
El artista plástico que intervino el Pasaje Lanín nos recibe en su taller de Barracas: la casa que lo vio nacer y donde creó las obras que modificaron la identidad de su barrio.
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«Pinta tu aldea y pintarás el mundo», escribió Tolstoi, y Marino Santa María se ocupó de ponerlo en práctica. En el 33 de pasaje Lanín las puertas están casi siempre abiertas. Son una invitación para que quienes circulan por la vereda puedan pispear el zaguán de calcáreos gastados y entrar al mundo de Marino, artista plástico y vecino ilustre de Barracas.

"Cuando yo era chico jugábamos afuera, la calle era de tierra y se llamaba pasaje Silva. Mis abuelos alquilaban esta casa, y mi viejo nació acá a comienzos de siglo. Cuando mi tío se ganó la lotería pudieron comprarla."
Marino Santa Marina, artista plástico y dueño de casa
Casa de artistas
“Todo tiene que ver con la cuna: yo nací en casa de artista. Mi viejo pintaba acá adelante, en el fondo modelaba con arcilla, horneaba, y hasta cocinaba”, asegura Marino.

Sus infinitas anécdotas nos invitan a recorrer ambientes y momentos de su juventud, que transcurrieron en esta misma construcción, hace siete décadas. En esos recuerdos de otra Buenos Aires, la vida familiar se entremezcla con el oficio de su padre alfarero, Marino Pérsico.

“El taller y las exposiciones de papá eran un espacio de encuentro, así conocí a Quinquela Martín, Gyula Kosice y tantos otros”.


Los sonidos de una vida
Tras esa infancia de barrio, Marino inició su propia carrera y ganó el premio joven del Salón Nacional en 1978. Por años fue maestro de plástica en La Boca, y rector de la escuela de bellas artes Prilidiano Pueyrredón, que luego pasaría a ser el IUNA.

Mientras conversamos, Marino combina trozos de azulejos con la misma facilidad que tiene para irse por las ramas asociando recuerdos. La banda sonora corre por cuenta de los pajaritos y el tren Roca, que circula por el fondo todo el día: “A mucha gente le molesta el ruido, yo nací acá y ya ni lo distingo. Es la música de mi vida”.

El patio central solía albergar una galería con parra, pero Marino lo cerró para dar clases y talleres. Acá suele recibir hasta 50 chicos de jardín y primaria que, siguiendo sus pasos, juegan con colores y venecitas.

“Cuando les armo todas las mesas, extraño los bancos largos de madera que usábamos para sentarnos ahí afuera; en esa época no había tantas sillas. Las noches de verano comíamos ahí, con la familia y artistas amigos de mi viejo”, se acuerda.

“La casa tenia una cocina económica de hierro y un patio al fondo siempre poblado de animales: ¡Llegamos a tener 26 conejos!”, asegura. Hoy las instalaciones están renovadas y la cocina, en orden gracias a su hija que se dedica a la pastelería.

“Del dicho al hecho hay mucho trecho, pero mi sueño es transformar esta casa en museo de mi obra y la de mi viejo… De paso se evitan problemas de herencia”, confiesa entre risas.

Una galería a cielo abierto

Corrían finales de los años ´90, cuando Marino decidió dejar su trabajo como rector para en la universidad para dedicarse a concretar una de las obras más importantes de su vida: una galería a cielo abierto en el barrio que lo vio crecer. Así fue que, con el apoyo de amigos y vecinos, el Pasaje Lanín salió de su gris anonimato para vestirse de arte.

“Uno de los culpables de esta calle es Pérez Celis. No por la idea, sino por la pintura: que un pintor te pase su sponsor no es algo que suceda todos los días”
El proyecto empezó con la intervención de la fachada de su casa-taller y una carpeta con bocetos para el resto de los vecinos. A medida que se animaban, ellos mismos iban eligiendo un diseño único para su frente. En sólo dos años estas cuadras habían cambiado por completo; los materiales eran donados, y el trabajo ad-honorem.

“Para festejar nos reunimos con los vecinos: un verdulero donó 40kg de papas, repartí 4kg en cada casa y les dije que hagan ñoquis. Pusimos tablones en la calle y brindamos todos”

Revitalizar el barrio
En una zona de fábricas abandonadas y tangos monocromáticos, Marino logró que los vecinos tuvieran un poco de arte en su vida cotidiana. Al abrir las ventanas de su taller, los colores y los trazos se escaparon, modificando el alma del barrio para siempre.

“Una gran satisfacción haber hecho algo que va a perdurar, en el sitio donde uno nació. No había veredas, el adoquinado estaba arruinado... De algún modo, proyectamos al mundo una callecita que no existía”

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