El reconocido estilista repasa sus sesenta y dos años de carrera y reflexiona también sobre la fama y el amor que lo une a su marido, Guillermo Oliva Gerli
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En su maison de estilo francés ubicada en Recoleta, Oscar Colombo recibe a ¡HOLA! Argentina. Mientras sus clientas son atendidas en la planta baja –donde tiene instalada su famosa peluquería–, el estilista se prepara un té y reconoce que hoy, a sus 80 años, decidió bajar el ritmo de trabajo. “Me tomo las cosas con más calma. Ahora sólo atiendo los jueves y viernes y elijo las clientas con las que quiero trabajar… Lo decidí después del trasplante de riñón que tuve el año pasado. Me desperté de la anestesia y le dije a ‘Gui’ –su marido, Guillermo Oliva Gerli (60)–: ‘Ya no necesito trabajar más y si lo hago, quiero hacerlo ad honorem’”, cuenta sentado en el living de la casa que armó en el tercer piso del palacete del siglo XIX.
–¿Esperaste mucho para recibir el trasplante?
–Por suerte no, ocho meses. Hace dos años, el médico me dijo que tenía una gran deficiencia renal y que era probable que eso derivara en diálisis. Y así fue. Estuve con diálisis peritoneal en casa mientras hacía los trámites para el trasplante. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba tercero en la lista y que fuera a la clínica a hacerme unos estudios. Cuando llegué, me enteré de que ya estaba en primer lugar porque los dos anteriores habían tenido complicaciones, de hecho, uno estaba con Covid
–Hasta ese momento, ¿pensabas que ibas a tener un nuevo riñón?
–No. Yo ya me había hecho la idea de que iba a seguir con diálisis diez años más o hasta que mi cuerpo dijera basta. ¿Quién sabe dónde voy a estar el año que viene? Qué me importa. [Se ríe]. La verdad es que me había adaptado muy bien a la diálisis, incluso viajé a Miami, donde tenemos departamento, para descansar unas semanas. Estaba tranquilo, conviviendo con esa idea de vida. Al final, el 28 de julio del año pasado, me operaron. Hoy lo pienso y me doy cuenta de que el trasplante y mi problema de riñón lo cambiaron todo… en especial mi mirada sobre la vida, sobre lo que quiero de ahora en más.
EL PRINCIPIO DE TODO
–A los 15 años comenzaste a trabajar en la peluquería de tu hermana…
–Exacto, ella fue la que primero abrió una peluquería en Ramos Mejía, donde vivíamos con mi familia. Pero mi pasión la descubrí antes, cuando tenía 8. Ya entonces mi abuela María me daba su tijerita de bordar, que todavía conservo, para que le cortara las puntas. Le lavaba el pelo, le hacía peinados… Después aprendí más en serio viendo trabajar a mi hermana Mabel. De hecho, la gran mayoría de las cosas que aprendí en su momento fueron a través de ella. Cuando puso su salón, la acompañé. Después, ella quedó embarazada y me entregó las riendas de su peluquería para que la reemplazara los primeros meses. Y eso fue hace 62 años.
–¿Y cómo conociste a Miguel Romano?
–En una temporada en Mar del Plata. Un compañero de trabajo me lo quería presentar y yo que siempre lo había admirado muchísimo, le dije que sí. Lo veía en las revistas con los famosos y me parecía genial todo lo que hacía, era una estrella. Enseguida me preguntó a qué me dedicaba y me invitó a su peluquería a hacerme una prueba y la pasé. “Cuando vuelvas a Capital, pasá por mi salón que te voy a tomar como primer peinador”. Así empecé con Miguel, en su salón de Rodríguez Peña y Guido. Ese fue uno de mis primeros sueños cumplidos. Con él conocí a todas las estrellas del momento que visitaban la maison… Creo que no hubo una actriz que no pasara por las manos de Miguel.
–¿Qué aprendiste de él?
–Todo. Lo bueno y lo malo también.
–¿Y eso qué significa?
–Que fue un gran maestro: mucho de lo que aprendí lo hice mirando cómo él trabajaba. A pesar de que cada uno siguió su camino, seguimos teniendo una relación muy buena. Fijate que hasta llegué a vivir en su casa los primeros años que trabajé en su peluquería. Yo tenía dos horas de viaje desde Ramos Mejía hasta el centro, por lo que él se ofreció a darme casa durante los días de trabajo. Miguel realmente fue un padre para mí. Al día de hoy me dice que yo soy como su hijo, además, soy padrino de su hija Paola.
–¿Pero a qué te referís con lo malo?
–[Lo piensa unos segundos]. Miguel es un tipo muy dadivoso, pero no sabía enseñar, no le encontraba la vuelta a cómo transmitir todo lo que sabía. Cuando él mudó su peluquería a Santa Fe y Cerrito yo ya me fui, quise independizarme.
–¿Y cómo fueron esos primeros tiempos?
–Intensos. Como no tenía mucha plata, con un amigo alquilamos un departamento de dos habitaciones en una planta baja y ahí armamos la peluquería. Me acuerdo que la gente se sentaba en el borde de la bañadera y esperaba que le laváramos el pelo. En ese tiempo no existían los turnos, por lo que las clientas llegaban a esperar cinco horas para peinarse. Hace poco encontramos los archivos de esos años y vimos que, por día, yo hacía 35 cortes. Una locura.
–¿Las clientas te pedían algún peinado particular o se entregaban a lo que vos quisieras hacer con su pelo?
–No, yo tuve la suerte de que la gran mayoría de las mujeres venía porque confiaba en que lo que le iba a hacer, le iba a gustar. Me entregaban su cabeza. [Se ríe]. Nunca vino una clienta a pedirme que le cortara las puntas. Lo mismo me pasó con las actrices. Norma Aleandro, por ejemplo, venía a que la ayudara a buscar un corte para sus personajes. Así hicimos cuando protagonizó la película Cien veces no debo. Leí el guion, me imaginé su look y armamos juntos un peinado para su personaje de alta sociedad. Así trabajé con todas, con mi amiga Marta González, Luisina Brando, Leonor Benedetto, Nora Cárpena.
–¿Tenés sueños pendientes?
–No, tuve la suerte de haber cumplido todos los sueños que tuve en la vida. Quería peinar a una actriz famosa y se me dio, quería trabajar con Miguel Romano y se me dio. Nunca fui ambicioso, pero lo que soñé, lo viví.
–¿Cómo te llevás con los vaivenes de la fama? En una época los peinadores eran estrellas y hoy pareciera que quedaron en segundo plano.
– ¿Qué te puedo decir? Sufro cuando veo en un desfile a las modelos sin nada en la cabeza, sólo peinados lacios y flequillos. La peluquería está en baja y hay que adaptarse. De cualquier manera, yo sé que no vivo de épocas pasadas, de lo que ya fue. Me encanta recordar, pero no añoro esa fama. Lo que sí me emociona es cuando la gente escucha mi nombre. Cuando hacía televisión, salía a la calle y la gente enseguida me reconocía. Ahora que ya no tengo tanta exposición, sólo quedó mi nombre. Cuando me lo preguntan en algún lugar, enseguida saben quién soy.
–¿Y eso qué te hace sentir?
–Mucha satisfacción, pero no me la creo. Siempre digo que soy bueno en lo que hago, pero no soy el mejor. Después de todo lo que viví en mi carrera, los viajes que hice, los sueños que cumplí, el amor que me acompaña hace cuarenta años con “Gui”, siento que no necesito nada más. Prefiero estar bien antes que tener todo el éxito del mundo.
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