Debutó como actriz en los 80, luego de dejar atrás los concursos de belleza, y desde entonces es una de las artistas más queridas y respetadas del país
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Té con sabor a durazno y bizcochitos en un mantel con bordados húngaros. Un living-comedor con pisos calcáreos y mucha luz que entra por una gran claraboya. Un jardín con jazmines, alegrías del hogar, cactus, una bignonia de flores naranjas que coloniza las paredes y un níspero rebosante de frutos para compartir con las visitas. Una perra rescatada llamada Fainá, una gata que camina de costado de nombre Potus y un gato que, cuando aparece, responde a Cucurucho. “No soy tana, pero me gusta ese espíritu latino de la desmesura”, admite Silvia Kutika (67). Según ella, su casa –una construcción centenaria donde vive desde hace veinte años con el actor Luis “Pipo” Luque (67), su pareja desde hace tres décadas– refleja esa tendencia a lo excesivo que dice tener: “Me encanta la cosa selvática; durante la pandemia, borré todo lo que aprendí en los cursos de jardinería: al jardín, había que entrar a machetazos”, cuenta. Entonces, sonríe. Silvia –que es la hija mayor de Víctor y Margarita, ambos inmigrantes húngaros– también tiene muchas sonrisas, de esas que son pícaras, que son francas, que achinan los ojos, que iluminan el rostro. “Si tenés hambre, Pipo te saca una tortilla de papas en dos minutos; a él le encanta cocinar”, ofrece ella sin dudar justo cuando el actor aparece en el living.
–Llevan muchos años juntos.
–Treinta y uno… o treinta y dos. Ya no sé bien. A veces, para sacar la cuenta, tomo como referencia la edad de Santiago [Sánchez Kutika, 36 años, editor y guionista, el hijo de 36 años que Silvia tuvo con Darwin Sánchez, el actor y arquitecto que murió en 2019]. Dicen que somos como Boy Olmi y Carola Reyna o como Nora Cárpena y Guillermo Bredeston, parejas legendarias. El tiempo pasa raro, ¿no? A veces, creo que son muchos años, pero, al mismo tiempo, siento que no lo son.
–¿Hay una fórmula?
–Cada pareja tiene la suya. La nuestra es no darnos por sentados: él me trae flores o anillos [muestra, con sonrisa de orgullo, el último que le regaló] y yo busco algo que sé que le va a gustar… puede ser un chupetín. El truco es reconquistarnos: con Luis queremos elegirnos. Desde ya que, en todo este tiempo, hemos pasado momentos duros y también hubo veces en las cuales dijimos “¿Qué nos sucede?”. Pero sopesás: son más las cosas que me gustan de él que las no me gustan. ¿Deja la toalla tirada? No voy a pelear por eso. La levanto y listo. A él obvio que le pasa lo mismo con cosas mías. Salvo la enfermedad y la muerte, nada es tan grave. Somos muy pegote, pero también muy independientes. Nos respetamos: si alguno tiene ganas de hacer algo, lo charlamos.
–Y, de casamiento, ¿siguen sin charlar?
–En algún momento él me propuso casarnos. ¡Y me encantó! Sin embargo, nunca le respondí. Ahora, él me “amenaza”: “Me lo vas a tener que pedir vos y yo voy a pensarlo”, me dice. La verdad es que siento que no nos hace falta.
–Vos pintás y hacés cerámica. ¿Le contagiaste a Luis tu pasión?
–Durante la pandemia, reciclamos muebles que encontrábamos en la calle. Con Pipo somos bastante acumuladores: nos encanta rescatar muebles abandonados en la calle y reciclarlos. Los vecinos y hasta los recolectores de basura nos han tocado la puerta para traernos muebles. Pero cuando no podíamos acarrearlos o cuando ya no tuvimos más lugar para guardarlos, Pipo no tenía nada para hacer. Entonces, comenzó a realizar esculturas con botellas y con chapas que encontraba. Yo, en cambio empecé a hacer esculturas y a pintar hace mucho, cuando Santi era chiquito. Y se fue transformando en una necesidad. No es un hobby. Antes de tener mi taller [lo armó en la habitación que era de Santiago], pintaba en cualquier lugar de la casa. Ocupaba la mesa del comedor: o corría los platos o corría los pinceles. A pesar de que la pintura es una actividad solitaria, me gusta pintar con Pipo cerca. Podemos pasar horas así: él, con sus esculturas y yo, pintando, sin hablarnos… Nos vemos y nos hacemos compañía. Me gusta mucho eso.
