Ambos tuvieron abuelos huerteros que los inspiraron en su infancia, y se criaron en hogares donde el jardín y la huerta eran protagonistas. Se conocieron justo para dar una vuelta de página.
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“Fueron felices y comieron perdices”, dice el dicho. En esta historia las felices son las lombrices y las lombrices son ellos: Ana Armendariz y Alejandro Rodríguez. “Ale y yo somos muy flacos y nos gusta mucho comer y compostar, por eso le pusimos así a nuestro emprendimiento”, explica ella, cuando le preguntamos por el nombre con el que hoy son reconocidos. Diseñadora Gráfica y fotógrafa, un día se encontró con este ex asistente de una mesa financiera agroindustrial, fotógrafo y amante de las plantas. Así nació Lombrices felices, y quien no crea en el destino que lea esta historia y después me cuenta.
Especializada en el diseño editorial y fotógrafa, Ana comenzó su huerta cuando falleció su hermano Juan. “Con gran tristeza me pregunté qué hacía con mi vida y no le encontraba sentido. Fue terapéutico estar con la tierra, sembrar, trasplantar, contemplar, esperar y entender los ciclos. En esa primera siembra y preparación de la tierra sentí que tanto mi hermano como Eugenio (mi abuelo paterno) estaban ahí conmigo. Dos años después fotografié a enólogos para un libro de vinos que hicimos con la sommelier Paz Levinson y Gabriel Dvoskin y fue muy inspirador. Cuando regresé a mi trabajo me di cuenta de que llevaba exactamente la mitad de mi vida ahí dentro, y necesité dedicarme a lo que más me gusta”.
La historia de Alejandro es así: a los 26 años tuvo su primera casa propia con terreno. La conexión con la naturaleza fue tal que solo esperaba volver de su trabajo para abrazar los árboles y caminar descalzo. “Cuando mi hijo no podía asistir a su centro educativo (él tiene autismo) yo me quedaba con él y volvía a mi mundo sabático. Ansiaba vivir así”. Años más tarde, yendo a hacer una cobranza para la empresa donde trabajaba le dieron un golpe fuerte en la cabeza. En el hospital le dijeron que estaba vivo de milagro. Haría falta otro incidente trabajando ya como fotoreportero –con gases y un ojo severamente lesionado- para terminar de tomar la decisión. “Decidí volver a las plantas y a los pocos días conocí a Ana”. Y agrega: “Estoy convencido de que somos parte de la naturaleza, no llegamos a ella como si fueran unas vacaciones, somos tan parte de ella que dependemos de la salud de la madre tierra para tener en equilibrio la nuestra”.
¿Cuál fue su primer contacto con la naturaleza?
Ana: Nací en Necochea, luego vivimos en De La Garma y en Pringles. Cuando llegamos a Buenos Aires sentí nostalgia de la vida de pueblo. Allá, las casas de mis tías y la propia tenían jardín, algunas incluso gallinero y huerta. Cada paseo con mi mamá implicaba escuchar nombres de árboles, de flores (a las que decía que no había que cortar para que todos pudieran disfrutar de su belleza) y siempre estábamos pendientes de la luna y sus fases. Con mi papá aprendí acerca del viento, su virazón y a mirar al mar y sus mareas.
Ale: En mi niñez, en el centro de Monte Grande, esperaba el sábado para ir a lo de mi abuelo. Él vivía rodeado de baldíos y potreros y con mi hermano nos escapábamos a esas selvas frondosas donde llegada la noche, se encendían los bichitos de luz. Siempre me sentí cómodo al aire libre y tirado en el pasto, yendo a ver el arroyo después de la lluvia y escuchando el canto de las ranas. Luego, al ir creciendo, fui desconectándome de ese mundo mágico.
¿Qué les piden sus clientes?
Ana: Nos convocan para cultivar en sus casas, junto a su familia, un alimento sano y libre de venenos. Se emocionan en el momento de sembrar, ver crecer y cosechar junto a sus hijos. También al descubrir alguna hortaliza o aromática o flores que desconocían y cuando entienden que hay insectos benéficos o que pueden compostar sus desechos orgánicos y tener su abono. A algunos les gustan los bancales de madera, a otros de hierro, a otros el cultivo directo en la tierra y nada elevado, otros en macetas de plástico así que hemos hecho huertas muy variadas.
