Lo publicó una mujer de la aristrocracia francesa que debió firmar bajo el seudónimo de Mme. Charlotte de La Tour. Allí compiló un diccionario de significados asociados a las plantas para comunicar veladamente sentimientos y emociones.
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Hacia principios del siglo XIX, se editó en Europa un libro que causó furor, El lenguaje de las flores, firmado por Mme. Charlotte de La Tour, un seudónimo bajo el que se ocultaba una mujer de la aristocracia francesa: Louise Cortambert. Allí compiló antiguos significados que se les daban a las plantas, creó y recreó otros y los ordenó en un diccionario para ser utilizados como una forma de comunicación.
La primera edición del libro apareció en Francia en 1819. El boom editorial hizo que el lenguaje de las flores o floriografía se popularizara, especialmente entre las chicas y los chicos de la época, y se convirtiera en un libro perdurable, con muchas ediciones. Transformar a las plantas en un símbolo no era algo nuevo, basta pensar en el olivo como paz y abundancia, o la gloria unida a los laureles desde la antigüedad. Sí fue innovador compilarlos de manera amplia: los tradicionales significados, los nuevos nombrados por los poetas, incluso algunos otros interpretados por la autora. También fue novedoso combinarlos en un lenguaje cotidiano, sentimental. El libro se editó en Francia y, debido a su éxito, luego fue traducido al inglés y se transformó es un boom en la Inglaterra victoriana.
Las estrictas normas de comportamiento social vigentes eran asfixiantes, especialmente para muchos jóvenes que encontraban en este lenguaje gráfico y secreto una manera de dejar aflorar desde los sentimientos más delicados hasta sus pasiones más desbocadas. Y, claro, habrían de hacerlo a escondidas de quienes podían censurarlos, pero que no estaban al tanto de las reglas del juego.
En el libro, el tema del amor es el que mayor cantidad de entradas tiene y su centro son las rosas. Si son rojas, como bien sabemos hasta hoy, significan amor encendido; si son blancas, amor puro; amarillas, celos o reproches de infidelidad. La rosa musgosa representa sugestivamente “amor voluptuoso”. Un ramillete de rosas abierto expresa un imperativo: “Haz el bien”. Rosas en un ramo con plantas silvestres expresa: “Todo se gana en buena compañía”. Una rosa blanca y otra colorada, una declaración tumultuosa: “Sufro tormentos de amor”.
Un pimpollo de rosa con hojas y espinas entregado con la flor hacia arriba, un dubitativo: “Temo pero espero”; entregado hacia abajo, un incitante: “No hay que temer ni esperar”. Una rosa sin espinas, un abierto: “Todo se debe esperar”; sin hojas: “Todo se debe temer”. Un idioma bastante complicado, como se ve, y sujeto a malinterpretaciones, pero muy entretenido. Y no todas son rosas: la Achillea millefolium significa, según el libro, una intimidante declaración de “guerra”; los narcisos, acusación de egoísmo; el aloe expresa dolor, amargura, como la fumaria. Los brezos, soledad. El lúpulo, injusticia.
Los nombres y los significados siguen: la moneda del Papa o Lunaria, olvido. La caléndula, pena, disgusto. Las balsaminas o brincos, impaciencia, ya que sus frutos se abren violentamente, en un instante, impulsando las semillas lejos. Al pobre conejito le tocó significar presunción.
Las flores de almendro hablan de “atolondramiento”, ya que florecen en el invierno y las heladas tardías pueden dañarlas, también declaran las frágiles “primeras emociones de amor”. Lo contrario significa el serbal, que ya está fructificado cuando el frío se instaló y a él acuden masivamente los pájaros cuando falta alimento y reparten las semillas, asegurando así la supervivencia de la especie: el serbal significa “sensatez y prudencia”.
Los nardos o tuberosa representan “voluptuosidad” por su perfume; las acacias indican, por el contrario, un amor platónico. El jacinto, juegos peligrosos. El laurentino, un dramático “muero si me dejas”, Y regalar una rama de evónimo, un delicioso “tus encantos están grabados en mi corazón”. Las margaritas de los prados, las más sencillas, “lo pensaré”; luego devinieron en el divertido oráculo de los enamorados, para descifrar “me quiere” o “no me quiere”. Y precisamente un oráculo muy accesible es el diente de león. Soplando suavemente sobre sus cabezuelas transparentes, si queda un sólo panadero en el receptáculo, hay seguridad de que es “amor correspondido”. Dichas cabezuelas también se prestan como mensajeras, según las indicaciones del libro de Mme. de La Tour: si se soplan orientadas hacia el punto cardinal donde se encuentra el amado (o amada) sin importar la distancia, los panaderos hacen de mensajeros de deseos y sentimientos.
Las nupcias tenían sus clásicos: los ramos de las novias podían ser de azucenas, que indican el candor y pureza de la contrayente. Los muguets o lirios de los valles en el ramo representaban “dicha” y también, por el blanco, “pureza”. Los azahares de naranjo, “castidad”; y, cuando no había por la época del año, se podían reemplazar por unos replicados en nácar, costumbre adentrada hasta principios del siglo XX.
Las hiedras simbolizaban en los ramos nupciales un vínculo indisoluble, un “nada puede separarme de él”, basado en el hecho de que las hiedras quedan enredadas, abrazadas a su sostén, aun después de caer los árboles; y están siempre, no como las flores.
El ícono del amor conyugal es el tilo, un árbol que estaba muy difundido, que en verano da una amplia sombra fresca, en invierno provee el calor necesario cuando sus troncos arden en las chimeneas. Además, con su madera, se pueden armar muebles y con la corteza se hacían desde cuerdas hasta papeles. También sus flores proveen buena miel para los que tienen colmenas.
Los mullidos musgos aluden al amor maternal. La hija querida o madre de familia: la Akebia quinata, que se la llama así porque sus hojas cubren a las florcitas dándoles protección durante las lluvias. Sobre la amistad, recibir un ramo de flores de glicinas dice: “Tu amistad es grata y dulce”; uno de vincas expresa: “Dulces recuerdos” o “primeros sentimientos dulces pero sencillos”.
Luego del boom del libro de Louise Cortambert, proliferaron ediciones de distintos autores que, dejando volar su imaginación, también escribían sobre los significados de las flores y que alcanzaron también buen éxito y recibimiento. En tal abundancia de literatura, muchas veces las interpretaciones diferían.
Actualmente, todavía se editan libros nuevos que giran en torno al tema, como una forma de revivir la estética y el espíritu de otras épocas. Decantados, perduran en nuestra iconografía algunos símbolos, como las rosas rojas para declarar amor y los nombres comunes de algunas plantas, como los “nomeolvides”, las celestes florcitas de miosotis explicitando una súplica, o los pensamientos. Por ejemplo, un ramillete con una flor de pensamiento contenía un verbo (“yo pienso”) que acompañado por otras flores —sustantivo o adjetivo (que había que descifrar)— formaban una frase floral. Más complicado todavía: si el mismo ramillete era entregado invertido, con las flores hacia abajo, se pensaba lo contrario. Debió ser un juego proclive a crear enredos, divertido y sobre todo muy romántico.