Fuimos a verlo a este departamento de 1920 sobre Avenida de Mayo donde comparte la vida con su pareja y su sobrino, cuando no están en su chacra de Uruguay.
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“Amo la ciudad. Desde que me fui de mi casa a los 16, siempre viví de la Avenida 9 de Julio para el bajo, entre Retiro y Constitución. A este departamento lo compré en 2002 porque fue una excelente oportunidad, pero, la verdad, nunca me imaginé que me iba a instalar acá”, nos cuenta Ronnie Arias. Por aquel entonces, vivía en San Telmo, en uno de los tantos lugares con carácter que reformó personalmente, una tarea a la que se dedicó, durante algún tiempo, incluso para terceros.
-¿Seguís con el trabajo de reformar casas?
-No, ahora no tengo tiempo. Volví a trabajar en la radio y ese costado lo canalizo en la casa de Uruguay, la única en mi vida que hice de cero.
Ronnie se refiere a la chacra cerca de Colonia que compró hace unos años, esa misma donde lo encontró la pandemia, de la que va y viene semanalmente, y cuya rutina de sol, río, cocina, huerta y perros comparte en sus historias de Instagram.
Entramos
Por centenario que fuera, lo único que dábamos por seguro es que la decoración de este departamento no sería clásica. Nos encontramos con mucha luz, mucho color y muchos muebles de diseño de las firmas Kartell (italiana) y Vitra (suiza) que Ronnie empezó a coleccionar en los 90.
“Un día fui a ver a Diego Guebel a su oficina de la productora Cuatro Cabezas y le digo: ‘¡Qué lindas sillas!’. ‘Te la regalo’, me contestó. Me dijo te LA regalo, pero yo me cargué las dos en un taxi”, se ríe Ronnie recordando la procedencia de las sillas negras del hall.
Amor, amor
“Nos mudamos acá hace un año y medio y estamos felices”, dice Ronnie, incluyendo a Pablo, su pareja desde hace más de veinte años, y a Juan (21), su sobrino, que eligió mudarse con ellos cuando su mamá, hermana de Ronnie, falleció súbitamente a principios de 2021. Aunque pasó casi toda su vida en Vicente López, Juan dice que le gusta el barrio, del que su tío le da detalles de manera singular. “Vamos por la calle y me dice : ‘Acá viví, acá tenía un novio, acá vine a buscar una silla, acá fui a una fiesta buenísima’... Ese estilo”, sonríe.
-Contanos qué hay alrededor de la chimenea.
-El cuadro rosa es de un artista norteamericano que empecé a seguir en Instagram. Yo le daba like a algunas publicaciones nomás y un día, de la nada, me escribe: ‘Dame tu dirección, que te quiero mandar algo’. Y ahí hicimos malabares para que llegara desde Nueva York. Las obras, en general, me llegan como regalo.
-¿Tenés la fantasía de comprarte alguna ahora?
-Cero. Después de mi crisis laboral [tras su salida de La 100], perdí la pulsión de comprar. Es más, lo que hice en ese momento fue vender un montón de objetos que coleccionaba en Tienda Nube. Uno de los pocos que quedaron fue esta Barbie de colección, de una edición-homenaje a la película “Los Pájaros”, de Hitchcock.
-¿Y dónde se trasladó esa pulsión?
-A la casa de Uruguay, sin dudas.
“Al niño vintage me lo regaló Gasalla cuando escribía sus guiones porque me dijo que soy yo cuando era chico, que tiene mi picardía”.
Ni un imán en la heladera
“No vas a encontrar un solo imán de delivery: acá y en Uruguay, se cocina. Lo único que hay pegado a la heladera son fotos de gente querida”, dice Ronnie con orgullo.
-¿Cuándo aprendiste a cocinar?
-En la vida. Además, tuve un marido turco sefaradí ortodoxo que cocinaba muy bien, así que aprendí.
-¿En serio, Ronnie? ¿Ortodoxo?
-¡Eran los 80! [”Eran los 80″ es una explicación que dará para muchas cosas a lo largo de la entrevista]. Acá cocina mi sobrino, que sabe porque trabajó en un restaurante de Fernando Trocca. No puedo tocarla: es un pacto. Yo cocino en el campo. ¡Hasta las recetas para el Instagram tengo que hacer allá!
-Por lo menos, ¿te participa del menú?
-Nada. Todo surprise. Incluso cuando vienen amigos a comer.
-¿Cómo te gusta recibirlos?
-Es todo muy informal. Tengo un grupo de amigos de siempre con los que nos juntamos una vez por semana, y lo único que importa es que la comida sea rica. Cuando viene Pablo del campo, vamos a comer afuera. Si estamos fusilados, comemos acá y cocina Juan. Pero es siempre familia.
-¿Antes tampoco hacías despliegue?
-En alguna época me estresé atendiendo invitados, pero ya no más. Pablo me carga cuando digo que trabajo con mi energía, pero es real. Soy periodista, pero hoy, más que nada, soy un entretenedor que lo que hace es tirarte una bola de energía, llueva o truene. Entonces, a la noche necesito que la gente que viene no demande mucho, porque cuando cruzo la puerta, me convierto en puré de zapallo.
“Cuando conocí al artista y grafitero Nase Pop, le dije: ‘Vení y hacé lo que quieras’, y adapté la casa al resultado. Me tiré a la pileta porque me gustaba su estética, su mezcla de muralismo y diseño gráfico. No me mostró nada antes”.
-Viajaste muchísimo. ¿Te traías cosas para la casa?
-¡Siempre! Sobre todo, vajilla. Tengo todo el servicio de mesa de Charley Harper, que compré en la tienda Fish Eddy’s de Nueva York, sobre Broadway. Otro local que me encantaba era Vinçon, de Barcelona. Una pena que cerró. ¡Me gustaban hasta las bolsas!
-¿No vas al gimnasio?
-¡Ni loco! Entreno acá cuatro veces por semana. Corrí muchos años, pero me duelen las rodillas, así que desistí. Entonces, me dedico a hacer elongación y ejercicios de fuerza. Y campo, cuando se puede. Cortar leña… esas cosas.
-Cambiaste las puertas-ventana.
-Estaban en mal estado, más allá de toda recuperación. Y, además, en una avenida así, poner doble vidrio se impone. En España está todo así… Ahora, no escuchamos ni los piquetes.
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