Sobre 40 hectáreas, el abogado y emprendedor y su pareja fundaron un lugar único (con colección de especies autóctonas, de arte, un proyecto gourmet y, pronto, un lodge), que ya visitaron Catherine Deneuve, Madonna, Margot Robbie y Emmanuel Macron
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Es de esas historias en las que el amor aparece en todas partes. El flechazo con el delta de Tigre ocurrió treinta años atrás en un domingo de diciembre que el abogado y emprendedor Claudio Stamato (62) recuerda así: “Fue por una fiesta de cumpleaños, que amenazaba con cancelarse porque las aguas estaban altísimas. Fui con un desgano descomunal, pero me metí al agua y algo pasó”. Dice que tuvo una epifanía: sintió una total comunión con la naturaleza. “Me enamoré”.
Con el entusiasmo del primer amor, Claudio –entonces tenía 33 años– se embarcó en un proyecto que, con el tiempo, adquirió una forma inesperada: pasó de tener una casa de fin de semana en una parcela de 6 hectáreas a crear un emprendimiento único que brinda experiencias al aire libre para empresas o familias montado sobre 40 hectáreas. “Empecé parquizando, pero nunca con la intención de hacer barrios privados. No soy un desarrollador inmobiliario. Mi sueño era armar parques con especies autóctonas y obras de arte”. Fue comprando parcelas de a poco [en los años 90, dice, estaban a precios accesibles] y las unió con puentes. Islotes, arroyos y humedales están conectados, en la actualidad, por muchas de estas estructuras cuyos nombres originales responden a la filosofía de vida de Claudio. “Estoy orgulloso de lo que, paso a paso, hicimos en este lugar. La naturaleza me devolvió algo mucho más grande de lo que imaginé”, reconoce.
DESDE EL JARDÍN
Es noviembre y el sol pega fuerte. El río viene y se va, el canto de los pájaros y el ruido de las lanchas colectivas y los barcos privados va enredándose hasta convertirse en murmullo. Debajo de los centenarios álamos carolinos de El Descanso, el tiempo se hamaca. “Hasta que no encontré una casa, no paré. Mi familia, que es de Capital y tuvo por años una quinta en Pilar, no entendía: nunca habíamos tenido ni lancha ni vínculo con el río”, cuenta Claudio y evoca aquellos primeros años de conquista. “A pesar del gran impulso que ha tenido la zona, los prejuicios sobre el delta continúan. Cuando empecé a promocionar este lugar, notaba que la gente lo asociaba a un sitio inhóspito, abandonado, plagado de mosquitos. Por suerte, su belleza está siendo revalorizada”.
Quien dice esto último es Felipe Durán Sanabria (39), colombiano, experto en tecnología avanzada y compañero de vida de Claudio desde hace trece años. “Conocer a Claudio fue conocer el delta y la naturaleza. Yo ignoraba la diferencia entre un arbusto y un árbol. En Colombia, no tenemos estaciones intermedias: siempre estamos con la misma ropa, viendo los mismos colores. Acá, los aromas y los colores me abrieron la cabeza”, admite Felipe.
–¿Cómo se conocieron?
Claudio: En 2009, en un cumpleaños de un amigo en común. Empezamos a charlar y nos dimos cuenta de que vivíamos a una cuadra de distancia. Nos hicimos amigos.
Felipe: Un día, me animé a decirle que quería pasar el tiempo con él. No fue fácil. Los dos dudábamos. La edad era un tema tabú. Además, yo traía mi historia a cuestas: venía de afuera [es oriundo de Tolima, del centro de Colombia; y vivió en Los Ángeles y en Nueva York] y con la mochila de mi familia, que todavía no aceptaba mi sexualidad. Recuerdo que, cuando todavía seguíamos sin definir nada, empezó a hablarse de las profecías mayas sobre el fin del mundo. Entonces, le dije a Clau: “Si el mundo termina en 2012, al menos tenemos dos años”. [Se ríe]. ¡Ya llevamos trece!
–A veces, veintitrés años de diferencia no son un problema, sino los proyectos de cada uno...
