Obra del arquitecto argentino Arturo Dubourg la famosa “Torre de los waffles”, como se conoce popularmente al hotel L’Auberge, es un clásico del panorama esteño desde hace 75 años. Los llevamos a conocer su pasado y su presente.
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“Para mi padre, L’Auberge fue siempre una obra emblemática, le tenía especial cariño”, nos cuenta Julián Dubourg. “Una anécdota que le encantaba contarnos era que, en el verano de 1943, Oscar Cademartori (desarrollador junto con Pascual Gattas del Barrio Parque del Golf donde está el hotel y un verdadero mentor para él) lo invitó a Punta del Este para ver esas tierras... ¡a caballo y con machete en mano!”
El proyecto de Gattás y Cademartori estaba entre las (entonces desoladas) paradas 10 y 30 de la Playa Brava, donde ya imaginaban claramente un enclave de fabulosos chalets rodeados de verde cerca de las olas más intrépidas de la Península, y para ello llamaron al arquitecto Dubourg como asociado. Naturalmente, el primer paso para que su urbanización prosperara era solucionar el abastecimiento de agua potable: así nació la emblemática torre ladrillera de estilo normando, que se terminó en 1948.
El arquitecto de “medio Punta del Este”
Arturo Dubourg -que también dejó su sello en el Hotel Claridge, el edificio Sudamérica (en Cerrito y Posadas) y la actual sede de INDEC (ex Ministerio de Trabajo)- trabajó extensamente en Punta del Este, empezando por este barrio, donde construyó decenas de chalets, muchos de estilo normando (por el que tenía debilidad) y es el mismo que aplicó en L’Auberge. Conservando características específicas como el basamento de piedra (en este caso, ladrillo) continuado por frentes con armadura de madera y ventanas protegidas por techos a dos aguas, las adaptó a las modalidades constructivas de estas orillas.
La torre del hotel L’Auberge, que dotó el agua potable hasta 1960, se convirtió en una de las postales emblemáticas del horizonte esteño.
Costumbres deliciosas
En los días nublados, cuando el viento sopla fuerte, si llueve (se pueden agregar todas las excusas que quieran), el té en L’Auberge es un programa clásico. En hotel reconocen a muchos niños que hoy son padres jóvenes llevando a sus hijos a tener su misma experiencia, que incluye el uso del jardín y el acceso (por escalera o ascensor) a la torre de 45 metros de altura.
La primera propietaria del hotel fue Marguerite Jouveneau, de origen belga, que trajo consigo la costumbre de los waffles, típica de su país.
Las waffleras que llegaron desde Bélgica siguen intactas, se usan todos los días a la vista del público y la receta, aseguran en el hotel, es un secreto que guardan bajo siete llaves.
Puertas adentro
Cuando Marguerite Jouveneau quedó viuda y ya no quiso hacerse cargo del hotel, se lo vendió a Víctor Chaquiriand, un empresario de origen armenio que llegó a Uruguay escapando de la guerra. A su tiempo, legó en su hija, Cristina Chaquiriand de Carrera, la gestión de L’Auberge, que hoy detenta su nieto, Ignacio Carrera. “Con el tiempo, L’Auberge sumó más habitaciones. A las 10 iniciales se fueron sumando plazas en un predio anexo con grandes dimensiones y comodidades, como jacuzzi y losa radiante. Por último, se hicieron más en la torre, para llegar a las 36 actuales”, detalla. Y agrega que, para celebrar los 75 años editaron un libro que repasa buena parte de su historia.
Las pequeñas habitaciones en altura que se proyectaron en su interior son un imán para propios y ajenos, una de las atracciones del hotel desde donde se disfrutan visuales panorámicas a la playa y el golf. “Hasta se ve La Barra desde el gimnasio ubicado en el último piso”, comenta Ignacio. Y confiesa que la idea de ubicar ahí los aparatos de entrenamiento fue el recurso que encontraron para reemplazar al bar que se instaló cuando la torre quedó obsoleta.
Dentro del hotel, se impone el estilo campestre con un toque francés. Sillones y mobiliario de época conviven con obras de arte. Hay cuadros de los artistas uruguayos Pablo Atchugarry, Pedro Figari, Juan Storm y Ricardo Pascale distribuidas en los lugares comunes: salón de té y salas de reuniones y de lectura, entre otros. “Mi mamá es fanática de la decoración y tiene muy buen gusto. Estuvo acompañada por Odile Caubarrere y ahora contribuye con sus aportes la interiorista Carolina Aguiar, que respetó el estilo clásico, el mobiliario de madera y las arañas colgantes”.
“Para la renovación de las áreas comunes se involucró uno de los clientes más asiduos, el arquitecto brasileño Zeca Amaral”, señala Ignacio con satisfacción. “Es mi segunda casa, vamos y venimos desde Montevideo con mi familia”, subraya. La historia de una torre de agua frente al mar y la receta secreta de los waffles belgas ya forman parte del legado que le dejará a sus tres hijos de 5, 7 y 10 años. “Todavía les falta, por ahora disfrutan el parque, la pileta y, por supuesto, los waffles”.
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