Las hojas son las estrellas de la temporada de otoño
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Follajes que hipnotizan en su vaivén, como el fuego, como el agua; follajes que sostienen un jardín, lo arman. Follajes: infinitas hojas que son literalmente indispensables para la vida tal como la conocemos
En un día soleado se puede casi sentir que las innumerables hojas de un jardín están en estado de exaltación, en frenética actividad, transpirando, capturando dióxido de carbono para crear moléculas orgánicas, llenando el aire de oxígeno cuando se rompe el agua que interviene en la fotosíntesis. La hoja está para fotosintetizar, su diseño responde a ese fin. Aunque hay infinidad de variantes de formas de hojas en el universo vegetal, una hoja en su aspecto más ortodoxo tiene un pecíolo con longitud variable que la ata al tallo y una lámina generalmente aplanada y extendida.
El tiempo de vida
Las hojas de cada especie tienen un tiempo de vida máximo reglado. La vida de una hoja puede ser breve, durar unos meses como en las plantas anuales, que rápidamente florecen y se desvanecen en su muerte programada cuando las flores han formado semillas. O en los árboles de hojas caducas, que brotan en primavera y en otoño caen para dejar al árbol libre de órganos frágiles ante el frío.
Hay también árboles de hojas caducas originarios de zonas más cálidas y su estilo es desprenderlas hacia fines de invierno y renovarlas a mediados de primavera. Esto ocurre, por ejemplo, con el jacarandá, que en ese tiempo de desnudez genera su floración más deslumbrante. Se los llama caducifolios tardíos. Existen plantas de hojas perennes, que no quiere decir que vivan para siempre, pero sí varios años.
La vida de sus hojas suele ser variable según la especie; se renuevan por fracciones anuales y el momento de desprendimiento suele ser la primavera. Así, pueden verse árboles, como por ejemplo los Ficus benjamina, que dejan un tendal de hojas secas debajo de sus copas verdes. Hay una especie con hojas casi “inmortales”: la extrañísima Welwitschia mirabilis, que en su vida genera solo dos hojas que crecen indefinidamente.
Como la planta es capaz de vivir cientos de años e incluso, en algunos casos, hasta un par de miles, esa edad tiene sus hojas. El truco “mágico” de renovación es que, mientras los extremos se van desintegrando, desde la base se regenera esa cinta que puede alcanzar hasta unos 2 metros de largo. Esta planta que desconcierta vive en un desierto que antes fue un hábitat benigno, y parece ser que resistió y pudo adaptarse de forma eficiente y extravagante al terrible cambio.
La fotosíntesis utiliza un pequeño porcentaje del agua que entra en la planta; es poca pero crucial para sintetizar moléculas orgánicas y además acondicionar la atmósfera con oxígeno.
Los tejidos básicos de una hoja
Para entender la complejidad de una hoja hay que comenzar desde afuera: la epidermis vegetal es un conjunto de células, unas al lado de otras, que no dejan entre sí un espacio sin tapizar, como baldosas, como un solado transparente. Es protección y, a la vez, impide una desaforada salida de agua por evaporación, que pondría en peligro la vida de la planta. Cada tanto esta película tiene unas disrupciones: unos pequeños poros con la propiedad de abrirse o cerrarse para intercambiar gases y que forman parte de un aparato que se llama estoma.
Los estomas se ven bajo microscopio como pequeños ojos con dos párpados que se abren o se cierran gracias a dos células llamadas oclusivas, y lo hacen según los datos de sofisticados sensores que tienen las plantas que monitorean condiciones internas y externas. Por ejemplo, si las raíces detectan que no entra suficiente agua, para protegerse de la deshidratación los estomas de la planta se cierran.
Debajo de la epidermis está el epicentro de la hoja, un tejido industrioso formado por células con cloroplastos, lugar exquisito y específico de la síntesis de materia orgánica cuando lo toca un rayo de luz. Este tejido es verde porque los cloroplastos tienen clorofila, un pigmento que absorbe longitudes de onda desde rojo al azul y que rechaza la longitud de onda de la luz verde. Es así como, paradójicamente, el color que embelesa y nos serena es justamente el de la fracción de luz no útil.
También dentro de los cloroplastos hay otros pigmentos: los carotenoides, que intervienen en la fotosíntesis, pero con un papel accesorio, para optimizarla, capturando como antenas energía de unas ondas de luz que a la clorofila se le escapa. Son pigmentos de color amarillo o anaranjado. Una hoja guarda rastros de historias inmemoriales. Los cloroplastos, orgánulos repletos de clorofila, son producto de endosimbiosis: parece ser que ancestros de las cianobacterias (que son también fotosintéticas) entraron en simbiosis con otros organismos más complejos. Ambos se adecuaron y modificaron para dar lugar a las plantas tal como las conocemos.
Las venas de las hojas o “nervaduras” son una autopista de dos manos formadas por tejidos de conducción: una mano es el xilema, que distribuye el agua y las sales que entran por las raíces hacia la fábrica de las hojas; y otra, el floema, que distribuye hacia toda la planta las moléculas orgánicas producidas por síntesis en la hoja. Este sistema circulatorio que viene desde la raíz y pasa por el tallo, al entrar en la hoja se ramifica y va perdiendo diámetro. Así llega a entrar en contacto con pequeños grupos de células donde se realiza el intercambio estratégico de insumos y de moléculas orgánicas.
La abscisión o caída de las hojas
Cuando llega el otoño, en los árboles caducifolios todo lo útil de la hoja fluye hacia las partes leñosas para guardarse hasta que se reutilice en primavera. En medio de esos cambios, la clorofila se va desnaturalizando y no se reemplaza, de manera que la hoja pierde el verdor.
Como los carotenoides son más estables, se quedan más tiempo y, sin que los oculte ya la clorofila, se visibilizan y las hojas amarillean. Los rojos intensos que aparecen en otoño en las hojas de algunas especies –como el liquidámbar o el Acer palmatum– son distintos, provienen de la formación de antocianinas, otros pigmentos. Se crean en el mismo momento otoñal y son un antioxidante poderoso que protege a las plantas de los rayos UV en momentos delicados. A diferencia de los carotenoides, se ubican en otro lugar de las células, fuera de los cloroplastos.
A las antocianinas las conocemos bien, dan rojos muy llamativos –del escarlata al púrpura– y también pueden encontrarse en flores y frutos donde son el atractivo óptico para que los animales realicen la polinización y dispersión de frutos (función que también cumplen los carotenoides). La caída de las hojas no produce una herida abierta en el tallo. Antes, en la base de la hoja se forman un par de hileras de células más frágiles, que se rompen fácilmente (capa de separación) llegado el momento adecuado, y más cerca del tronco hay una capa de células preparadas para cerrar la herida bajo la forma de primeros auxilios. Luego el tallo se encarga de cubrir la cicatriz con corteza.
Hay casos en que las hojas vacías, secas, de una forma especial, permanecen en los árboles desde el otoño hasta casi la primavera ya que resisten bien el sacudón de los vientos; es el caso del Quercus palustris. Este tipo de follaje se llama marcescente. En este caso del roble de los pantanos, el follaje pasa del verde al rojo en otoño hasta transformarse en ocre, el color último de la degradación de las hojas, pero no menos mágico bajo cielos plomizos.
Nuestra vida, directa o indirectamente, está adaptada a la existencia de las hojas; algunas pueden parecer modestas, pero su actividad interna es siempre sofisticada.