Claudio: ¡Hasta ahora nos ha ido muy bien! Hemos tenido intereses distintos, pero, al convivir, los proyectos del otro terminan siendo un poco los propios. Cuando tu compañero de vida elige tu mismo proyecto es una bendición. Porque debo reconocer que, trece años atrás, lo que estaba hecho en la isla, para mí, ya era suficiente. Felipe apareció y le dio un gran impulso y sé que, con él, este proyecto me va a trascender. Por otra parte, siempre fui un workaholic y él me enseñó el costado más agradable de la vida: la hizo más divertida, y no puedo sentir más que agradecimiento, un sentimiento que, para mí, tiene que ver con la felicidad.
Felipe: En temas dispares, hemos sido flexibles. Las épocas fueron cambiando y nosotros también: avanzamos haciéndonos bien, luchando por todo y siempre respetando el crecimiento de cada uno.
–¿Ni un sí ni un no?
Felipe: Atravesar la pandemia, por ejemplo, fue un desafío. Yo había pasado casi siete años enfocado en el jardín y en el vivero. Mi pasión siempre fue la tecnología [estudió Gobierno y Relaciones Internacionales; sin embargo, tras una maestría en negocios, se especializó en innovación, medios digitales, inteligencia artificial y blockchain, entre otros temas tech]. Y, para mí, había que aprovechar las nuevas tecnologías para poner las obras de arte al alcance de la gente. Empecé a decirle a Claudio que teníamos que desarrollar acá un metaverso: digitalizar el espacio al estilo Pokemon Go Arte mediante geolocalizadores, elementos de láser y mapping. ¡Me tuvo mucha paciencia con estos temas!
Claudio: Pasamos más de un año en el delta, que tiene un ecosistema y una dinámica particulares: tenés que acostumbrarte a esa frecuencia y, fundamentalmente, estar preparado. ¡Por suerte, este es un espacio amplio! [Se ríe]. Mientras yo me dedicaba a seguir creando espacios en el parque, Felipe venía y me hablaba de cosas que, en ese momento, yo no entendía. “Mañana me lo contás”, le decía. Recién comprendí de lo que hablaba cuando organizamos el festival XReal Metaverse. La gente llegaba a la isla, hacía el recorrido tradicional [con guías profesionales de Tigre] y, al irse el sol, se sumergía en una experiencia de obras de arte virtuales: ¡me enamoré de esas imágenes proyectadas en 3D o en NFT, girando en los árboles o reflejadas en el agua y que convivían con las obras físicas que ya hay en la isla!
Felipe: Otra de las cosas que hicimos fue abrir un restaurante. Eso fue importante: hasta la pandemia, sólo hacíamos eventos corporativos y sociales y recibíamos turistas, y esos dos mercados habían desaparecido. Había que ingeniárselas para sostener esta estructura. Para montar el restaurante nos ayudó Daniel Hansen, dueño de La Pecora Nera y, en noviembre de 2020, lo inauguramos. Para otro proyecto convocamos a Mauricio Cárdenas Laverde, un arquitecto colombiano que vive en Milán.
Claudio: Fue clave para armar Sustentarte, una fundación para la promoción y desarrollo del bambú. La idea es crear una escuela de oficios para los pobladores del delta.
–¿Tu familia vino de Colombia para ver lo que han hecho?
Felipe: Sí, mis padres y mis hermanos. Cuando vinieron mis abuelos paternos, la gran pregunta fue para qué teníamos flores y plantas. Ellos todavía no entienden para qué trabajamos la tierra si no vamos a producir nada para comer.
–El Descanso no parece un lugar de relax para ustedes.
Felipe: Vivimos mitad acá y mitad en tierra firme. Y, según la agenda, venimos más. Pero estar acá, alejados del ruido de los autos y con un tiempo marcado por el agua y el viento, te conecta con otras cosas.
Claudio: Hay días en los que, para acompañar a los diferentes grupos que llegan, doy la vuelta al parque cuatro veces [el recorrido puede durar una hora o una hora y media]. Y, para eso, atravieso cada uno de los puentes que hemos ido construyendo en estas tres décadas: el puente del Agradecimiento, de la Aceptación, el de la Salud, el de la Conciencia Superior… y, por supuesto, el del Ángel del Amor, el primero y el más importante de todos los puentes.
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