De la mano de su nieta, Marietta Güemes abre las puertas de esta casa de 1760 hecha de adobe, cal y pisos de ladrillo donde se sienten, a cada paso, la austeridad y el respeto por los antepasados.
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Hace años que me dedico a buscar casas para revistas, más de diez para ser exacta. En todo ese tiempo de oficio, nunca había pensado en hacer la casa más linda que conozco: La Calavera. Fue Eugenia Daneri, fotógrafa de la nota y querida amiga, la que me propuso, durante una visita a Salta, hacerle una nota a mi abuela, Marietta Güemes, en el campo familiar de Chicoana. Con mis dudas, me embarqué en el reportaje que hoy encuentra su espacio en la revista de diseño más leída del país.
No hay secretos en la belleza de La Calavera, una construcción de adobe, techos altos y un gran patio interno regado por dos acequias. Se construyó en 1760 (cuando el territorio del Valle de Lerma era parte del Virreinato del Perú) al pie del cerro, junto al Río Pulares. Una galería interminable mira al callejón de dos kilómetros que la separa de la tranquera, y las vistas más lindas no están al frente, sino a sus espaldas.
Belleza genuina
En sus 96 años, dudo que Marietta Güemes –Mama o “La Caudilla” para nosotros, sus nietos– haya conocido la trayectoria de van der Rohe, Jacobsen y mucho menos a Urquiola o Ilse Crawford. Amante de los ramos de flores, las fotos familiares y las vírgenes de todas las devociones, la calidez y la simpleza son los pilares de su estilo en la casa y en la vida. Sin marcos teóricos ni pretensiones, Mama dio forma a uno de los lugares más únicos que haya pisado.
La historia de Marietta y La Calavera se remonta a las vacaciones de su infancia, cuando cada año viajaba al norte a visitar a su tía abuela, Carmen Güemes de Latorre. (Contrario a lo que todos sospechan, La Calavera venía del lado de los Latorre; llegó a los Güemes de manera indirecta). El vínculo con ella era estrecho, ya que Carmen había criado al padre de Marietta y a su hermana, que murió joven y sin hijos. Carmen, a su vez, se la dejó a su sobrino. Lo cierto es que a partir de ahí, la familia dejó de ir, y la casa quedó prácticamente abandonada durante casi veinte años.
Siete generaciones se heredaron la finca, en la que siguen trabajando muchas de las familias que lo hicieron desde los inicios.
La vuelta al pago
Todo indicaba que con aquella tía se había terminado un ciclo, cuando en un verano a fines de los años 50 Marietta empezó a sentirse mal. Según cuenta, todo empezó después de tener a su quinta hija, pero nadie daba con un diagnóstico certero. Fue entonces que un médico le aconsejó que se fueran al campo por un tiempo. En esa situación fue que, por primera vez, le pidió a su marido, Federico Lanusse, que la llevara a descansar a la tierra de sus antepasados.
"Yo estaba muy mal cuando pedí venir, aunque no tenía ninguna explicación a lo que me pasaba. Con el tiempo, uno vuelve a su pasado, al lugar donde está su sangre."
Marietta Güemes, dueña de casa
“Cuando llegamos, la mitad de la casa estaba derrumbada. Había gallinas adentro y teníamos que usar luz de velas”, cuenta Marietta. Donde hoy duermo yo, improvisó una cocina en la que les dio de comer a los cinco chicos. Ese mismo verano empezó la obra, en la que se propuso respetar la construcción original con algunas mínimas licencias necesarias como, por ejemplo, la nueva cocina.
La única iglesia de la zona, en casa
Clásico de las casas de otro tiempo, el oratorio es un espacio que ocupó un rol fundamental en la vida religiosa de la finca. Las vírgenes de 1700; el San Pedro, patrono de la finca, y los cuadros del Cuzco se destacan sobre las paredes.
Agregar lo nuevo sin perder encanto
Así como las vistas y paisajes no tenían un lugar central en la construcción en el siglo XVIII, las piletas como hoy las conocemos tampoco se acostumbraban. Lo que sí había era un espacio para darse baños con el agua del cerro, cerrado y rodeado de bancos. Una sencilla ampliación fue suficiente para convertir “El tabique” en pileta, sin perder el espíritu original.
El legado
Después de enviudar y de que todos sus hijos se casaran, Marietta decidió irse de Buenos Aires a vivir a Salta, cerca de su querida Calavera “Cuando papá murió, me dejó la finca a mí”, cuenta. Seguramente su padre, un historiador que dedicó gran parte de su vida a investigar el legado de su bisabuelo en la Independencia, vio en ello el modo de agradecerle lo que había hecho por este lugar querido.
“Para mí, recibir la Calavera fue como heredar una alhaja, jamás pensé en venderla”, asegura. Para todos sus nietos, Mama y La Calavera no fueron una alhaja, sino el tesoro más grande que podíamos recibir. Nos quedan para siempre las historias, los recuerdos, el amor a la tierra y el legado de nuestra propia Güemes: La Caudilla, Marietta.
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