Casi sin buscarlo, se convirtió en artista. Sus diferentes estudios y las causalidades de la vida fueron llevando su obra hacia un simbolismo decisivo que se expresa en cada una de sus telas.
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De muy joven, con veintitantos y recién casada, Verónica Ryan se instaló en General Villegas, una localidad suavemente ondulada en el noroeste bonaerense. Allí pasó veinte años, se recibió de psicóloga social y trabajó con personas con discapacidad, y a la vez comenzó su búsqueda artística aprovechando el aporte de gente muy valiosa de su ciudad.
“Era algo que yo tenía, pero que me fue descubriendo”, cuenta Verónica desde su flamante taller de Capilla del Señor, donde reside desde hace un año y medio. Su taller es un amplio ambiente con varias mesas y telas colgadas. “Las cuelgo para acordarme lo que hay, tengo muy mala memoria”. Otras están ya en proceso de convertirse en obras de arte, con teñidos o serigrafías, dobladas en un estante esperando su momento.
En la actualidad está pintando muchas flores, será porque la rodean en este nuevo espacio rural, que tomó como casa y lugar de trabajo. Sus conocimientos en serigrafía textil los adquirió en el taller Muchatela, de Constanza Martínez en Buenos Aires, historiadora del arte e investigadora, fue su gran maestra.
No haber pasado por una estructura académica le dio quizás esa libertad de probar, de evadir las fórmulas. Experimentar con el “qué pasa si...”.
"Tiempo de enterrar. Tiempo de desenterrar. Tiempo de coser. Siempre el tiempo está presente. A veces hay que esperarlo."
Hoy todo empieza con un lienzo de algodón. Los tiñe con anilinas de colores amables, de colores tierra, les hace serigrafías o los pinta con óleos, pero el proceso más importante sucede bajo tierra. Así, entierra las telas por un período aproximado de dos meses, “suficiente tiempo para que pase de todo”.
Lo que hace es “envejecer” las telas, y siempre esto la remite a sus abuelos y a anécdotas de la sabiduría que conlleva la edad. Tiene un fuerte vínculo con la naturaleza por haberse criado en el campo, con esos ratos de siesta eterna cuando estaba sola y el entorno se volvía compañía.
“Los grandes descubrimientos del mundo se hicieron observando la naturaleza”, reflexiona. Devenir artista, como parte de un proceso o una serie de acontecimientos. Un día en la chacra de su madre decidió experimentar y enterró su primer lienzo.
Ahí quedó un tiempo, y cuando lo desenterró aparecieron el descubrimiento y la fascinación: cambios de colores, pliegues que conformaron trazas diferentes, huellas dibujadas por la Madre Tierra. Como analogía de su paso por la fotografía y el revelado, pensó: “Se me reveló una impresión inesperada”.
Hongos, bacterias, materia orgánica, agua, raíces, todo atravesaba sus telas y las convertía. Su próximo paso fue una residencia con Margarita García Faure, quien trabajaba con telas y agua de río. El taller se llamaba “Tierra”, perfecta alegoría de lo que sucede debajo.
"La materialidad de la tela es muy importante y muy simbólica. Es el primero y último abrazo y te atraviesa toda la vida"
El tiempo, la vida y la muerte también concurren en la obra de Ryan. “Somos Naturaleza, no existe el tiempo ni la muerte, somos transformación; la pandemia nos recordó la incertidumbre de la vida”.
Hace poco comenzó el proyecto de enterrar una tela en cada una de las provincias argentinas donde tiene algún conocido. A la misma profundidad y durante la misma cantidad de tiempo, con la única variable del ambiente.
Un mapa más que geográfico, vincular. Ella va registrando todo el proceso, pero es algo entre la obra y la artista, un proceso íntimo.
Las telas después se cosen con hilos de seda –casi invisibles–, y los primeros fueron de un pañuelo que le ofreció su abuela cuando era chica. Va formando capas, cosiendo cada pedazo de tela intervenida a otra tela que, si lleva marco, se tensa en un bastidor.
“A mí me gustan sin marco y sin vidrio”, cuenta la artista, “ya que aunque quizás no se siguen degradando, si esto ocurre, se vuelve parte de la realidad, de la verdadera materialidad”.
IG: @vero.ryan
LA NACION