A punto de cumplir 62, repasa su historia con ¡Hola! y revela sus ganas de tener a alguien con quien compartir su vida
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“Voy a estar en la pileta, sin señal. Te aviso por si llegan a llamar y no contesto”, nos escribe Ginette Reynal (61), tras pasar la geolocalización de la quinta que alquila desde hace un par de años en Escobar. El clima que se respira en casa de la ex modelo y actriz es descansado, como el de una linda tarde de verano en el campo.
“Tengo varios equipos de ropa armados y hay un par de fotos que ya pensé”, dice, apenas recibe a ¡HOLA! Argentina. Está vestida con un kimono de algodón, bikini y ojotas y, aun de entrecasa, impacta. A sus casi 62 años (los cumple el 17 de febrero), Ginette conserva el porte de la fabulosa mannequin que fue. “Separé un look medio África mía que va a dar muy bien con el árbol de allá y tengo un vestido de paillettes, al cuerpo, que quiero usar en el agua”, continúa “Gina”, una experta, como pocas, en el arte de posar para las cámaras.
–Se te ve muy bien.
–Me siento bárbaro, algo dentro de mí se asentó. Estoy más pausada, puedo parar y darme el tiempo necesario antes de tomar una decisión. Ya no siento la ansiedad que tenía antes, estoy cómoda conmigo. Pero también es fuerte cuando te mirás al espejo y empezás a ver a una abuela. Debo confesar que no me divierte nada tener que ir a la peluquería a hacerme el color una vez por semana o ser testigo de cómo se me va cayendo la cara. A esta edad, no te sentís mona todos los días y hay que aprender a aceptarlo. La vejez puede llegar a ser una tortura si no te agarra con un buen trabajo interior.
–¿Te cuestan los años?
–Un poco, sí, pero el humor y tener una pasión, como la pintura en mi caso, ayudan. Saber trabajar, haber aprendido a estar sola, tener una linda relación con mis seres queridos y mantener el espíritu joven también son clave para navegar estas nuevas aguas. Sigo siendo curiosa, me sigue intrigando lo nuevo, disfruto de hablar con personas de todas las edades. No soy tradicionalista, estoy fascinada con este nuevo mundo inclusivo, en el que la sexualidad es libre. Para los chicos, la sexualidad es simple, abierta y no tiene rótulos, y yo quiere ser parte de ese mundo, no tengo juicios sobre eso. Gracias a todo lo que me pasó, hablo de mi recuperación de las drogas y del alcohol, aprendí a no juzgar y a no etiquetar.
–¿Qué hay del deseo?
–Me ayudó muchísimo el chip hormonal. Me dio vuelta el estado de ánimo. La menopausia es un tsunami: se te van las ganas, te cambia el sueño y, por ende, estás más irritable, más angustiada… La mayoría va al médico y vuelve a su casa con una pastilla para dormir, pero eso no soluciona nada. El chip que yo tengo está hecho a mi medida, me suplementa las hormonas que faltan y que necesito para sentirme mejor.
–¿Tenés ganas de enamorarte?
–Sí, tengo muchas ganas de volver a enamorarme. Me gustaría tener un compañero… O una compañera. No lo estoy buscando, pero si una mujer llega a mi vida y me siento atraída, voy a vivir esa experiencia con libertad. Hoy no podría estar con alguien muy estructurado, que sólo apele a lo físico. La onda Nueve semanas y media [se refiere a la película de los 90 protagonizada por dos sex symbols, Mickey Rourke y Kim Basinger] fue de una época de mi vida que ya pasó. Ya no apunto a eso. Quiero que me hagan vibrar la mente, el corazón y, sobre todo, que me hagan reír.
–Pasaron doce años desde que enviudaste de Miguel Pando, tu último marido. ¿Cómo era él?
–Era el marido perfecto. Estaba pendiente de todo: levantaba a los chicos, los llevaba al colegio, iba a las reuniones de padres, pero llegaba el viernes y se le despertaba el indio de adentro. [Se ríe]. Le divertía muchísimo salir, íbamos a todas las fiestas de Creamfields, le encantaba la música electrónica, era muy divertido. De todas maneras, quiero que quede bien claro algo: a Julio [Zavaleta, su primer marido] y a José Manuel [Flores Pirán, el padre de sus hijos mayores, Mia (30) y Martín (29)] también los amé con todo mi corazón. Lo que pasa es que, a veces, el amor no es suficiente.
–La magia fue con Miguel.
–Y así estuvimos, dieciséis maravillosos años. Fue una relación muy apasionada, muy intensa y muy mágica. Yo no concibo la vida sin magia, es algo que heredé de mi abuela [Malena] Blaquier, que vivió su fantasía, su deseo, y fue muy resiliente también. Tenía 42 años y nueve hijos cuando quedó viuda y supo rehacer su vida con alegría y amor. Mi abuela [Jeanne] Reynal, también. Ella se enamoró de su marido en una exhibición de polo en Los Ángeles, armó su valija, puso su vestido de novia en una caja, y se vino sola, en barco, hasta Argentina. La alegría es un recurso excelente, que a mí me sacó de momentos trágicos [habla de la temprana muerte de Miguel, el papá de Jero (24), su hijo menor, a causa de un cáncer], pero sólo sirve si está acompañada de un gran trabajo interior. Hay que ir al psicólogo, hacer el duelo y seguir laburando en uno.
