En tiempos de crisis ambiental, cobran especial relevancia los parques nacionales y los parques provinciales, además de las reservas naturales, las reservas urbanas, las reservas privadas, los corredores biológicos: todo en función del equilibrio ecológico del planeta
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Al contemplar la inmensidad del paisaje de montañas, lagos y bosques de los Andes patagónicos, Francisco “el Perito” Moreno –hoy considerado el padre de los parques nacionales– debe haber pensado: “Estas bellezas naturales hay que protegerlas para siempre; el Estado Nacional debe hacerse cargo de ello”. Tomó la solidaria decisión de devolver 7500 hectáreas de las tierras que había recibido por sus servicios prestados en la frontera sur.
Esta generosa chispa encendió la creación del primero: el Parque Nacional “del Sur”, en 1922. Años después (1937), nacieron varios otros en los sitios más bellos del país, como Los Alerces y el Iguazú, y a la vez, la institución a cargo de ellos, la actual Administración de Parques Nacionales (APN).
De ahí en más, en décadas subsiguientes (1940-70), científicos, naturalistas y funcionarios fueron extendiendo la iniciativa a otras regiones naturales. Así nacieron el Parque Nacional El Rey (Salta, en la ecorregión Yungas), los del Río Pilcomayo y el Chaco (ecorregión del Chaco Húmedo), El Palmar (Entre Ríos) y el Lihué Calel (ecorregión del Espinal), entre otros.
También nacieron los primeros parques provinciales: La Florida (Tucumán, 1936), Pampa del Indio (Chaco, 1957) y varios otros.
En esos tiempos, ya se perfilaban las amenazas a la naturaleza por la sobreexplotación de los bosques nativos (La Forestal, en el norte de Santa Fe y Chaco); su destrucción por el avance de la agricultura (caña de azúcar en la selva de Yungas; yerba mate en la de Misiones; cereales y forrajeras en Caldenales, La Pampa); y la desertización por sobrepastoreo de las zonas áridas (Cuyo y Patagonia).
En las décadas del 80 y del 90, con la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro como hito histórico (1992), se impuso el concepto de “biodiversidad” como más preciso que el tradicional de “naturaleza”, en la definición de qué conservar en las áreas protegidas: todas las especies, sus variedades y los diversos ecosistemas que ellas integran. Así, las “áreas naturales protegidas” habrían de ser muestras de naturaleza en las que se conserve toda esa diversidad en los distintos lugares en que se da.
¿Y para qué tanta conservación? Los diferentes elencos de especies silvestres que componen los diversos tipos de ambientes naturales (bosques, pastizales, humedales, estepas, llanuras, mesetas o montañas) albergan una enorme riqueza de recursos biológicos y genéticos. Estos son útiles para la sociedad como alimentos, medicinas, productos industriales, ornamentales o estéticos y tantos otros usos.
A su vez, los lugares y paisajes que configuran aquellos ecosistemas ofrecen espacios de goce e inspiración, recreativos, espirituales y estéticos para la gente. A eso se suma la importancia clave que tiene toda área de biodiversidad para la subsistencia de la vida en nuestro planeta: aseguran las mejores condiciones de mitigación y resiliencia ante eventos catastróficos, tanto los naturales como los provocados por la acción humana, es decir, las secuelas del cambio climático que hoy estallan aquí y allá con más intensidad y frecuencia.
La transformación masiva de ecosistemas en monocultivos y construcciones genera ambientes mucho más frágiles e inestables. La mejor solución de compromiso para el equilibrio ecológico del planeta es la alternancia en el territorio de las áreas de biodiversidad y las transformadas.
La pérdida de especies y variedades que conlleva el actual desarrollo predominante –que sigue deforestando y eliminando áreas silvestres con egoísta visión de lucro a corto plazo– está privando a las futuras generaciones del enorme potencial de riquezas aún ocultas en la naturaleza.
A su vez, los ambientes masivamente transformados configuran el legado de un mundo frágil e inestable, de imprevisibles riesgos para la sobrevivencia, seguridad y buen vivir de futuras generaciones.
Volviendo a los años 90, las organizaciones internacionales y el Convenio de Diversidad Biológica (CDB, nacido en aquella Cumbre de Río) establecieron un régimen de seis categorías de áreas protegidas diferentes; algunas de protección estricta, como los parques nacionales o provinciales (que solo admiten visitantes pero no residentes) y otras de protección parcial, que aceptan la existencia de población y un uso “sustentable” de recursos naturales (para que su extracción respete los ritmos de reposición y la biodiversidad), es decir, áreas protegidas con recursos manejados.