–¿Qué tipo de arte hacés?
–Abstracto. ¿Sabés que mucha gente me dice “Ay, acá veo una persona”, “Acá lo veo a Pipo”. Pero no: no pinto a mi familia. Con la pintura, atravesé diferentes etapas: fui de la tinta china al acrílico y los pasteles. Me gustan las combinaciones y las mezclas de texturas. Una vez, levanté de la calle unas piezas de cerámica rotas con la forma de dos cuerpos. “¿Vas a hacer una escultura romántica?”, me preguntó Pipo. Y, cuando vio la obra terminada, lanzó: “Ah, vos parecés angelical, pero sos Chucky”. Porque, a la parejita, luego de armarla, le di mil vueltas con cuerdas y la atravesé con alambres. [Se ríe].
–Poco angelicales, como los personajes que estás componiendo para el teatro. Doy por sentado que Luis ya fue a verte.
–En El cuarto de Verónica [está hace tres años en cartel y es la obra por la que ganó el premio Estrella de Mar 2023 como Mejor Actriz de Drama] meto miedo. Obvio que Pipo fue. ¡Le encantó! Los dos nos esforzamos por ser amorosos y cuidadosos con lo que opinamos el uno del otro. Pipo, además, me contiene un montón. Cuando empecé a ensayar Te espero en la oscuridad [teatro Metropolitan], llegaba a casa llorando como una nena. Él me consolaba, como a los chicos. “Es parte del proceso”, me decía, dándome palmaditas. El terror es un género nuevo para mí y lo disfruto tremendamente.
–Y también ser abuelos es una gran novedad.
–¡Sí! Estamos felices. Cuando Santi y Vicky, su mujer, nos contaron que estaban “embarazados”, me largué a llorar. Ni te cuento cuando nació Faustino, que ya tiene un año. El abuelazgo es increíble… y no sólo porque volvés a cambiar pañales, sino por el vínculo que vas construyendo. Todas las semanas lo cuido: quedo fundida, pero feliz. Además, ver a nuestro hijo en su rol de padre –tan canchero y seguro– es conmovedor. ¡Yo estaba llena de temores cuando lo tuve a Santi!
–Pero siempre contás cuánto te ayudó Luis.
–Cuando empezamos a salir, siete años después de habernos conocido [fue trabajando en Lucía Bonelli, una telenovela de 1984], Santi tenía 5 años. Antes no era tan habitual que los hombres se engancharan con una mujer que tuviera hijos. El amor que nos mostró Luis fue tal que yo no dudé: era él. Entonces, nos pusimos de acuerdo con su educación, con los límites, con todo. Cuando el papá biológico de Santi se enfermó, Pipo lo acompañaba a Santi a visitarlo a la clínica. A veces, llegaban fuera de horario, y Pipo trataba de convencer a los de seguridad diciéndoles cosas del tipo “Por favor, mi hijo necesita ver a su padre”. Y cuando Santi nos dijo que quería irse de casa, Pipo se superangustió: “¿Por qué? ¿Cómo vamos a dejarlo ir?”, decía; insistía con que lo charláramos. [Se ríe]. Santi es nuestro único hijo –en algún momento, tuvimos ganas de tener otro, pero no se dio–; es un ser amoroso, noble y bueno. Estamos orgullosos de él y de la familia que formó.
–Dijiste antes que el tiempo era raro. ¿Cómo lo vivís en relación a tu cuerpo, a los años? Antes de tu debut en Calabromas, fuiste Primera Princesa Miss Siete Días y Reina Panamericana de Colombia.
–[Se ríe]. Eso: es raro el tiempo. Parece eterno y, de repente, sos grande. Suelo hacerme tratamientos; cosas tranquilas nomás. Este año, aún no me hice nada. Y después me dije “Hay que respetar el cuerpo y relajarse un poco más”. La belleza física es un compromiso muy difícil de sostener. La sociedad es cruel con eso: hay mucha presión para recordarte cómo eras e insistirte que no dejes esa imagen. Tenemos que sacarnos esa presión. Cuando veo algunas fotos mías de décadas atrás, me da ternura, pero también mucho pudor. Antes de estar expuesta de esa manera como lo estuve cuando era joven, prefiero escudarme detrás de personajes que cuenten historias interesantes. Y hasta donde el cuerpo me diga, voy a seguir trabajando en esas historias. Tengo el mismo espíritu emprendedor y jovial que cuando era joven. Ese mismo espíritu le gana a la carcasa.
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