–¿Qué tipo de abuela querés ser para tu nieto, Ramsés [hijo de Mía y Luis Ortega]?
–Quiero ser una abuela genial, como mis abuelas, que me abrieron la cabeza y el corazón y me malcriaron mucho. Me encanta jugar con él, volver a ver el mundo a través de sus ojos.
LA CREATIVIDAD COMO SALVAVIDAS Y MOTOR
Un make-up mínimo, una trenza y Ginette, que arrancó a trabajar como mannequin a los 15, está lista. “Crecí viniendo acá”, cuenta sobre este rincón ubicado al nordeste de la provincia de Buenos Aires que tanto ama. “Soy amiga de Gabriela Flores Pirán y de José Manuel desde los 7 años. Pasé fines de semana lindísimos en este lugar, con Zulema Gurmendi, mi ex suegra, a quien quiero un montón”, nos confía, mientras le damos inicio a la producción fotográfica y anticipa cómo piensa celebrar sus 62.
“Los festejaré en Punta del Este, en lo de la Negra Torres, mi íntima amiga. No sé qué voy a hacer aún. Me encantan las sorpresas, organizar las cosas en el momento, la espontaneidad. Para mis 61, hicimos una megafiesta en La Concepción [el campo de los Blaquier-Nelson en Lobos]. Cumplíamos cinco personas el mismo día y armamos una fiesta de rojo, fucsia y naranja. Fue espectacular. Me encanta cocinar para mucha gente, preparar la casa, agasajar. Una de las cosas que más me gustan de mi personalidad, de hecho, es que soy creativa. Me encanta aplicar la creatividad en la cocina, en la pintura, en mi casa, en mi look…”
–Y en tu carrera, porque hiciste de todo: fuiste modelo y actriz, vendiste tartas en un parador de playa, ahora estás dedicada a la pintura.
–Sí, soy muy camaleónica y resiliente. No me quedo agarrada a situaciones, personas, ni cosas. Aprendí a desarrollar el desapego y a disfrutar de lo que sí hay.
–¿Cómo se te ocurrió lo de las tartas?
–Fue en los 90. Me lo propuso Javier Lúquez. Yo estaba en un momento complicado de mi vida, separándome de José Manuel, viendo de qué piedra iba a sacar agua y Javier me dijo: “Tengo el parador de playa de Bikini, hagamos algo”. Y yo le dije: “Te hago el servicio con Ariel Muro, mi socio”. Hicimos las tartas, nos fue bárbaro, y al año siguiente volví. Me la jugué hasta el fondo con la cocina y hasta llegué a hacerles el catering de su casamiento a Juan Cahen D’Anvers y su mujer, Fabiana.
–¿Con quién aprendiste a cocinar?
–De chica, pasábamos todo febrero y todo marzo en el campo que tenía mi mamá en Daireaux. Aprendí en esos veranos, con la cocinera de allá, que me enseñó todo. Años después, hice un curso con Francis Mallmann y trabajé en la cocina de Patagonia, su restaurante. Tenía a Germán Martitegui de jefe, que me hizo pelar unas cuantas pilas de tomates. [Se ríe]. La cocina te hace humilde. Cuando entrás a una cocina de gente que sabe de verdad, no te queda otra que meter violín en bolsa.
–¿Por qué dejaste la gastronomía?
–Me volvieron a llamar para hacer teatro en Mar del Plata y me tiraba más eso. Nos fuimos con Madelaine, mi hermana, a hacer temporada con el Negro Álvarez y después las dos hicimos televisión.
–¿Cómo llegaste a la pantalla chica?
–A través de Sofía Neiman, que me enganchó en Semana 9, un magazine de Gerardo Sofovich. El programa tenía una sección de moda que hacía Teté y necesitaban un reemplazo porque ella se había ido a vivir un año a Nueva York. Luis Pedro Toni hacía unos cortos de diez segundos para ilustrar noticias del espectáculo y empezó a hacerlos conmigo. Eran unos pasos de comedia muy chiquitos, para ilustrar las notas, una especie de “dígalo con mímica”. Ahí, Gerardo vio que yo podía actuar y me metió en La peluquería de Don Mateo. Luego pasé a Polémica en el bar y debuté en el teatro con El champagne las pone mimosas.
–Y así es como la chica de sociedad irrumpió en los medios. ¿Qué decía tu familia?
–Les llamaba la atención que alguien de la familia deseara algo diferente. Supe de muy joven que mi libertad dependía de la independencia económica. No quería ser la típica chica de familia patricia, yo quería brillar en el mundo del espectáculo. Tenía lógica: a los 2 años ya usaba los tacos altos de mi mamá. Me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande y yo decía: “Monja o Brigitte Bardot”. Lo de monja no era porque sintiera el llamado divino, nada que ver, era porque me fascinaba el look. [Se ríe].
–Estás alejada de la tele y del teatro, ¿por qué?
–Me ofrecieron hacer teatro en el último tiempo y las ofertas no me sedujeron. De hacer televisión, me gustaría hacer un personaje con sustancia, no “de linda” o “de paqueta”, pero no me llegan esas propuestas. El año pasado, traté de sumarme a un programa como panelista y no cuajó. No me gusta ser opinóloga, ni revolver la vida privada de las personas.
Maquillaje y peinado: Joaquina Espínola
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