La spinto soprano Sara Fleming se sincera sobre el arduo recorrido que atravesó para cumplir su sueño. Hija del diplomático Juan Eduardo Fleming, se crio en Inglaterra rodeada por extraordinarias personalidades del arte y la cultura
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“Soy una argentina internacional”, se define a sí misma la spinto soprano Sara Fleming (47), que nació en Lenox Hill, Manhattan, y después de tres años en la Argentina pasó su infancia en Londres por el trabajo de su padre, el diplomático Juan Eduardo Fleming. Mientras su hogar era una embajada, Sara estuvo en contacto permanente con el arte y la cultura. Recuerda con mucho cariño las veladas con más de cien invitados en las que siendo chica podía disfrutar de conciertos y visitas de personalidades. Sin embargo, cuando ella quiso profesionalizar su veta artística y convertirse en cantante lírica, el camino no fue fácil. Como nadie confiaba en el poder de su voz, recién a los 27 años se decidió a estudiar música, y tuvieron que pasar seis años más para lograr encaminar su vocación. Entretanto, encontró en el counseling una herramienta performática que luego se convirtió en un modo de ganarse la vida y ayudar a los demás. “Siempre me interesó mucho el alma humana y sus recovecos”, cuenta Fleming a ¡HOLA! Argentina desde su hogar con una espectacular vista a la laguna del campo de golf aledaño, en Benavídez, donde vive con su marido, Raúl González Llamazares, y su hijo Gabriel.
–En tus primeros años de vida fuiste una trotamundos…
–El primer idioma que dominé fue el inglés, porque hice el preescolar y la escuela primaria en Inglaterra. Sabía hablar español por mis padres, pero cuando llegué a la Argentina a los doce años, hablaba traduciendo directamente del inglés. Por ejemplo, decía: “¿Qué es tu nombre?”. Era una argentina extranjerizada. Me marcó muchísimo haberme criado en Inglaterra, es un país al que quiero mucho. Fue muy fuerte porque estuvimos del 80 al 88, antes, durante y después de la guerra de Malvinas.
–Siendo argentina, ¿fue difícil vivir allá durante la guerra?
–Para mí no tanto, porque era chiquita, pero mi hermana quizás sí la pasó mal por algún compañero que le hizo bullying. Durante la época de la guerra nos mudamos al campo, porque mi papá quería mantener un perfil bajo. Cuando en el 82 se rompieron las relaciones diplomáticas, el embajador Carlos Ortiz de Rozas se tuvo que ir y mi papá quedó a cargo. Ahí nos mudamos a la embajada, que, por la guerra, pasó a tener bandera brasileña. A pesar de todo fue una época de gloria, porque lejos de cerrar las puertas de la embajada, mi papá las abrió. Siempre en acuerdo con la Cancillería argentina, claro. Venían desde la actriz Maggie Smith, pasando por Mario Vargas Llosa, hasta Jorge Luis Borges y Bruno Gelber. Mi padre siempre fue un gran creyente en la importancia de la cultura para unir a los pueblos.
–¿En qué momento sentiste que el arte era tu vocación?
–Cuando se estrenó la película La Traviata, de Franco Zeffirelli, fui al cine a verla con mamá y papá, y la historia me marcó muchísimo. Recuerdo volver a mi casa, arrodillarme al borde de la cama y escribir en mi diario íntimo que quería ser como Violetta Valery [el personaje interpretado por Teresa Stratas]. Lo mismo me pasó con Carmen, protagonizada por Julia Migenes y Plácido Domingo. Algo me atrapaba de sus voces. Y yo también hacía cosas con la voz. En el colegio siempre me tenían en cuenta para hacer teatro, leer frente al público y cantar.
–¿Cuándo lograste transformar esa pasión en algo más profesional?
