Laura Ocampo nos abre la puerta de su casa y repasa las anécdotas de su asombrosa vida
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Desde hace casi tres décadas, luego de probar la vida de mannequin, de productora de moda y de entrepreneuse, Laura Ocampo da rienda suelta a su creatividad a través del diseño de interiores, con ambientes de espíritu lúdico que son su marca registrada. Según ella, los espacios que decora cuentan la vida de las personas que los habitan, y su propio espacio no es la excepción: su departamento de la Recoleta, en la zona conocida como La Isla, está lleno de color y bañado de luz, dos huellas de su nueva fuente de inspiración y energía, que son los jardines de la vecina embajada de Reino Unido. Allí se instaló hace dos años, cuando se mudó de su magnífica casa de San Isidro, que aún conserva y que ha vuelto a remodelar luego de la reconversión que había hecho tiempo atrás Diego Félix San Martín. Es la misma casona en la que Ocampo vivió con su ex marido, el diseñador naval Germán Frers, y con sus hijas Zelmira (35) –arquitecta, casada con Santiago Figueras y madre de Lavinia de cuatro meses– y Victoria (33) historiadora, casada con Matías Fernández, que esperan su primer hijo para diciembre–, cuando eran chicas.
UNA MADRE TEMPERAMENTAL
Por estos días, la atención de Laura –hija de la poetisa Elvira Orphée y el artista plástico y embajador Miguel Ocampo– está concentrada en el desarrollo del próximo DArA ID, el congreso que cada dos años realiza la organización que ella preside, Diseñadores de Interiores Argentinos Asociados. Esa cita a la que asistirán prestigiosos representantes de diseño internacional, el 22 de octubre en el microcentro porteño, la emociona particularmente porque su crianza cosmopolita, gracias al rol diplomático de su padre, le permitió mamar desde muy chica la rica cultura de algunas de las ciudades más vibrantes del mundo.
–Por el trabajo de tu papá, pasaste muchos años viviendo en otros países, ¿cómo fue esa infancia?
–Tenía 4 años cuando nos fuimos a Roma, y de Italia me quedaron muchos recuerdos. Es ruidosa, simpática y tiene olores y sonidos característicos. Ese fue mi primer destino, porque después volvimos a Buenos Aires, donde estaba mi abuela paterna a la que adoraba, Mercedes Leloir de Ocampo, medio hermana del Premio Nobel Luis Federico Leloir. En los veranos ella nos llevaba al campo en Pergamino y era un programa formidable. Salíamos a la madrugada en su auto viejo, y allí andábamos en bicicleta con mis hermanas y la pasábamos genial. Mi abuela era muy amorosa, y hasta nos hacía ropa para las muñecas.
–¿Eras coqueta?
–Ni varonera ni coqueta. No había imposición materna con el tema de lo femenino. Mi mamá era rebelde intelectualmente. Su obra como poetisa no es fácil, por eso estuvo guardada. La gente la censura por no ser una escritora comprometida con ninguna causa. Las únicas causas que tenía eran escribir bien… y ella misma. Escribía en su máquina encerrada en su cuarto y nos torturaba con eso de no poder hacer ruido. Por eso ir al campo era una felicidad. Era el infinito, los atardeceres y el más allá. Por suerte mamá no venía.
–Pero estaba tu abuela.
–Claro, que era maravillosa, era tan paciente… Al igual que mamá, yo no conozco la paciencia. Soy bien educada, pero tremendamente impaciente.
–¿Y tu padre?
–Llegaba a casa a las seis de la tarde, se sacaba el traje, se ponía unos mocasines y un pantalón manchados de pintura, y pintaba sin parar. Era su razón de vivir. Era un hombre feliz. Recuerdo que con mis hermanas veníamos de ballet y le correteábamos al lado del cuadro, y no sufría porque era hijo dilecto de mi paciente abuela.
–Dos personalidades en una, ¿no?
–No, la que era así era mamá, porque había una mamá muy buena y seductora y otra que era la violencia verbal hecha carne. Era muy peligrosa porque decía lo que pensaba.
MODELO EN PARÍS
–Y de repente se fueron a París…
–Yo tenía 9 años cuando nos fuimos, y empecé mi adolescencia en París. Vivíamos en una casa divina e íbamos a un colegio de monjas que a mamá le encantaba porque el uniforme era gris y blanco. Paquetísimo. Pero de repente vino un cambio de gobierno en la Argentina y el ministro de Economía Álvaro Alsogaray ajustó las cuentas y a los diplomáticos no les pagaron más. Así que nos mantenía mi abuela. Chau casa bonita y compañeras condesas del privado. Pasamos a un departamento chiquito y al colegio público, y volvimos a Buenos Aires.
–¿Cómo eras en la adolescencia?
