Con su historia cargada en un camión, la artista Paula Cabanillas y su familia cruzaron hace ocho años el Río de la Plata decididos a empezar una nueva vida en Punta del Diablo. Acá, su historia y su casa, hecha con sus propias manos.
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Cuando Paula y Sandro conocieron Punta del Diablo, enseguida fantasearon con pasar ahí más que unas vacaciones. Las caminatas eternas, las charlas mezcladas con el sonido del mar y la conexión de sus hijos con la naturaleza -más que con las pantallas- en el pueblito pesquero del departamento de Rocha, sembraron en los Corbalán Cabanillas la inquietud de pegar un volantazo a tiempo.
Por aquellos años, Paula daba clases en un colegio y su marido trabajaba en la industria automotriz. Pensar en reubicarse en un pueblito en el interior de Uruguay no era sencillo, pero la dificultad no los frenó. Cinco años les llevó transformar el sueño en realidad: el tiempo que necesitaron para vender su casa y renunciar a sus trabajos, siempre confiando en que de alguna manera iban a acomodarse. “Nos tiramos al océano, cambiamos la ciudad por un pueblito con perfume a sal”, se acuerdan.
"Mucha gente cercana nos decía ¡están locos!, pero la decisión estaba tomada."
Paula Cabanillas, artista plástica y dueña de casa
¿Cómo hace una pareja con tres hijos para dejar su casa y su trabajo e irse a vivir a un pueblo de mil habitantes? “Antes de patear el tablero éramos dos laburantes con una vida promedio, pero teníamos la certeza de que había más por experimentar y que podíamos recorrer otras rutas en la vida”, aseguran los Corbalán.
Esa audacia y el deseo de cambio fueron los que los animaron a apostar por una mudanza internacional en un camión con doble acoplado. Además de sus hijos tres hijos, Camilo, Lorenzo y Candela y sus siete mascotas, llevaron consigo todos sus muebles y unas veinte cajas de vajilla antigua que los acompañaron en la peregrinación de casi 600 kilómetros hacia un nuevo comienzo.
Romper prejuicios
No es lo mismo ir de vacaciones a una casita rústica que vivir ahí todo el año. Uno de los primeros desafíos al llegar al país vecino, estuvo en encontrar una casa que pudiera albergarlos a los cinco. Después de mucho buscar, resolvieron que lo mejor sería buscar un terreno para levantar su propia casa.
“Hubo que desandar prejuicios como el de que las casas de madera son precarias, incómodas y poco habitables”, cuenta Sandro. Construir en madera fue todo un desafío para ellos, que estaban acostumbrados al ladrillo y cemento. Tenerla lista fue un trabajo de meses, lleno de idas y vueltas y con mil inconvenientes e imprevistos propios del clima y la zona. Aunque como ellos dicen, “no hubo nada que con maña, amor y manos de artesanos no pudiésemos resolver”
Cada rincón de la casa fue cread o intervenido por sus dueños. Las estaciones reinventan los espacios: en verano, el camastro de la galería y la hamaca invitan a lecturas y siestas, en invierno, en cambio, una vieja salamandra es el alma del living.
De los ocho años que llevan en Uruguay, los primeros tres los dedicaron a armar la casa, con sus talleres y jardín. Una vez que terminaron su obra, empezaron con “La Cronopia”, una cabaña que en temporada recibe a amigos y viajeros.
La casa es además el espacio de trabajo de los dos, que tienen sus talleres ahí. En la parte de abajo, armaron un “taller con aires de carpintería” en el que Sandro trabaja con madera. Después de años de estar en la fábrica, hoy se dedica restaurar muebles y refaccionar viviendas. Paula, por su parte, armó su taller en casa, pero tiene además un atelier frente al mar en el que vende sus piezas y objetos.
A sus emprendimientos planean sumar ahora la gastronomía, una nueva pasión. Después de investigar todas las variedades de hongos comestibles que se cosechan en los bosques cercanos, la idea es compartir esas recetas y rituales culinarios con los visitantes de Punta del Diablo.
“Vivir en un lugar turístico implica estar en movimiento y saber adaptarse constantemente. Una de las lecciones más importantes es esa: aprender a vivir en armonía con el entorno”
Reaprender de la tierra
Los exteriores de la casa fueron un capítulo aparte. Es que todas las nociones de jardinería que podían haber aprendido en base a su experiencia en el clima húmedo de Buenos Aires resultaron inútiles en una zona tan arenosa y distinta. Nada de lo que intentaban prosperaba, todavía se acuerdan la cantidad de plantas que secaron en el intento. “Nos costó muchísimo trabajo y varias lágrimas”, asegura Paula.
Sin embargo, siguiendo los consejos de algunos vecinos de mano verde, finalmente lograron que el suelo empiece a dar frutos. A la larga, consiguieron un jardín frondoso al que hoy llaman cariñosamente “la selvita”. ”
“Esta casa es el resumen de nuestro recorrido como familia: habla de dónde venimos y también de hacia dónde queremos ir”, reflexionan los dueños de casa. Entre pinceladas, mates y fuegos, las noches de luciérnagas y cielos estrellados son testigos de esa travesía que para los Corbalán Cabanillas tiene un final feliz.
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