Apenas a 70 km al noreste de la capital de Francia, un pequeño pueblo aloja la casa y jardín de uno de los padres del impresionismo. Un rincón vegetal que Monet pintó (y cultivó) con sus propias manos.
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Basta con subirse al tren en la estación Sain-Lazare parisina hasta Vernon-Giverny y, en la estación de tren, tomar uno de los buses que regularmente conducen a la casa y jardín de Claude Monet. En el bucólico pueblo normando de Giverny, de no más de 500 habitantes, jardines, galerías de arte, paseos y muchas flores se despliegan en los meses cálidos -el invierno es crudo-. Así, desde julio hasta noviembre, se puede disfrutar de una excursión y paseo por la casa donde Monet vivió desde 1883 y hasta su muerte (en 1926), junto a sus dos hijos y los seis de su segunda mujer. Su huella estética permanece, no solo en el jardín, sino también en la ambientación, la colección de arte y el estilo de un artista peculiar.
Una corriente iluminada
Además de Monet, Renoir, Pissarro, Sisley, Degas y otros pintores compartían un profundo interés por la luz: el sol que anima los paisajes y los renueva cada minuto que pasa. Esa impresión de movimiento -típicos de un lienzo impresionista- se reflejan en los cuadros inspirados en este pintoresco pueblo, los colores de cada flor y cada árbol, su movimiento y su evolución en el tiempo. Con este interés, los reflejos cobraban vida en los cuadros de Monet en la forma de pinceladas rápidas, más interesadas en dejar huella que en ser rigurosas. Hoy parece imposible pensar esas brochas en movimiento sin este magnífico jardín.
Adquirida en 1883, la casa en el pintoresco barrio de Giverny aún decanta estilo personal. El jardín fue diseñado por él, y trabajado con sus manos junto con un grupo de diligentes jardineros.
Exuberante y perfumado
El jardín de la casa de Monet es comparable a sus cuadros. Él mismo se ocupó de supervisar la implantación de más de 70 especies de flores y árboles de los cuales después atrapaba hasta la última molécula de luz en sus cuadros. Es el caso de Los nenúfares, una serie de unas 250 pinturas en las que se aprecian hasta las menores variaciones cromáticas en el estanque que el pintor construyó y llenó de plantas acuáticas.
El jardín de la casa de Claude Monet se divide en dos: el Clos Normand y el Jardín de agua. En el primero, pegado a la casa, se abre una senda central flanqueada por rosas, capuchinas, tulipanes, amapolas orientales, peonías, narcisos y otros, los colores son una explosión (y no es metafórico). Monet hizo uso de su instinto pictórico, donde la exuberancia no compromete la belleza, ni por asomo. También plantó en esta zona albaricoqueros japoneses y cerezos, utilizando contrastes y sombras para el descanso visual. El resultado es un lienzo vegetal armonioso y relajante, aun hoy bien mantenido por excelentes jardineros, que dejan intacto su legado.
El segundo espacio es el Jardín de agua. Ocupa un terreno comprado en 1893 por Monet, quien para eso debió desviar un estrecho brazo del río Eure para crear un estanque, concebido como un escenario oriental: lo cruzan dos puentes de estilo japonés, y en la vegetación circundante predominan los lirios blancos, las peonías japonesas, los arces, diversos bambúes, sauces llorones y gingkos. Cuentan que Monet podía pasarse horas contemplando el agua y las flores. El estanque fue su refugio, y los reflejos de la luz un presagio de lo que sería su obra. Pintaba, recibía amigos y pintaba otra vez, inmerso en la naturaleza.
Puertas adentro
El amor de Monet por los cerezos y otros árboles y flores típicamente japoneses se refleja asimismo en el interior de su hogar. Grabados nipones originales de los siglos XVIII y XIX se descubren en su estancia, donde la calidez está a la orden del día. Hoy su colección está a la vista de todos, y sus cuadros -hoy reproducciones- conviven con cada ambiente -respetando cómo estaban mientras él vivía-, dando calidez a cada rincón. Las ventanas, enmarcando cada rincón vegetal, son cuadros en sí mismos. Monet usó este espacio como taller, antes de la construcción de otro en el jardín, luego de lo cual este pasó a ser su salón de fumar.
Ubicada junto al comedor, la cocina de Monet aún se conserva impoluta: recubierta -incluso la chimenea- con azulejos azules de Rouen. El azul y celeste se continúan en los mobiliarios, que recuerdan a los cielos del impresionista. La atmósfera tranquila pero de fuerte impronta contrasta con el amarillo del comedor. Los utensilios de cobre agregan su toque, en la misma gama de colores que los suelos. El verde se cuela nuevamente por las ventanas, la luz se derrama al interior y logra amplitud aún con esos tonos de color.
En un estilo nada habitual para su época, el comedor exhibe una radiante colección de tonos amarillos. Paredes, cortinas e incluso muebles. La vajilla suma el azul, y las paredes están decoradas con estampas japonesas. Entre sus artistas más admirados estaban Katsushika Hokusai y Kitagawa Utamaro. Dos puertas vidriadas que conducen al balcón con vista al jardín, uno de los espacios predilectos de Monet para recibir a sus invitados. Este maravilloso enclave aún rebosa de vida en cada rincón, como si su creador estuviera vivo. Imperdible hacer la excursión y descubrir este maravilloso lienzo natural.