma y adaptación, por la cual él aseguró que no cobró nada “porque era época de crisis”. Bustillo resolvió añadir un pórtico en el cuerpo central y modificar parcialmente la fachada para otorgarle un “sereno estilo dentro del sempiterno modernismo clásico”.
Las nuevas salas, inauguradas el 23 de mayo de 1933, se ajustaban a los criterios museográficos contemporáneos al incorporar luz difusa y cenital (esta última anulada en la década de 1960), tabiquería flexible y espacios despojados para evitar el cansancio visual.
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