La hija mayor del legendario Juan María Traverso habla del momento de su retiro, su enfermedad y sus deseos
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En un rincón de su casa, detrás de una vitrina, María Paula Traverso (50) rinde homenaje a su padre, Juan María Traverso, exhibiendo con orgullo dos de los trofeos que cosechó en sus treinta y cuatro años de carrera. “En realidad, la gran mayoría de sus recuerdos están en Ramallo, su lugar en el mundo. Yo me traje algunas de sus cosas como para sentir a papá más cerca”, explica mientras posa orgullosa junto a la copa que ganó el recordado piloto en el TC 2000 de 1998 en General Roca. Padre de María Paula, María Manuela (48) y Juan Cruz (43) –frutos de su matrimonio con Susana Beier–, el ídolo de automovilismo argentino es recordado por su hija mayor a casi cinco meses de su muerte. “Fue un talentoso, un distinto, me gusta pensar que vivió haciendo lo que siempre le apasionó”, revela la asesora de imagen política.
–¿Cómo era tu papá puertas adentro?
–Mi papá tenía su carácter y, de hecho, también era famoso por sus exabruptos y su personalidad tan fuerte. [Se ríe]. Sin embargo, en familia, tenía otro personaje, un hombre supertranquilo, contenedor, conciliador, muy compañero. Le gustaba mucho estar en casa. Pensá que venía de un fin de semana intenso después de probar autos y de competir con una adrenalina a tope, entonces, llegar a casa era sinónimo de descanso y de hacer el asado en pantuflas.
–Su momento de desconexión…
–Exacto. El contraste entre el autódromo y su vida familiar era muy grande. Competir no sólo te genera adrenalina, también te impone una gran carga de estrés que exige mucha concentración. De ahí que viniera tan cansado a casa. Todos sus colegas y rivales suelen comentar que siempre admiraron de él su poder de estrategia dentro del automovilismo y para eso él necesitaba de una concentración plena. Por eso, nunca quiso llevarnos al podio a festejar como hacía el resto de los corredores. Ninguno de sus hijos participábamos de eso porque para él, la instancia del podio también era parte de su trabajo, tenía que estar pensando en llevar la gorra del sponsor, agradecer a quién tenía que agradecer, conectarse con el público y con los periodistas.
–Si bien él lo veía como un trabajo, también lo disfrutaba...
–[Lo piensa]. Mirá, lo que más disfrutó desde el primer hasta el último día fue manejar. Siempre decía “lo que más me gusta es estar arriba del auto, conectado con la velocidad, con llevarlo al límite”.
–¿Él te enseñó a manejar?
–Trató, pero su exigencia atentó contra eso. [Se ríe]. Al final mamá me pagó las clases de manejo en una autoescuela. La anécdota divertida es que cuando papá me acompañó a dar el examen de manejo, lo primero que hicieron los policías y los agentes de tránsito fue pedirle una foto. Justo ahí se dio cuenta de que tenía su registro vencido. La tuvimos que llamar a mi mamá para que viniera a buscarnos.
–O sea que tu papá estaba manejando sin registro…
–Sin darse cuenta, pero sí. ¿Pero quién iba a pedirle el registro al Flaco? Nunca lo pararon y si lo hacían era para pedirle una foto.
–¿Cómo era tu relación con él?
–Teníamos una complicidad muy linda, más allá del automovilismo, me había vuelto una gran compañera para su agenda social. A mamá no le gustaba mucho participar de los eventos así que yo iba con él, era como su primera dama y asesora. Lo ayudaba a elegir qué ponerse, qué tenía que decir, esas cosas.
–¿Corriste con él en alguna oportunidad?
–Sí, en pruebas, a los 17 años. Me acuerdo que me consiguió un traje antiflama, un casco y me llevó a dar varias vueltas. Mi hermano Juan Cruz llegó incluso a correr con él, pero después terminó bajándolo. Me acuerdo que nos confesó: “Yo no manejo igual si están ustedes conmigo en el auto”. Y eso obviamente tenía que ver con el nivel de riesgo que estaba dispuesto a asumir.
–¿Qué recuerdo te quedó de esa experiencia?
