Fue el anfitrión de celebridades locales y de la jet internacional en los 80. Por primera vez, habla de aquellas noches irrepetibles en Buenos Aires.
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Hubo un tiempo en que la noche de Buenos Aires tuvo poco que envidiarle al glamour de Montecarlo, París y Nueva York. Durante una década intensa, desde finales de los 70 hasta que concluyó la primavera alfonsinista, un caballero dominó el después de hora y fue Miguel Schapire (76).
Heredero de un conocido sello editorial que había fundado su padre (también se llamaba Miguel) y que se vio obligado a cerrar a causa de las continuas persecuciones que sufrió su familia durante las dos primeras presidencias de Juan Domingo Perón y el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse, Schapire fue el anfitrión de una época irrepetible, en la que figuras de la jet internacional se mezclaban con estrellas, deportistas y herederos de las familias argentinas más tradicionales, en un mismo lugar: la pista de Le Club, la mítica boîte porteña de Quintana y Parera.
UN INTELECTUAL ATERRIZA EN LA NOCHE
Su reinado duró poco, pero permanece en la memoria de quienes tuvieron la suerte de frecuentar Le Club. “El salón era chico y estaba revestido con espejos. Había palmeras de verdad, toda una novedad para la época, y la pista tenía baldosas con una mezcla de agua y glicerina que hacía ondas cuando la gente pisaba. Estaba rodeada de mesas y un gran sillón circular de terciopelo verde. Las mujeres vestían de Bogani, se perfumaban con Opium de Saint Laurent, y los hombres iban de smoking. Era muy difícil entrar: tenía una puerta oscura, con un ojo de buey, y te miraban a través de él. Si les gustaba tu onda, te dejaban pasar…”, cuenta un nostálgico habitué. Del lado de afuera de aquella puerta en la Recoleta, Argentina vivía un clima de terror, marcado por el gobierno de facto. Pero eso no impedía que una parte de la sociedad estuviera dispuesta a disfrutar de la buena vida más allá del contexto y Schapire vio en esa dualidad una oportunidad económica.
Él, que junto a su padre había promocionado la obra de Scott Fitzgerald y Hemingway, Sartre y Simone de Beauvoir, Fanon y Durkheim, dio el salto de los libros a la noche. “Durante el tiempo de Lanusse nos quemaron la editorial y la librería que teníamos en la calle Uruguay, y me di cuenta de que la cosa no daba para más, que los intelectuales no tenían lugar. Ahí se me ocurrió que, si por la noche una coca se podía vender a cinco dólares y un vaso de whisky, a 25, el negocio era estar en la noche”, recuerda el “intelectual trastocado”, como le gusta definirse a sí mismo. Está sentado en el living de su casa y, frente a él, una pila de fotografías documenta lo que logró con poca experiencia y mucha creatividad a partir del salto.
“Yo ya era padre de tres varones [Alejo (46), Tobías (44) y Mateo (36), fruto de su primer matrimonio con Norma Levi; también es padre de Moorea (24) y Mar (17) junto a su actual mujer, Paola Biscaro] cuando decidí quedarme en Argentina y reinventarme en la noche. Era la época de [José Alfredo] Martínez de Hoz y tenía que sobrevivir, por eso el producto Le Club fue diferente y nuestra noche, única. Me propuse participar de una realidad dinámica, frívola y con un matiz intelectual. Uno de los eventos más rimbombantes que hicimos, por ejemplo, fue La Fiesta del Dólar, con Marta Minujín. La agenda era activa, participativa, y con un dejo de creatividad muy fuerte. Eso sí: teníamos muchas dificultades con la policía y con el Ejército. No te puedo explicar lo duro que fue tener la boîte abierta durante la Guerra de las Malvinas. Me mandaban patrulleros para que cerrara, pero era una hipocresía: el alto comando se juntaba a comer y seguía llevando una vida libre”, continúa Miguel.
LA HERENCIA DE RÉGINE
Aquí debemos recapitular. Le Club no nació como Le Club, sino como el capítulo porteño de Régine’s, el night-club más exclusivo de Europa, que funcionó en París, regenteado por Régine Zylberberg. En Buenos Aires, estaba gerenciado por Schapire, quien había hecho una investigación de mercado intensa en Nueva York, Mónaco y París, comisionado por Régine.
La marca porteña duró lo que un suspiro. “Un día, Martínez de Hoz prohibió girar plata al exterior, lo que nos embromó el acuerdo con Madame, porque no podía enviarle las ganancias. Fui al kiosco, compré los diarios con las nuevas medidas económicas, me subí a un vuelo de Air France rumbo a París y le mostré a Régine lo que pasaba para que ella decidiera cómo seguíamos”, rememora Miguel.
–Las cosas no deben haber terminado bien...
–Nos hizo juicio, pero lo perdió. Tuvimos que cambiar la marca y mantuvimos el lugar prácticamente igual. Lo que heredamos fue excepcional: teníamos los mejores sistemas de aire acondicionado, aislación y sonido del país, además de buena música y muy buena comida. En cada uno de mis viajes, traía cientos de long-plays. Me llamaban de las radios para pedírmelos prestados. [Se ríe].
–¿Qué hizo que Le Club fuera único?
–El mix que se armaba. Mi idea era que, si veías una foto, te preguntaras “¿por qué yo no estoy ahí?”. En una noche cualquiera, había celebridades, artistas, intelectuales, deportistas, gente refinada, políticos y personas que sabían comer bien. Llegabas y podían estar Ursula Andress o John Travolta comiendo o tomando algo.
ANFITRIÓN DE ESTRELLAS
–Entre las fotos de aquellos años de Le Club que veo sobre la mesa están Mirtha Legrand, Susana Giménez, Amalita Fortabat... ¿Eran habitués?
