Sus propiedades medicinales lo ponen a la cabeza de los vegetales saludables, además es un complemento irreemplazable en la cocina.
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El ajo está lleno de virtudes, sabor y aroma. En la antigüedad se usó para tratar enfermedades como el cólera y la influenza y también para mantener fuertes a los guerreros y curar y limpiar sus heridas.
Un informe de National Institutes of Health confirma que, a lo largo de los años, el ajo ha sido utilizado por las sociedades con fines medicinales: como antibiótico para tratar las afecciones que producían las epidemias (como el cólera o la influenza), y también fue considerado como un objeto supersticioso, ya que se creía que colgarlo alrededor del cuello o colocarlo en casas era una manera de alejar la mala suerte.
Ya en el siglo V antes de Cristo, en la Antigua Grecia, Hipócrates, una de las figuras más importantes de la medicina, recetaba ajo crudo para tratar diversas enfermedades. Miles de años después, en el siglo XIX, el famoso microbiólogo Louis Pasteur, demostró que el ajo podía llegar a eliminar las bacterias dentro del cuerpo humano.
Su popularización fue tal que se empleó en ambas guerras mundiales. En 1916, el gobierno británico proporcionó ajo a la ciudadanía con la finalidad de enfrentar las necesidades propias del tiempo de guerra
Un potente antibiótico
La prueba de su efectividad está comprobada científicamente: cuando se añade ajo a una placa con bacterias, estas dejan de crecer.
El ajo trabaja como un antibiótico porque tiene una acción bacteriostática, que inhibe el crecimiento y reproducción de microorganismos. Además es bactericida, es decir, que también los mata. Es útil en infecciones respiratorias y digestivas, también funciona contra la micosis por hongos (se puede aplicar de manera externa para tratar el pie de atleta y otras micosis cutáneas).
El ajo es un antibiótico de amplio espectro contra estreptococos, estafilococos (infecciones y abcesos), eschirichia coli (diarreas), microbacterias, etc. Tiene además la ventaja de que respeta la flora bacteriana.
Gracias al aporte de selenio, un componente antioxidante y antiinflamatorio, el ajo tiene efectos antibacterianos, antifúngicos y antivirales. Si se complementa con una alimentación saludable y equilibrada, sus ventajas para el organismo pueden reemplazar las de un medicamento.
Los flavonoides, pigmentos naturales que protegen al organismo del daño oxidante, también están presentes en el ajo. Por eso, puede tener resultados positivos sobre factores de riesgo cardiovascular, debido a que contribuye a reducir la hiperlipidemia, la hipertensión y previene la formación de trombos.
Lo ideal es consumirlo crudo, ya que al cocinarlo pierde algunas de sus virtudes
Secretos de cultivo del ajo
Si bien el fin de cultivar ajo (Allium sativum) es cosechar una cabeza formada por muchos dientes, producirlo en casa permitirá conocer otras facetas y sabores del ajo. Gabriela Escrivá, especialista en huerta orgánica explica que si se cosechan a los 2 o 3 meses, se obtienen los “ajos tiernos” o “ajetes”, una forma de verdeo muy sabrosa ideal para comer en tortillas y revueltos.
“Cuando la planta se prepara para florecer, emite un escapo o tallo floral, que conviene cortar antes de que se formen las semillas. Gastronómicamente se lo llama “porrino” y no se lo desecha ya que es ideal para ser asado, como el puerro, o incorporado apenas salteado en las comidas para que aporte su sutil sabor a ajo. En nuestro campo a este tallo también se lo llama: canuto, tola, virote o chifle. Este corte estimulará el crecimiento de los dientes bajo tierra. A los 6 o 7 meses desde la fecha de plantación, ya estarán formadas las “cabezas”, que se cosechan arrancando la planta entera”, sintetiza Escrivá.
El refrán dice: “Quien buen ajo planta, buen ajo arranca”
Los dientes exteriores de una cabeza de ajo, los más grandes, son los indicados para obtener las cabezas, y los centrales, más pequeños, llamados en conjunto “la cuna”, para producir los ajos tiernos y los porrinos.
LA NACION