Ale: Muchas veces somos esa llama que enciende el deseo de cultivar y la curiosidad para conocer nuevas hortalizas, aromáticas, flores, frutales. Iniciamos las huertas haciendo un diseño previo de las asociaciones de cultivos, la materialización de los cajones, la orientación según la luz solar, etc. y luego, una vez que hacemos la huerta, está en cada cual mantenerla hasta la siguiente temporada –a veces hacemos nosotros el mantenimiento- en cuando regresamos a renovarla.
¿En qué consiste pensar una huerta?
Ale: Planificamos los cultivos que alimentarán a esa familia. Y les contamos de los cuidados. Ese cultivo necesita, además de horas de sol, un suelo bien nutrido, riego diario y el estar muy atentos para que pueda completar su ciclo. Vos cuidás y te vuelve ese cuidado transformado en alimento.
Ana: Nos suele pasar que en la huerta de otoño/invierno, cuando el crecimiento es más lento, hay impaciencia. Pero cuando llueve y hay luna llena, ven cómo de repente todo duplica su tamaño de un día para el otro y no lo pueden creer. Se asombran porque casi no queda lugar libre en la huerta y las cosechas son súper abundantes ¡y empiezan a pedirnos recetas para saber qué hacer con tanta verdura!
¿Qué aprenden en el proceso?
Ana: A conocer el ciclo completo de una planta porque dejamos florecer, fructificar y semillar algunas, para poder tener semillas para la siguiente temporada. Aprenden a comer plantas no convencionales que nacen espontáneamente como la verdolaga, la borraja, el capiquí, etc. y sobre las plantas aromáticas medicinales y sus propiedades. Y muchas veces acompañamos los cultivos con plantas nativas alrededor para crear así un biocorredor.
Ale: Nosotros también aprendemos. Con las plantas emprendo una amistad. De sus carencias nutricionales aprendo sobre qué es lo que necesitan para ser fuertes y abundantes, si les gusta el sol o la sombra, la humedad o la sequía, es un diálogo constante. Este año me dediqué al tomate y me dio tantos como nunca antes, solamente cambiando algunas acciones en las podas, amarres e incorporando nuevos consejos dieron sus frutos.
La impronta biodinámica
Sumado a su trabajo, Ana es agricultora de la huerta Luna de enfrente (Gurruchaga esquina Soler), donde planifica las tareas basándose en el calendario biodinámico, en el que además actualmente ambos se forman. El clima es tan favorable que acuden vecinas y vecinos a la mañana a hacer voluntariado de huerta. “Más de una decena de cajones de cultivo con cosechas se donan a instituciones del barrio”, relata, y agrega que la iniciativa surge un convenio de padrinazgo entre el restaurante Don Julio y El Preferido y la Comuna 14 en el marco de la Ley de agricultura urbana.
¿Qué les dio esta forma de trabajo?
Ana: Estar en sintonía con el ritmo del sol y la luna, vivir de forma saludable física y espiritualmente, conmoverme conociendo insectos, pájaros, flores, semillas, probando los frutos que cosechamos y agradecer cada nueva siembra junto a Ale.
¿Qué planes tienen para el futuro?
Ana: Estamos con planes de mudarnos a San Miguel del Monte, donde compramos un terreno. Es una pradera nativa y la idea es dejar áreas de pastizales nativos y crear otras que sean un bosque de alimentos en el que convivan árboles frutales, nativos, estanque con plantas acuáticas y huerta y en el medio de eso, construir nuestra casa de barro mirando al Norte.
Ale: Será un lugar donde las mariposas, insectos, pájaros y polinizadores de todo tipo encuentren su alimento, porque de esa manera vamos a garantizar el equilibrio en los ciclos, nutrir la tierra con microorganismos para que el alimento y las plantas medicinales que de allí nazcan estén impregnadas de la fuerza vital del universo.
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