“Me cuesta socializar”, dice la mujer que se salió del guion y abre puertas haciendo reír
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Verónica Llinás (63) conserva intactos el desparpajo y la desmesura que la caracterizaron en los comienzos de su carrera, cuando junto a Alejandra Flechner, María José Gabín y Laura Market parieron Las Gambas al Ajillo, un fenómeno teatral del under porteño que se extendió desde mediados de los 80 hasta mediados de los 90 y que tendrá un capítulo escrito con mayúsculas en la historia del humor argentino. Y, aunque sigue siendo una actriz disruptiva, se las ingenió para convertirse en una figura querida y respetada por todos. Talentosa, apasionada y creativa, también es una mujer solitaria, que eligió vivir lejos de la ciudad y rodeada de sus perros, con una fuerza interior tan poderosa que pudo reponerse a las peores adversidades (su madre y uno de sus hermanos murieron muy jóvenes y su padre perdió un brazo) gracias al humor. De todo eso y de Antígona en el baño, su última aventura teatral de la que es protagonista, coautora y codirectora, habló con ¡HOLA! Argentina.
–¿Antígona en el baño te representa en cuanto es una obra que toca el tema de las inseguridades que puede sentir un actor?
–Sí, hay algo que me representa en ese sentido, además es una versión que hice yo (el autor de la obra original, que se llama Antígona sensual, es Facundo Zilberberg, que es varón y no es actor). Entonces puse en el texto mucho de ese mundo de la actriz encerrada en el baño, la inseguridad que siente frente a su propia imagen, el temor a envejecer, lo que ella quiere ser en contraposición a lo que realmente es… También me divertí mucho imaginando cómo sería esa obra, la que ella tiene que hacer en el teatro, quién sería el director. Todo eso fue un aporte que le pude dar porque la obra contaba mi mundo.
–¿Pertenecer a una familia de artistas fue decisivo para definir tu vocación?
–Sí, desde muy chica supe que quería ser actriz. Los chicos empiezan actuando, porque en definitiva eso son los juegos, ficciones que los niños se arman para entretenerse. Y ser actriz es, de algún modo, quedarse eternamente en esa niñez de contar historias y vivir inmersa en historias.
–¿Tus padres estimularon esa vocación infantil?
–Claro, sin duda. Mis padres estimulaban la cuestión de inventar, del teatro como un juego. Yo empecé desde muy chiquita con unas amigas haciendo teatro en mi casa, y mi vieja invitaba a sus actrices amigas, como Marilú Marini, para que vinieran a vernos. Y nos maquillaba, porque como era pintora nos hacía unas locuras increíbles en la cara. También nos hacía el telón, y todo era como un gran juego y pura felicidad. Tanto mi mamá como mi papá me conectaron con un mundo de mucho estímulo visual, auditivo e intelectual.
–Hiciste cine, teatro, televisión, comedia, drama… pero claramente el humor es lo que más te gusta. ¿Qué significa el humor para vos? ¿Te ayuda a exorcizar fantasmas?
–El humor es algo que yo mamé de chica, porque mi papá era un ser de humor, estaba hecho de humor. Si hay algo que él se empeñó en trasmitirnos fue la importancia del humor, que no es más que poder reírse de uno mismo en primer lugar. Mi viejo era un tipo que se reía y era muy descarnado consigo mismo. Y en mi vida con él, el humor era lo corriente, lo de todos los días. De hecho, entre mi hermano Sebastián y mi papá me cargaban y me llamaban en broma la “Veloz”, porque ellos eran muy rápidos de cabeza, entonces hacían chistes rapidísimos, y yo quería estar a la par, me apuraba y me trababa toda. Por eso se burlaban y me decían la “Veloz”, como que era la que tenía menos gracia de la familia.
–Y ahora el humor es tu oficio…
–Sí, me causa gracia que ahora sea mi profesión. Además, para mí el humor es una forma de vivir, de poder superar situaciones difíciles o angustias, de entenderme con otra persona. Es una vía de conexión y de comunicación con los demás enorme e importantísima.
–¿Qué tenés de tu mamá y qué de tu papá?
–De mi mamá creo que tomé un poco de sus dotes para pintar y dibujar, algo que me gusta mucho. En su profesión como pintora, para ella era muy importante su relación con el dibujo, con el trazo, con el color. Yo crecí entre pinceles… El olor a trementina es un poco el perfume de mi infancia, y me encanta. También la distracción: soy bastante distraída, aunque mi mamá lo era multiplicado por cien. Después, había algo en ella que por ahí yo no tengo tan desarrollado, pero un poco sí, que es que era muy cálida y empática, y yo soy bastante empática, quizás no tan cálida como mi vieja, que era realmente amorosa. Pero siento que me viene de ella esa corriente que me lleva a ser empática con el otro. De hecho, era muy querida por sus amigos. La casa de mi mamá estaba siempre muy llena de gente. Llena de gente que tenía que ver con el arte, con la cultura… Era una aventurera, en el sentido de que se hacía amiga de gente distinta. Una vez, cuando era chiquita, en mi casa estaban los Harlem Globetrotters. [Risas]. Nunca supe qué hacían ahí. Y otro día invitaba a comer a todo el elenco de Yerma, con Núria Espert a la cabeza, que habían venido al Teatro San Martín. Los amigos gays de mi mamá fueron como mis tías: me llevaban al Colón y gracias a ellos yo veía ballet. Después, en otras cosas, tuvo un montón de falencias, qué sé yo. Mi mamá no venía nunca al colegio, yo iba mal peinada y la maestra me tenía que peinar, había un montón de cosas en las que hubiera deseado que fueran como los papás de los otros chicos. Pero siempre valoro lo que sí hubo.
