Raquel Rodrigo buscaba un terreno para un estacionamiento cuando se encontró con un teatro abandonado. Después de interiorizarse en su historia, convocó al arquitecto y escenógrafo Alberto Negrín para restaurarlo y hacer un restaurant.
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“La primera vez que entré no podía creer que esto existiera”, asegura Alberto Negrín. Escenógrafo y arquitecto, hace años que Negrín trabaja en proyectos vinculados a la cultura y el espectáculo, experiencia que lo convertía en el candidato ideal para liderar el proyecto que Raquel Rodrigo, productora artística, dueña del restaurant El Tropezón y de la librería Clásica y Moderna, tenía entre manos.
“El proyecto me enamoró desde un principio, por eso quedó como quedó”, asegura Negrín. Recién llegado de Madrid, donde se había ido por trabajo, lo que Raquel le había anticipado por teléfono fue lo suficientemente interesante como para que se vuelva. De todas las salas de teatro y conciertos que había diseñado en sus años de carrera, ninguna se parecía a Albur.
Joyita escondida
“Todo empezó por un estacionamiento que tengo a la vuelta y buscaba ampliar. Cuando vi que estaba este subsuelo pensé que probablemente llegaba hasta el límite con el mío, así que pedí venir a verlo”, cuenta Raquel Rodrigo.
"El teatro está en el subsuelo de un edificio de departamentos de los años 20, pero tiene su entrada independiente al costado, con una puerta de hierro fortaleza original de la construcción."
Raquel Rodrigo, dueña de Albur Restaurant Concert
Lo que ni Raquel ni el vendedor sabían era que hasta los años ochenta en ese subsuelo había funcionado “el 35″, un teatro independiente que vio debutar y pasar por su escenario a grandes figuras de la talla de Antonio Gasalla, Carlos Perciavalle, Oscar Martinez o Virginia Lago, quien debutó en este escenario. Viéndolo completamente reconstruido, cuesta imaginar el deterioro que habían dejado 40 años de abandono.
“Todo estaba tan venido abajo que no se notaba que había sido un teatro: no había siquiera un escenario, solo un gran hueco. Lo que me dio el indició de que había sido un teatro fueron las cuatro cajas de los parlantes”
Redoblar la apuesta
“Raquel llegó a mi por una recomendación: no nos conocíamos pero enseguida nos entendimos a la perfección”, cuenta el arquitecto. Según Negrín la clave del éxito en la relación y la obra estuvo en la claridad y el detalle con el que se proyectó toda la obra de entrada, contemplando cada mínimo detalle y terminación.
El cielorraso de la barra y acceso se hizo con un termoformado de prismas montados sobre una chapa calada que contienen además focos de luz. Debajo la barra de mármol con frente de ónix transiluminado suman clima y encanto.
Ni teatro ni restaurant, la idea de Rodrigo era apostar por un formato concert en el que la gastronomía se acompañara con una oferta artística. En términos de la obra, esto significaba reconstruir el teatro (con todos sus desafíos técnicos), pero además hacer de cero la cocina y el bar.
“El lugar se reconstruyó evocando lo que sería un teatro con bellas características constructivas de los años 20, pero dándole también otras características y sellos contemporáneos como los colores o materiales”, explica Alberto Negrín.
De las boiseries y techos de madera moldurada a la boca de escena y telones, todo se diseñó e hizo con la ayuda de artesanos y fabricantes especializados.
Protagonista de escena
“La boca de escena es el elemento más importante de todos, aunque parece original fue diseñada y hecha de cero”, cuenta Negrín. Se conoce con ese nombre al arco que delimita el escenario de la sala, esa pieza calada imposible de pasar por alto en el caso de Albur.
Para hacer la boca de escena, se la talló en barro con la ayuda de dos escultores. Una vez lista se sacó una copia e hizo en resina y separó en partes que se llevaron desarmadas al lugar y montaron ahí.
“No hubo nada que se comprara, todo se mandó a hacer especialmente. Los textiles se tiñeron a mano, las alfombras se diseñaron y fabricaron a medida, incluso las sillas -que son bastante clásicas- se hicieron con un asiento especial”, cuenta el arquitecto y diseñador. Como buen escenógrafo, Negrín diseñó las luces pero también las variaciones en la iluminación según la ocasión y horario.
En el pasillo al fondo
Robado de una película de Nueva York, el acceso a Albur es a través de una puerta de hierro fortaleza que conduce por un gran pasillo. Ese recorrido de paredes de boiserie y espejos biselados también fue reciclado, manteniendo sus mármoles haute ville y piezas de arabescato fantástico originales.
El ascensor tijera estaba fuera de servicio, pintado en verde. Al recuperarlo se encontró que los interiores eran de un roble de Eslovenia que mantuvieron en natural.
“En la planta baja mantuvimos la paleta original sin muchos indicios de lo que hay debajo. La idea es que al llegar al subsuelo se descubra este lugar”, cuenta el arquitecto. Atento a cada mínimo detalle, para Negrín la clave del éxito está en la experiencia. “Yo no quiero que la gente venga una vez a conocer y listo, ¡quiero que vuelvan! -asegura- y para eso necesitás que sea buena la propuesta, pero también que sea un lugar en el que cada visita descubras algo nuevo”.
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