–Noche por medio, Mirtha me llamaba y me decía: “Si bajás el aire, vamos con Daniel”. Tinayre era un gourmet total, yo lo escuchaba mucho a él. Te diría que aprendí de comida y de música en Le Club. Susana y Huberto Roviralta venían especialmente a comer huevos poché al caviar. El plato era un clásico. Y Amalita quería bailar. A las once de la noche le bajábamos la luz para que baile tres o cuatro temas con Luis Prémoli [su última pareja conocida] a solas, en la pista.
–Hablando de mujeres poderosas, ¿también iba Christina Onassis?
–Sí, era muy simpática. Un día viene y me dice: “Quiero hacer una fiesta acá, pero no quiero que salga un fotógrafo de adentro de un wáter”. Buscaba discreción, algo privado, sin paparazzi. Le avisé que iba a estar el fotógrafo de Le Club y que yo me iba a quedar con los rollos. Hace la fiesta y, a la semana, se muere. Unos días después, me llaman para decirme que había treinta periodistas esperándome en la puerta de Le Club y uno, en particular, que quería pagarme 25 mil dólares por cada foto. Le respondí que a mi amiga no la iba a traicionar y no se las vendí. Era alguien de la revista Paris Match. Cuando Athina, su hija, cumplió 18 años, le mandé las fotos a través del embajador griego.
–¿Qué fue lo más loco que pasó en la boîte?
–Una noche llegué y vi a un hombre que corría encima de los sillones. Saltaba y no se caía. “¡Quién es ese demente? ¿Lo pueden sacar?”, pregunté. “¡No! ¡Es Freddie Mercury!”, me respondieron. Otra noche, me dicen: “Miguel, llamó una señora Jackie”, “Bueno, que deje un teléfono”. Otra vez: “Miguel, volvió a llamar Jackie”. La tercera: “Dice que viene a comer”. Recién ahí supe quién era esa tal Jackie: Jacqueline Bisset, mi amor imposible de toda la vida. John Travolta vino para presentar “Fiebre de sábado por la noche”, pero se negó a bailar. Ya estaba preparando su papel en Grease y quería que lo empezaran a contratar como actor. A Melanie Griffith la tuve una semana comiendo conmigo y nunca supe quién era. Había venido con Steven Bauer, su marido de entonces. Cuando se estrenó Doble de cuerpo [el thriller erótico que la catapultó a la fama], me di cuenta de que era la misma rubiecita que había tenido sentada a mi mesa. [Se ríe].
–Ursula Andress, la actriz suiza, también bailó en Le Club...
–Sí, una noche tuve un problema con Carlos Monzón. Monzón se la quería llevar como fuera, arrearla, pero Úrsula, que era la “chica Bond”, quería irse con Juni Crotto, un polista. Tuve que sedar a Monzón para que Úrsula y Juni pudieran concretar…
–¿Y Alain Delon?
–Era hiperbuenmozo, tenía mucho magnetismo. Fui a verlo al hotel donde estaba porque quería hacer una fiesta, pero quería hacerla con mis amigas. Le aclaré que yo no las vendía. Se enojó muchísimo. Al rato me llamó su mujer, Mireille Darc, para pedirme disculpas. Al final, comimos juntos.
–¿Había personajes con la entrada vedada a Le Club?
–Algunos futbolistas y representantes, personas que eran noticia por sus escándalos, y políticos de diferente extracción, por corruptos y también por violentos.
–¿Cómo evitabas que la droga arruinara tu negocio?
–El salón era una caja de espejos: si alguien se estaba drogando, yo lo veía. El personal, además, estaba entrenado para decir: “Fulano está vendiendo, consumiendo o ambas cosas” y yo iba y lo invitaba a Fulano a que volviera cuando estuviera bien. No vendíamos droga y sacábamos a los drogones no por moralistas, sino porque a la madrugada pierden la conducta. Son peligrosos, atentan contra tu negocio y tus alianzas comerciales. Cerré Le Club cuando la droga, la violencia y la prepotencia ganaron la noche.
–Cerraste la sede de Buenos Aires, pero dejaste abierto la de Punta del Este.
–Sí. El verano distiende, la gente está más relajada y allá no se me hacía tan pesado. Mi primer sponsor en Uruguay fue el príncipe Rodrigo D’Arenberg. Tenía una mesa reservada todas las noches para 24 personas y cerraba la cuenta al final de la temporada, hacía el cheque en marzo. Dejaba lo mismo que había gastado en propina para el personal. Rodrigo fue un gran promotor de Punta del Este. Sus fiestas eran las mejores de América del Sur, recibía a cuatrocientas personas a comer, sentadas, en su casa de la Punta. La gente venía a mi boliche a ver si enganchaba una invitación de él.
–¿Qué aprendiste en Le Club?
–Aprendí que todo lo que se contrata a la noche no se cumple y que surgen ideas que, si se bajan ordenadamente a la realidad, son de una lucidez total porque es cuando el individuo creativo está más liberado, tranquilo.
–¿Y del trato con las estrellas?
–Al inicio de una conversación hay que ser muy prudente y uno tiene que saber escuchar. Tenés que ser respetuoso, pero tratarlos como a un par. No sos ni menos ni más que ellos.
–¿Hoy se podría repetir un lugar como Le Club?
–No lo sé. Buenos Aires carece de lugares para ir a escuchar música después de comer. No hay una noche auténtica, divertida, exitosa. Los que triunfaron en mi segmento fueron tipos muy sensibles que sabían identificar a las nuevas figuras del teatro, del arte y las invitaban, las hacían parte. Es algo que hacés como negocio, pero también por amor a la cultura y a tu ciudad.
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