–Era muy alta y flaca y con piernas como palitos que me acomplejaban. Pero en París, empecé a modelar a los 14 porque no teníamos un mango. Fui a una clase de baile y me seleccionaron para hacer fotos para publicidades de Printemps en Le Figaro. Me pintaron como una puerta. Modelar fue una fuente de ingresos, y eso no le molestaba a mi familia porque les parecía bien que cada una se ganara su propia plata. Fue mi posibilidad de ser independiente y volver a París para estudiar literatura comparada. Como era chica, no daba pie con bola y empecé a trabajar como modelo de catálogo. Eran horas de estar parada, llena de alfileres. Fue horrible. Duré un semestre y me fui a Nueva York, donde estaba mi padre. Ahí trabajé bien como modelo porque me veían parecida a la actriz Ali MacGraw, que estaba de moda.
–Cambió tu suerte para bien.
–Sí, pero volvió la moda de las rubias y quedé afuera del mercado. Por eso decidí hacer un lento regreso a Buenos Aires: me vine con mi novio desde Nueva York en auto. La travesía duró meses. Nunca fui hippie, pero cuando intenté serlo me salió pésimo.
–¿Y cómo fue tu carrera en Buenos Aires? Desfilaste para las grandes casas de alta costura junto a Delfina Frers, Mariana Arias, Teresa Garbesi, Ginnette Reynal...
–Yo venía de afuera con el ojo entrenado para la moda. Mamá le pidió al periodista Diego Barrachini, que estaba en la revista Claudia, que me probara. Hice una producción con Dalila Puzzovio en la 9 de Julio y me contrataron. Como a los 24 años me casé con Miguel Reynal, fui ama de casa y modelo al mismo tiempo.
–También tuviste una peluquería…
–Sí, nunca pude estar quieta y puse una peluquería junto con una amiga. ¡Justo yo, que ni me hacía las uñas y no conocía la tintura para el pelo! Se llamaba La Peluquerie y dábamos clases de tango, de gimnasia y también de cocina con Francis Mallmann. Nos fue pésimo: cerramos tres años después porque era la época de Alfonsín, se cortaba la luz cinco horas por día. En el medio, me separé de Reynal y me casé con Germán Frers, tuvimos dos hijas, Zelmira y Victoria (que nació en Milán, donde vivíamos por el trabajo de Germán). Esa ciudad marcó el inicio de mi carrera con el diseño de interiores. A la gente le gustaba tanto lo que había hecho con mi casa que me empezó a pedir consejos.
“NO ME VOLVERÍA A CASAR”
–¿Y cuál es tu estilo?
–El color y el movimiento. Tengo obsesiones que van variando: ahora son el verde y el amarillo, que a mamá le encantaba porque es el color de la inteligencia. Me gusta todo mientras sea estéticamente tolerable, aunque no me gusta el beige, me nubla la vista.
–¿Qué ves en las casas argentinas en general?
–Mucha bipolaridad. Tienen livings superelegantes y cuartos que parecen salidos de un convento. Parecería que acá sólo tienen una vida para el afuera y que están sujetos a la moda. Si se usa el blanco, todos van de blanco. Si no se usan más las flores, nadie se pone ni una rosa. Les da mucho miedo ser tildados de ridículos y prefieren aplacar los gustos personales para agradar al otro. El mal gusto es tenerle miedo al propio gusto.
–¿Cuál es el peor cliente?
–El indeciso me aburre. Al decorar una casa escribís la historia de la gente que vive ahí y un indeciso es alguien que no sabe lo que quiere. Siempre digo que ser diseñadora o decoradora de interiores –aclaro que “interiorista” es una palabra que odio– es escribir una historia.
–Te separaste de Germán Frers y él formó una nueva pareja [con Luisa Miguens]. ¿Y vos te volverías a casar?
–Tuve candidatos, pero no me volvería a casar. No me animaría. Pero no digamos nunca. ¡O mejor no digamos nada!
–Siempre estás impecable. ¿Cuáles son tus rutinas para estar así?
–No soy muy amante de mí misma. No me veo tan bien como me ven los demás. Camino y hago mucha yoga, me hago limpiezas en la cara y de vez en cuando un botox o algún retoque. Voy a la peluquería sólo a teñirme o recortarme, porque ya adopté este corte de pelo hasta el resto de mis días, y ya no sigo tanto las modas. Tengo un placard lleno de ropa vintage y hasta ropa de mamá, porque me cuesta desprenderme. Soy bastante aferrada a las cosas.
–Tu mamá no abrazaba causas, pero vos sí te involucraste en una, que es la presidencia de DarA.
–Es una causa que responde a lo que hago y amo. Me involucro porque me gustaría que los que aman la decoración puedan abrir los ojos y nutrirse de las imágenes de otros y ser dinámicos, darles la posibilidad de ir más allá de lo que ven en Instagram o Pinterest.
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