–Cuando terminé la secundaria quería cantar, pero mis padres preferían que estudiara alguna carrera más tradicional. Yo tengo una voz muy grande que es indomable. Como un diamante en bruto, tenés que pulirlo para darte cuenta de la belleza que tiene. En ese momento, mi padre vino a verme desde Alemania, donde estaba destinado, y le preguntó a mi profesor de comedia musical si yo podía ser cantante de ópera, a lo que él le respondió: “Lo máximo que va a poder hacer su hija es cantar para sus amigos”. Fue un momento horrible, recuerdo cómo se me cerró la garganta.
–O sea que, a tus 18 años, ese sueño de ser cantante quedó frustrado…
–Imaginate que estudié tres carreras y no terminé ninguna. Hice un año de Relaciones Internacionales porque pensaba que quería ser diplomática como papá. Pero como tenía que hacer otra carrera más para ejercer, pasé a Relaciones Públicas. A la vez trabajaba en Air France. Me fui a vivir a París por un año, volví y cambié a Administración de Empresas en la Universidad de Buenos Aires; ya tenía 23 años. Ahí empecé a escaparme para cantar con Gianni Siccardi. Él era mayor, tenía diabetes y yo le imploraba que no se muriera, porque era el único que creía en mí. Cuando murió me agarró una profunda tristeza. En ese momento tenía 27 años, me acababa de casar y estaba vocacionalmente perdida. Hasta que un día le dije a mi terapeuta: “Ya sé lo que quiero hacer, quiero cantar”. Y ella me dijo: “Por fin, cada vez que hablás de canto, te elevás siete metros”.
–Finalmente pudiste darle rienda suelta a tu vocación.
–Sí, pero nuevamente tuve la dificultad de la voz grande. Algunos me decían que era mezzosoprano, otros, que era soprano. Como tengo muchos graves y, a la vez, voy muy agudo, era confuso. Así estuve varios años, hasta que a mis 33 conocí al tenor Luis Lima, mi gran mentor; es el Plácido Domingo argentino. Tuve el honor de que me recibiera en su casa de Alta Gracia, en Córdoba, donde me dijo que mi éxito estaba en ser soprano. Así que volví a Buenos Aires y cambié de profesor, porque el que tenía me consideraba mezzo, y encontré un sponsor. Con su ayuda, pude estudiar seis años en los Estados Unidos y en Alemania. Fue muy difícil el camino de entrenar mi voz, pero con el tiempo todo fue fluyendo.
–¿Sos perfeccionista?
–¡Muy! Hago un montón de sacrificios para cantar, y los hago con mucha felicidad, aunque a veces los sufre mi familia. No me puedo ir tarde de los lugares ni estar a los gritos, no me puedo quedar disfónica, me cuido con lo que como por el reflujo, tengo cuidado con el clima y dos días antes de un concierto debo estar en silencio.
–Después de tantos años de remarla en la música, ¿sentís que finalmente estás en tu mejor momento?
–Me encanta la posibilidad que tengo de cantar en mi país y en el extranjero, de conocer escenarios y culturas distintas. Cuando canto afuera me gusta llevar diseños argentinos e incluir en mi repertorio a Carlos Guastavino. Nuevamente aparece la argentina internacional, esta cosa de la interrelación de los pueblos, cada vez más desde mi ser argentino-europeo con una pata de nacimiento en los Estados Unidos. [Se ríe].
–¿En dónde entra tu faceta de counselor?
–A mí siempre me interesó mucho el alma humana y sus recovecos. En realidad, empecé a estudiar Counseling a los 37 años porque me habían dicho que tengo el don de la escucha, pero lo elegí para aprender a no juzgar a mis personajes de ópera cuando los interpreto, para empatizar y meterme en el rol. Cuando me recibí, me di cuenta de que no sólo quería el counseling para el arte, sino también para ayudar a las personas. Junto a dos socios creamos una capacitación en dislexia para counselors [su hijo fue diagnosticado a los 14 años], y nuestro lema es “Transformando la dificultad en un don”. Al día de hoy sigo ejerciendo, pero el canto ocupa cada vez más lugar en mi vida.
Maquillaje y peinado: Joaquina Espínola
Agradecimientos: Fabricio Kozlowski
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