A estos rincones extremos del país, sólo se llega con mucha paciencia o logística. Quiénes son sus habitantes y cómo es vivir lejos de todo.
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Alto Jagüé
La Rioja
Son 34 km de ripio y curvas cerradas desde San José de Vinchina hasta Alto Jagüé (más conocido como “Jagüel”), último pueblo de montaña habitado, más cerca de Chile que de la capital riojana.
Alrededor de los años 30, tenía una población de 5.400 personas y hoy no quedan más de 180. La prosperidad duró hasta mediados del siglo pasado, cuando se comenzó a exportar a Chile la carne faenada; esto cambió la costumbre de arrear el ganado a pie hasta Copiapó, en el país vecino –distante casi 350 km–, una actividad que, como el agua, le daba vida al pueblo.
Se materializa con su quietud y sus casas de adobe, algunas en buen estado y otras en lento derrumbe; su única calle, que en realidad es el lecho pedregoso del río; sus veredas altas; sus carteles gastados en la fachada de bares que ya nadie se acuerda de cuándo cerraron; sus perros echados al sol, sus chañares y tamarindos; su kiosquito Cerro Azul, que ofrece patay de algarroba, hierbitas varias para el mate y empanaditas cubiertas de azúcar impalpable.
Sus murales recuerdan célebres personajes, como el “chilenito” Juan Alarcón Miranda que vivió 104 años. Hijo de un torero español y de una sanjuanina, Miranda llegó un buen día con un circo y con la imagen de una virgen chilena a cuestas, la de Andacollo, que desde entonces fue adoptada con fervor por los locales, y eclipsó para siempre al patrono San Pedro. Cada 26 de diciembre se la celebra y se mezclan en procesión los jagüelinos que se quedaron con los que regresan sólo para las fiestas.
“Yo sé lo duro que es vivir acá”, dice Fernando, quien pasó su infancia en una de esas casas y ahora reside en Vinchina, donde trabaja como guía de las atracciones naturales de la zona, Laguna Brava y Corona del Inca.
Hoy, de los arrieros que cruzaban la cordillera en maratones de un mes sólo quedan los recuerdos y algunos murales coloridos que los homenajean. En 1958 se realizó el último arreo y casi todos dejaron el pueblo.
Puerto Almanza
Tierra del Fuego
A orillas del Beagle hay un asentamiento más austral aún que Ushuaia, llamado Puerto Almanza. Se trata de un puñado de casas de madera y chapa de colores –unas veinte–, bien pegadas a las costas del canal, cuyos dueños son pescadores dedicados a la recolección y cultivo de frutos de mar, especialmente la preciada centolla. Más allá, la estancia Harberton, donde el ripio llega a su fin y el camino que sigue ya es una huella costera y ventosa que concluye en Moat, la bahía.
Para llegar a este enclave del fin del mundo hay que recorrer 70 km desde Ushuaia. Los pescadores luchan contra el clima adverso del canal, especialmente en los meses más fríos, cuando la población pasa de 200 a unas 70 personas permanentes. Pero la perseverancia tiene sus ventajas: el agua pura alejada de los desechos contaminantes de las industrias les da centolla, centollón, cholgas, mejillones y otros mariscos de excelente calidad.
Solo 4 km en línea recta separan este pequeño puerto pesquero de la Isla Navarino. Chilena, del otro lado del canal, aloja a Puerto Williams y sus famosos Dientes de Navarino que se disputa con Ushuaia el título de la ciudad más austral del mundo.
Punto estratégico, hay destacamento de la Prefectura Naval y delegación de la Armada Argentina, y todavía se puede observar a un lado del camino la artillería preparada en los años 80 durante el conflicto limítrofe con el país vecino por las islas Picton, Nueva y Lennox.
Para que siete alumnos puedan estudiar en la localidad, se inauguró hace un par de años la escuela llamada “44 Héroes del Submarino ARA San Juan”, en homenaje a los tripulantes del submarino que había navegado las aguas del canal frente a Puerto Almanza poco antes de su desaparición.
Mirando al mar, el paisaje está dominado por los acantilados del frontón Gable, cuyo frente blancuzco trabajado por el agua y facetas triangulares semejan capillas.
Santa Victoria Oeste
Salta
Llegar a este pueblo colonial tiene sus desafíos. Al igual que Iruya, sólo se accede desde Jujuy, se pasa por un abra de 4.500 metros (Lizoite) y se vuelve a descender por un serpenteante camino de cornisa para encontrar sus casas blancas colgadas de paredes acantiladas
Con sus veredas altas y sus calles de piedra inclinadas, con pequeñas acequias que las dividen a la mitad, el lugar tiene su encanto, un aire distinto, y gran parte se debe a su inaccesibilidad.
Muchos de sus habitantes quedan aislados con las crecidas de noviembre, y vuelven a estar accesibles en julio. Pero están acostumbrados a caminar, como doña Nelly y Emiliano. O Emiliana, la pastora que cuida sus ovejas metida en un refugio de piedras en lo alto del cerro en Trigo Huaico.
Cuando terminan las clases y maestros y estudiantes se van, el pueblo muere y a su comedor ya no va nadie. Se vuelven a sus parajes o se van a trabajar, y de los 2.200 habitantes quedan menos de mil. Los estudiantes sólo se quedan si consiguen un puesto municipal, pues todo gira en torno a la Muni. Si no, marchan a La Quiaca, a Jujuy o a Salta, ya que aquí no hay terciario y son pocos los que pueden estudiar.
“Es bien difícil vivir por estos parajes”, confirma Ana Quispe, que vive en la vecina La Falda y busca recuperar la papa andina y variedades tradicionales de maíz. Dice que en su comunidad son muy pocos y el camino no llega.
El Turbio
Chubut
Del otro lado de Lago Puelo, se alcanza este paraje natural sólo en lancha (otra posibilidad de acceso es a través de El Desemboque, aunque demanda varias horas a caballo por un sendero de montaña). Ubicado a 18 kilómetros del muelle del Parque Nacional Lago Puelo, su población estable consta de no más de 80 personas.
Para referirse al Puelo, los lugareños utilizan expresiones como “allá” o “afuera”. Su pregunta de rigor es “¿cómo estaba el lago?”, que marca de alguna manera su rutina, porque cuando éste crece, quedan literalmente aislados.
El paraje late al ritmo de la Escuela provincial 186, donde se puede ver a los pocos alumnos, jugando entre los frutales y abocados a las tareas de la huerta, aunque no ajenos a lo que pasa “afuera”. Varios de ellos se quedan a dormir ahí porque el transporte desde los parajes aledaños se complica, sobre todo cuando llueve y nieva, más allá de que hay un tractor para cubrir los casi cinco kilómetros que separan la escuela del pueblo.
Las casas de madera se camuflan con el bosque, un área de gran importancia ecológica que alberga huemules, alerces, ciprés de las Huaytekas y varias especies valdivianas.
LA NACIONTemas
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