En la ciudad de Gualeguaychú, Entre Ríos, encontramos un paraíso conservado en su estado más puro. Allí funciona un centro de experimentación que promueve la convivencia armoniosa entre la agricultura convencional y la agroecología, que promete mejorar la calidad de vida de las personas.
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La génesis del proyecto fue ambiciosa. Azul García Uriburu y Marcos Pereda compraron una estancia en 2007, inspirados en el modelo del conservacionista Douglas Tompkins, y se mudaron a vivir con sus hijos durante tres años para trabajar junto con naturalistas, biólogos y ONG.
La primera iniciativa consistió en destinar 19 mil hectáreas (sobre un total de 32 mil) a la conservación de humedales, ríos y montes de especies nativas y a rehabilitar animales en cautiverio antes de reintroducirlos en su ecosistema natural.
Progresivamente lograron la convivencia virtuosa entre la producción convencional –agrícola, ganadera, apícola y forestal– y la agroecología.
En El Potrero tenemos una visión compartida a favor de la regeneración de la vida en todas sus formas
“Somos un centro de experimentación interconectado con el entorno que comparte experiencias y saberes con productores, investigadores y escuelas. Tenemos el tiempo y el espacio para investigar nuevas maneras de producir”, dice Felipe Collazo, quien antes de ser el coordinador de proyectos, realizó un máster en Pensamiento del Diseño Ecológico en Inglaterra.
El casco es una construcción colonial de más de un siglo, y en su patio se encuentra la huerta orgánica biointensiva, desarrollada por Fernando Pia. Allí, se cultivan hortalizas de estación todo el año, a cargo de Víctor.
Dentro del invernadero, una salamandra encendida permite tener tomates radiantes en invierno, un indicio de los valores que rigen los proyectos de la reserva: consumir productos km 0, es decir, de estación y que no hayan viajado largas distancias.
“El modelo ideal sería que la comunidad trabaje de manera conjunta y coordinada para que cada grupo produzca un tipo de alimento. Es cierto que cada región tiene las condiciones climáticas perfectas para producir alimentos de manera extensiva, pero acá nos propusimos investigar si podíamos generar una variedad de cultivos en menor escala y sin agroquímicos.
La experiencia fue un éxito”, explica la directora y dueña del lugar. “Siempre tuvimos huerta y frutales, pero cuando empezó la cuarentena nos miramos con Marcos y los chicos y nos preguntamos: ¿ahora qué comemos?”, se ríe Azul. “En el campo se siembra maíz, trigo y soja, que no se pueden consumir directamente. Entonces tomamos una decisión: plantemos todo lo que queremos tener en nuestra mesa”.
También cultivan una quinta de un cuarto de hectárea cubierta por malla antipájaros en la que hay árboles cítricos, frutales de pepita –peras, manzanas– y de carozo –ciruelas– y hasta frutos rojos como moras y arándanos.
Liliana Zanek, ingeniera agrónoma a cargo de la educación ambiental, agroecología y soberanía alimentaria, explica que “el primer año cosechamos 900 kilos de batatas y la producción de zapallos fue tan exitosa que los conservamos durante un año en estantes bien aireados y cubiertos con paja en el almacén. En un día cosechamos 80 melones, que los enviamos a los comedores de la zona”.
En el área de cultivos agroecológicos, que ocupa dos hectáreas y media, se produce una gran variedad de legumbres que se conservan en tarros etiquetados en el almacén: arvejas, avena, garbanzos, girasol, lentejas y trigos audaz, candeal y sarraceno que, luego de pasar por las máquinas demoledoras, se convierten en harina y aceites naturales para cocinar.
También comenzaron a cultivar algodón para obtener la materia prima que Milagros, la hija diseñadora de los Pereda, necesitaba para producir su línea de indumentaria. “El INTA de Chaco nos compartió semillas de algodón agroecológico”.
La temporada anterior, convocaron a una profesora que les enseñó a hilar y lavar la lana para tejer una colección de sweaters, “un trabajo que después les enseñamos a las personas que se encuentran presas en el penal de Gualeguaychú, que necesitan aprender oficios”, explica Liliana.
En el gallinero las aves no reciben alimento balanceado para que pongan huevos naturalmente, que son entre 15 y 20 por año. “Buscamos concientizar sobre el sufrimiento que les generamos a los animales en el afán de que se vuelvan más productivos. La escritora Marguerite Yourcenar decía: hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que suelen aplicarse contra el hombre porque antes se han ejercitado con el animal”, comparte Azul.
Unas 15 hectáreas están destinadas a la presuelta de animales como zorros, carpinchos y corzuelas que crecieron domesticados y sus dueños voluntariamente decidieron devolverlos a su hábitat original.
El recorrido termina en la maravilla que representan los humedales y montes de espinillos, algarrobos, guayabo colorado, ñandubays y quebrachos. “El Potrero tiene un proyecto de reforestación junto a la ONG One Tree Planted a partir del cual vamos a plantar 20.000 árboles para tener una estructura boscosa más diversa”, explica Daniel Ávalo, responsable de reintroducción de especies y de control de flora y fauna exóticas.