El paradigma de este modelo lo representarían a grandes rasgos las reservas de biósfera, formuladas con anterioridad por la Unesco, según un esquema de áreas protegidas estrictas rodeadas de áreas no estrictas en su entorno, a modo de “zona de amortiguamiento”.
En la Argentina, ese modelo fue incorporado por la APN en los años 90 mediante un proyecto acordado con algunos gobiernos provinciales. Se crearon nuevos parques nacionales y reservas naturales provinciales contiguas (estas, del tipo de recursos manejados), en función de amortiguamiento.
Así se constituyeron los parques Quebrada del Condorito junto a la reserva hídrica provincial Pampa de Achala (Córdoba); Copo, junto a la reserva provincial del mismo nombre (Santiago del Estero) y la reserva de biósfera San Guillermo (San Juan), que comprende el parque nacional como zona núcleo y la reserva provincial como de amortiguamiento.
Desde 1970-80 se fueron multiplicando los parques y reservas de diversa categoría en los ámbitos nacional, provincial, municipal (urbanas), de reservas privadas (impulsadas por ONG conservacionistas), de universidades, de la Defensa (predios del Ejército, hoy destinados a la conservación en convenio con la APN). También se crearon, por ley nacional de 2014, áreas protegidas marinas en aguas del Mar Argentino.
Las pequeñas reservas urbanas tienen un gran valor educativo-cultural, como sitios naturales “de cercanía” en la familiarización iniciática de la población urbana con la naturaleza. Hoy el Sistema Federal de Áreas Protegidas (SiFAP) comprende 533 unidades (48 de la APN), que abarcan más de 40 millones de hectáreas. De estas, alrededor de tres cuartas partes son de categorías no estrictas, con población residente.
A partir de este siglo, se está imponiendo otro salto clave en el paradigma de la conservación: la configuración de corredores ecológicos, territorios que no solo rodean a las áreas protegidas, sino que se extienden entre una y otra, asegurando la movilidad y diseminación de animales y plantas.
Las ciencias naturales comprobaron que un área silvestre aislada “en un mar” de cultivos y construcciones, a lo que lleva la tendencia actual, va perdiendo muchas especies, debilitadas por la endogamia genética a que quedan sometidas.
En 2015, un nuevo proyecto de la APN introdujo a su labor conjunta con provincias (Chaco y Santiago del Estero, en este caso) la conformación y gestión de corredores ecológicos en la región del Gran Chaco, que interconectan parques y reservas nacionales y provinciales.
En esas tierras se promueve y regula (entre campesinos, indígenas, chacareros y estancieros) el uso múltiple y sustentable de los recursos que albergan (bosques y pastizales nativos), sin sustituirlos. No es tarea fácil, pero sí indispensable.
El Gran Chaco es la región que soporta la tasa anual de deforestación más alta del continente, y esta es responsable de más del 10% de la emisión de gases causante del cambio climático en el país. Las áreas protegidas no estrictas y los corredores “con los pobladores adentro” y produciendo –con manejo sustentable de los recursos– constituyen el gran desafío del futuro para mantener extensos territorios naturales y seminaturales, combinando dos grandes objetivos: por un lado, la conservación de la biodiversidad y, por el otro, el arraigo y salida de la pobreza rural de campesinos e indígenas.
De lo contrario, flora, fauna y pobladores serán material de descarte de un agronegocio excluyente. La extracción maderera, la ganadería y otros usos del bosque nativo fueron motivos de debates y conflictos durante décadas en la APN, aun realizados en sus Reservas Nacionales (no estrictas).
Pero la extracción selectiva de árboles no es deforestación; el bosque se regenera en su renoval; el uso de recursos naturales es compatible con la conservación. Hay numerosas experiencias que así lo demuestran.
Entrados los años 90, esto se fue comprendiendo mejor. El notable progreso histórico en la teoría y práctica de la Conservación de la Naturaleza (y su visión de futuro) ha sido y es el fruto de una creciente conciencia ambiental, en nuestra sociedad y en el mundo. Crecimiento que no tiene un fin en sí mismo, como es identitario de la sociedad moderna en tantos aspectos.
Es en realidad una desesperada carrera, a contratiempo, cabeza a cabeza, contra la masiva destrucción de los ambientes naturales, la cual es la causa clave de la crisis ambiental global. Proceso acicateado por la prepotente cultura de lucro, consumo y derroche en que está embarcada la humanidad, detrás de una tecnolatría enceguecedora, sin ver el abismo al que está cayendo. La singular inteligencia de la especie humana ¿le servirá para saltar de bando a tiempo y ganar esta carrera por la vida de todos?