Cuando cumplió años, Álvaro Arismendi decidió que el mejor regalo era una vida más tranquila en el lugar donde vacacionaba cuando era chico, después de una larga e intensa trayectoria en la gastronomía.
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Después de terminar dos veces en el hospital, “loco de estrés”, el cocinero tucumano Álvaro Arismendi decidió instalarse en el lugar donde había pasado buena parte de sus veranos e inviernos de infancia: Tafí del Valle. “Amo este lugar, y como regalo de mis cincuenta quise venir a darme una mejor vida”, dice.
Arismendi es de la capital provincial y, con treinta años en el oficio gastronómico, circuló por el país y el mundo cocinando, a tal punto que, dice, vivía arriba del avión: en su haber tiene seis aperturas de restaurantes propios, sesenta asesorados con su consultora, además de programas de televisión.
Un día quiso devolver todo lo que aprendió, y acercar una escuela de cocina a quienes no tienen acceso tan fácil a una capacitación formal en gastronomía. Así surgió Arismendi Restaurante Escuela de Montaña, frente al dique La Angostura, que fue inaugurado hace dos años y medio, y que además tiene otra locación en el Hotel Tafí, en el centro del pueblo.
“Este restaurante es un restaurante escuela: los que entran vienen a formarse profesionalmente en todos los aspectos, desde hacer una huerta hasta la parte administrativa, pasando por supuesto por la cocina misma y cómo servir una mesa”, asegura. Le resulta absurdo y a la vez injusto que tenga que migrar gente de la ciudad hacia el valle cuando hay tantos locales que pueden formarse y tener una oportunidad profesional. Sus alumnos se forman en la teoría y la práctica, en contacto con los productores.
Allí desarrolla su propuesta de gastronomía kilómetro cero: gracias a productos de altísima calidad que hay en el país, prioriza consumir aquellos que no estén a más de 100 kilómetros del punto de venta. Así, los tomates son de Lules, los porotos y garbanzos de Trancas, igual que los productos de cerdo; los lácteos y las verduras de hojas son de Tafí. También hay animales que han nacido en el lugar y condimentos del Valle Calchaquí. “Si los tejidos que decoran el local son de acá, los condimentos, los productos y la vajilla son también de acá, te estoy mostrando realmente lo que es Tucumán”, afirma Álvaro, quien ama cocinar en ollas de barro y servir en cazuelas del mismo material.
En sintonía con su pensamiento, fundó el movimiento Nueva Cocina Argentina, que nuclea a un gran número de cocineros argentinos y productores agropecuarios y busca poner en valor la identidad de los productos y servicios, destacar la procedencia y el origen, y aportar al desarrollo de las economías regionales.
“En 2017 declaramos la Independencia Gastronómica Nacional en el mismo Salón Histórico donde se declaró la Independencia de la Nación”, cuenta. Álvaro explica que nuestra identidad culinaria está atravesada por una mezcla de todo, por lo originario y por la fusión de muchas nacionalidades de inmigrantes. “Debemos valorar nuestra gente, tenemos tanto para dar: tenemos producto, gente, suelo… hay que ponerlo en valor nomás”, afirma. Su intención es que la gastronomía argentina tenga sello propio y sea tan reconocida en el mundo como la peruana o la mexicana.
De la cocina de su restaurante –que está armado con parte del mobiliario, platos e iluminación de todos los restaurantes que tuvo− sale charcutería de producción propia como el jamón crudo, jamón cocido natural y ahumado, lomito ahumado, bondiola curada, panceta, chorizos y salame, y en temporada de ordeñe, quesos tafinistas. Los ahumados son hechos durante largas horas con maderas de manzanos, nogales y almendros con madera de recuperación de la poda, lo que da intensos sabores. Los condimentos de la zona con su tipicidad y terroir propios le dan características particulares a los platos. Sus locros negro y rojo –con porotos negros y morcilla, y poroto y chorizo colorado, con una base de zapallo y maíz blanco−, son una originalidad, y aportan además los taninos de la piel de la legumbre.
Uno de sus platos más emblemáticos de invierno es el denominado Noche Negra con Lágrimas de Ñusta, un guiso negro de llama, con hongos del valle y maíz kulli, potente y valeroso inspirado en la leyenda de la Rosa del Inca y creado en honor al amor, la fidelidad y el perdón. El chef tiene una saga de postres llamada Insomnio que nacieron en noches de desvelo cuando se pone creativo y no sólo imagina sus platos sino que los pone en práctica.
Autodidacta con la cocina en el ADN
A la cocina, Álvaro llegó por amor. Cuenta que, a sus veintipico quería ganarse el corazón de una mujer –su actual esposa−que para pagar el alquiler mientras estudiaba, hacía alfajores de maicena, pasta frola y tarta de manzanas. Cuando ella estaba por dejar el emprendimiento –sus alfajores, dice él, eran un manjar−, Álvaro le ofreció ayuda interesada.
Aunque había estudiado parte de la carrera de arquitectura y estaba a punto de recibirse de técnico en sonorización, además de hacer música y teatro, tenía buena mano para la cocina. “Los domingos ayudaba a mi viejo cuando cocinaba él, y en la casa de mis abuelas te levantabas a las seis para ir al colegio y ya había olor a comida, se comía muy bien”, asegura. A los pocos meses ya vendían con su novia 19 tipos de tarta, tortas, alfajores y, a los 23 años, dejó la facultad y se metió de lleno en el mundo de la gastronomía en forma autodidacta.
El apodo de Baco que había recibido de un compañero durante la primaria le vino de maravillas. Es que en Tucumán se lo conoce como “El Baco” y Álvaro Arismendi funciona más a nivel nacional. El nombre del dios romano del vino pasó a la secundaria y, cuando empezó a hacerse conocido frente a las ollas, pareció ser un nombre muy adecuado. “La sartén por el Mango, by Baco” fue su primer programa televisivo y de ahí en más no paró. A la par de su fama circuló su apodo. “Hay gente que no sabe mi nombre verdadero”, asegura.
Hasta que recaló en la escuela del Gato Dumas, Arismendi fue un autodidacta que fue aprendiendo a demanda. Pero su amor por las ollas estaba ya grabado en su ADN. Su abuela paterna era profesora de economía doméstica: “lo que hacía Doña Petrona, que enseñaba a cocinar, a administrar la casa, aprovechar los recursos y los productos de temporada, comprar al mejor precio”, explica. En la casa se disfrutaba enormemente de la comida, y lo culinario estaba en la sangre de la familia.
El chef recuerda y avala las palabras de Dumas: “Dudo que alguien que no haya comido bien en la infancia sea un buen cocinero”. “Lo llamaba memoria gustativa y se refería a una comida hecha en casa con sabor y bien realizada, y es tal cual”, afirma Arismendi. En Buenos Aires aprendió mucho de ese maestro, pero principalmente consiguió lo que buscaba a través de la educación formal que fue ordenar su cabeza y organizarse frente a su nueva profesión. Hoy Baco es un referente máximo en la gastronomía de su provincia.
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