–Después de acompañarlo esa vez entendí dos cosas: por qué se enojaba tanto cuando alguien del equipo no cumplía con su trabajo. Al llevar al auto a su límite, él era el que ponía su vida en riesgo y por eso mismo, necesitaba confiar en su auto y en su equipo. También entendí por qué después de correr, necesitaba unos minutos para estar solo. Nadie se le acercaba, sólo quien le llevaba una botella de agua. Salía con un nivel de adrenalina tan fuerte que necesitaba su momento para poner los pies en la tierra.
–Recién hablabas de cómo tu padre manejaba al límite. ¿Estabas en el autódromo el día en que ganó esa histórica carrera en General Roca con su mítica cupé Renault Fuego en llamas?
–Sí, tenía 14 años, pero en ese momento no era muy consciente de lo que estaba pasando. El fuego se vio sólo en la tele, lo que yo veía era sólo el auto envuelto en humo y los mecánicos en los boxes buscando los matafuegos. Papá después me dijo que había tenido la suerte del campeón. Además, sabía puso que podía resolver bien la situación. Cuando se le prendió fuego el auto, consideró que no corría peligro porque el tanque estaba vacío y sólo faltaban dos vueltas.
–¿Alguna vez sentiste miedo de que le pasara algo grave?
–Nunca. Él siempre supo transmitirnos la confianza y seguridad que se tenía. Todas las veces que lo despedimos un domingo antes de irse a una carrera, jamás consideré que podía no volver o que le podía pasar algo.
–¿Qué pasaba si le iba mal en una carrera?
–Cuando terminaba una carrera, ganara o perdiese, daba vuelta la página, no se quedaba enganchado con el tema. Ahora bien, si había habido alguna polémica o algo que llamara la atención de los medios que hacía que los periodistas tocaran timbre en casa todo el domingo, teníamos orden de no atender el teléfono por tres días. Era un garrón porque estábamos incomunicados. [Se ríe].
–¿Hizo amigos durante sus años de piloto?
–Creo que fue más cuando se retiró. Durante los torneos había camaradería, se daban consejos, se prestaban gomas, pero el vínculo no llegaba a la amistad porque había una competencia de por medio. Él repetía siempre una frase de Ayrton Senna: “Gana uno solo. El que sale segundo es el primero de los perdedores”. Y papá no era de los que les gustaba salir segundo. Después de que se retiró, ahí se conectó desde otro lugar y empezó a juntarse a recordar viejos tiempos… Él era un gran contador de anécdotas, de hecho, lo llamaban el “Landriscina del automovilismo”.
–Se retiró a los 55 años. ¿Cómo fue ese momento?
–Por suerte, papá no transitó el típico bajón anímico de todo deportista. Fue pragmático hasta con eso. “Si no tengo más ganas de correr, no me voy a subir al auto”, nos dijo una vez. Tampoco anunció su retiro, ni salió a decir “esta es mi última carrera”. Se fue un día del autódromo y al día siguiente en una conferencia de prensa dijo que ya no corría más. Ya retirado se dedicó a disfrutar de otras cosas que no había podido hacer cuando competía. Viajar, hacer programas con sus amigos y disfrutar de sus nietos de una manera que no pudo con nosotros. Fue como una revancha. De verdad tuvo un retiro feliz.
–¿Cuál creés que fue su etapa más dura?
–Su enfermedad [el piloto batalló contra un cáncer de esófago]. Estuvo así nueve meses, hizo muy poco tratamiento. Eligió no hacerlo: quería pasar sus últimos días en su casa de Ramallo. Nos pidió y nos hizo firmar que pasara lo que pasara, no lo íbamos a internar. Y se murió habiendo prendido un cigarrillo una hora antes. Papá eligió vivir y morir a su manera, según su ley.
–Ahora vos lo estás recordando en tu programa “Legado de Campeones”.
–Sí, hago entrevistas a ex pilotos y personas que trabajaron y lo conocieron y me encanta porque es una manera de tenerlo a papá un rato más. Es redescubrirlo a través de las personas que corrieron con él. La verdad es que me encanta el automovilismo, me gusta verlo. Y si tengo la posibilidad, trato de ir a ver una carrera. Eso sí, lo más difícil es entrar hoy al autódromo sin papá.
Peinado y maquillaje: Natalí Flor para Estudio Sebastián Correa.
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