–¿Y tu papá? ¿Te pareces a él?
–Uf, muchísimo, soy más parecida a él que a mi mamá. Crecí escuchándolo decir algo tremendo, que él creía que iba a venir un varón, entonces cuando las monjas le mostraron el paquetito que le había llegado, que tenía una pulserita rosa, lo primero que pensó cuando me vio fue: “Soy yo”. Vio mi cara y dijo: “Soy yo”. Y al detectar la pulserita rosa, la miraba sin entender. No entendía por qué rosa, tenía que ser un error. Ahí hubo siempre una conexión muy fuerte entre él y yo, tan pero tan potente que no te podría decir en qué me parezco, porque ni siquiera la puedo ver. Su amor por la poesía también me influyó, porque a mí siempre me gustó escribir.
–¿Te gusta involucrarte con el guion de las obras que protagonizás?
–Sí, muchísimo. En general, lo hago en todas las obras: me meto a modificar lo que me incomoda y no me gusta, obviamente cuando me dejan. Siempre tengo alguna idea original para aportar, por eso me decidí a codirigir y escribir, porque termino metiéndome, entonces dije: “Bueno, ya que siempre me meto, vamos a hacerlo valer”; si no, soy como una colaboradora fantasma. Y escribir es algo que me gusta y me sale naturalmente, que no me cuesta trabajo y nunca lo siento forzado.
–Después de mucho tiempo en pareja, enviudaste. ¿Cómo te llevás con la soledad?
–Enviudé en 2014, pero me llevo muy bien con la soledad, soy una persona solitaria, me gusta estar sola y disfruto el silencio. Más bien es al revés: me cuesta socializar. El hecho de haber estado en pareja mucho tiempo fue todo un trabajo que tuve que hacer, que me vino bárbaro, y el éxito de la pareja se debió, en gran parte, a que mi marido era un encanto, un ángel que me soportaba el mal humor y se bancaba a este monstruo que soy.
–¿No tener hijos fue una decisión o simplemente se dio así?
–Primero no quise, porque tenía muy claro que quería actuar, que quería dedicarme a mi carrera. Y yo sentía que, si era madre, de algún modo iba a tener que postergar mi carrera. Por lo menos en ese momento lo sentí así. Además, mi marido había tenido una hija muy joven, a los 16 años, y no tenía ganas de ser papá otra vez. Estaba dispuesto si yo quería, pero nada más. A él le gustaba navegar y no quería un hijo porque soñaba con ir a navegar por el mundo. Después, en algún momento quise y no pude, porque tenía tapadas las trompas. Estaba la opción de hacerme una operación para destaparlas, pero no me operé. Pensé: “Si no pasa, es porque no tiene que pasar”, y no lo lamento. Ahora tengo un sobrino hermoso, que amo. Y estoy viviendo esta especie de maternidad tardía con él porque, por suerte, mi cuñada Laura me deja disfrutarlo mucho. Además, mi hermano lo tuvo grande, así que cuando vamos juntos por la calle creen que es mi nieto. [Se ríe].
–¿Tus perros son rescatados?
–En general, los rescaté o los levanté de la calle lastimados, tirados, con hambre. Todos son rescatados, incluso el galgo, que me lo dio alguien después de la pandemia porque lo tenía en un departamento y no había lugar.
–Da la sensación de que te relacionás mejor con los perros que con la gente. ¿Es así?
–De chica siempre fui muy perrera. Iba al Club Hípico Argentino y cuando estaba mal porque el chico que me gustaba no me daba bola o porque una amiguita me había dicho no sé qué, me encerraba en las caballerizas. Me quedaba horas tocando y oliendo los caballos. Mucho tiempo después, supe que hay personas con autismo y otras enfermedades neurológicas que se tratan con caballos y pensé: “Ah, mirá cómo intuitivamente iba para ahí y me quedaba con ellos”. Siempre que veía un animal me iba encima, y mi papá me decía: “No, no, que no lo conocés, que es de la calle”, y yo les daba besos en el hocico a perros y gatos. Me siento bien con los perros, me encanta el pelaje, el olor, me gusta su amor, su silencio. Además, yo no estaría tranquila en mi casa si no tuviera esa jauría alrededor: sé que no hay nadie porque cuando aparece alguien ellos ladran enseguida.
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